Por Lucila Carzoglio. Nacidos en los barrios pobres de San Pablo, las saraus son reuniones donde el silencio se vuelve declamación, poesía y canto. El libro traduce este rito, que ya se ha convertido en un movimiento cultural de grueso calibre.
En 2001, mientras las políticas neoliberales implosionaban en distintas zonas del continente, en las periferias de la ciudad de San Pablo se iniciaba un movimiento que pronto sería acción…explosiva. Los invisibilizados, favelados, estigmatizados, es decir, esas identidades socialmente cloacalizantes, construidas y moldeadas por la política de la época, pero también por los grandes medios de comunicación, decidieron transgredir límites y limitaciones para tomar la palabra, con toda la literalidad del término. En los bares nacieron los saraus, encuentros donde se declama poesía, se la rapea, se la celebra y, sobre todo, se la hace voz y cuerpo. Junto con la organización de bibliotecas comunitarias, conferencias y publicaciones, se creó el autodenominado Movimiento de Literatura Marginal, una corriente literaria hecha por minorías raciales o socioeconómicas, tal como proclama su manifiesto “Terrorismo literario”. El objetivo fue disparar cultura propia en legítima defensa.
El libro Saraus, compilado y traducido por la investigadora Lucía Tennina y editado por Tinta Limón, selecciona parte de la producción de los más de treinta grupos que se diseminan por los suburbios paulistanos, con casi un centenar de obras “periféricas” publicadas desde aquel inicio de milenio. A partir de la convivencia de la letra, el grafiti y la fotografía, el poemario no sólo humaniza la estadística, también resignifica el espacio y la identidad, en un gesto reivindicatorio desde un lenguaje y un ritmo característicos.
Si bien la antología cuenta con 36 autores de distintas edades y trayectorias, la confianza en el poder transformador de la palabra unifica la pluralidad de voces y le da su potencia en un giro doble. Por un lado, como plantea “El milagro de la poesía”, texto inaugural de la serie, los versos construyen puentes (que serán afectivos, subjetivos, artísticos, políticos y sociales); pero además, como advierte el escritor Allan de Rosa, “letra es treta”, y con cada estrofalos de abajo logran reescribir sus condiciones de imposibilidad para convertirlas, paradójicamente, en una posibilidad. Y eso es un break en el dance.
La jerga de la calle, la invención de términos, la apelación a la grafía y los recursos provenientes del hip-hop se inmiscuyen en la literatura (como alta cultura), de forma que “los saberes del pobre” proveen las marcas distintivas que permiten autoafirmar su diferencia, al mismo tiempo que denuncian la exclusión y reclaman igualdad. Hacer de la carencia un capital simbólico se transforma en la estrategia del conjunto: así como en las reuniones el bar (espacio por excelencia para la evasión) deviene centro cultural, en los poemas las miserias cotidianas tornan materia lírica y la discriminación se vuelve orgullo identitario. Conclusión: el margen pronto okupa el centro de la mirada propia y ajena.
Esta inversión de perspectiva, al reciclar los sentidos y significados, afianza la autodefinición de un yo-nosotros cada vez más claro a medida que la lectura de la antología avanza. “Me soy sabido que existo/ Y me dudo/ Creyéndome más. / Me soy sabido cuerpo/ Aunque parco/ Me creo capaz”, declamará Alisson da Paz; mientras Zinho Trinidade advierte: “Quieren limpiar la ciudad, deberían empezar por el otro lado/ Ahí están los zarpados, los alzacuellos/ Basura tóxica que explota al ómnibus repleto/ Estoy al margen, pero son ellos los marginalizados”. En sintonía, en “La periferia es un ejército”, agregará: “Somos casi todo el planeta tierra/ Una gran familia/ Una gran nación/ Derribando al opresor (…)/ A contramano del sistema/ Que quiere copiarnos/ La ley ahora es favela/ Y no me vengas a imitar”.
Todos estos textos, a su vez, desarman la postal espectacular de violencia y el prejuiciodel decorado televisado en vivo y en directo, no sólo porque, como sucede en “Fábrica de villanos”, desarticulan los roles establecidos que asocian policía con seguridad, burguesía con decencia y desclasados convagancia o crimen, sino porque además cuentan en primera persona y desde adentro los ruidos, paisajes, historias y emociones de los habitantes del gueto. El prontuario se vuelve biografía: “Pedro Paulo, profesión: Pedrero/ Pasatiempo predilecto: Pandero/ Preso portando polvo, pasó por las peores pesadillas/ Presidios, pozos, problemas personales, psicológicos/ Perdió parceros, pasado, presente/ padres, parientes, Principales pertenencias”, rapea GOG, quebrando La Historia.
La cercanía entre vida y arte que impera en estos escritos-para-ser-declamados-cantados-bailados por momentos recae en un realismo testimonial de tono conmiserativo y didáctico. Sin embargo, como en los saraus, aún ahí subyace cierta cadencia festiva y vivaz del que reconoce su derecho a la existencia. La articulación entre acción poética y política que refleja el libro se convierte así en un cuerpo deseante que tirotea con afirmativos cada vez que se reitera aquella famosa pregunta de Spivak: ¿puede hablar el sujeto subalterno?