Ezequiel Adamovsky. ¿Qué hay detrás de estas dos formas de entretenimiento que hoy invaden la industria cultural y la deportiva? En una nueva entrega sobre historia argentina, Marcha explora los inicios los fenómenos que lograron mayor crecimiento en todos los estratos sociales.
La naciente cultura de masas abrió nuevos canales de circulación de manifestaciones culturales entre los mundos plebeyo y de la élite. La circulación podía ser tanto de arriba hacia abajo como en sentido contrario. Como fuere, sufrían importantes transformaciones al ser retomadas por los medios de comunicación o las industrias del entretenimiento. Ejemplo de ello son los dos nuevos fenómenos culturales que más furor causaron en estos años: el tango y el fútbol.
El juego que hoy despierta pasiones entre los argentinos de cualquier clase fue introducido por primera vez al país en 1867 por residentes ingleses de buena posición social. Durante los primeros años fue un juego de británicos y de miembros de la élite criolla. Los primeros clubes de “foot-ball”, de hecho, eran muy exclusivos. Esto cambió rápidamente desde los primeros años del nuevo siglo, cuando el nuevo deporte se popularizó como moda entre los varones jóvenes de sectores medios y bajos. Contrariamente a un mito extendido, los primeros entusiastas no fueron los criollos más pobres y de zonas marginales; por el contrario, los que se entregaron con fervor al juego y fundaron centenares de clubes en distintas ciudades del país parecen haber sido más bien hijos de inmigrantes. Los jóvenes aficionados no eran en general marginales, sino cadetes y dependientes de comercio, empleados estatales, trabajadores del ferrocarril, aprendices en talleres de manufactura y estudiantes secundarios y universitarios. Para 1907 ya había más de 300 “clubes” de fútbol que, a diferencia de los de la clase alta, no intentaban ser exclusivos sino atraer la mayor cantidad posible de socios. Muchos de ellos eran minúsculos y pronto desaparecieron, pero otros lograron sobrevivir hasta convertirse en los grandes clubes de la actualidad.
Durante estas primeras décadas del siglo XX el fútbol fue una práctica amateur, pero eso no impidió que desarrollara muy temprano un espíritu competitivo y de excitadas rivalidades y deseos de notoriedad. En una sociedad en cambio permanente, el juego de pelota sirvió no sólo como entretenimiento, sino también como manera de afirmar el sentido de pertenencia y del propio valer. Los clubes se desafiaban unos a otros poniendo en juego no solamente la destreza deportiva, sino también cuestiones de honor y hombría. La picardía y la fanfarronería, el ganar a como dé lugar, pronto le dieron al fútbol un espíritu bastante diferente del de la caballerosidad y los “buenos modales” que tenía cuando lo practicaba sólo la élite. Por otro lado, la lealtad al club barrial funcionó pronto como marca de identidad: ser de tal equipo y derrotar a tal otro servía para despertar un orgullo local y dotaba a los aficionados de un sentido de pertenencia. Los torneos y “amistosos” atraían una creciente cantidad de participantes, tanto jugadores como espectadores. Como el fútbol había dejado de ser algo “exclusivo”, la élite perdió interés y se refugió en otros deportes, como el rugby. Y como las autoridades escolares decidieron que no era bueno para los alumnos, se lo mantuvo fuera de la educación formal. Así, la calle, el club de barrio y el “potrero” fueron los ámbitos por excelencia del juego de pelota, que pasó así a ser un deporte decididamente popular.
Pero la comercialización del fútbol pronto comenzó a alterar algunos de estos aspectos iniciales. Desde los años veinte el espectáculo atrajo a más y más personas –ya verdaderas hinchadas– dispuestas a pagar una entrada en estadios ahora preparados para recibir multitudes. Los medios masivos de comunicación difundían los nombres y las imágenes de los jugadores más admirados y pronto fue posible adquirir sus estampas en los kioscos. Por entonces se fue extendiendo la práctica de ofrecer pagos a los jugadores de manera informal, para evitar que se fueran a otros clubes. Así, las instituciones que podían movilizar más dinero comenzaron a aventajar más claramente a las demás. El proceso de “profesionalización” del fútbol se completó a comienzos de la década siguiente. Tras un acuerdo entre dirigentes de los clubes más importantes, que formaron una superliga, los jugadores fueron convertidos en asalariados a los que sólo se permitía cambiarse de club con el consentimiento de los dueños del “pase”. Muchos de los clubes más chicos, que se negaron a abandonar el amateurismo o fueron incapaces de competir con los más grandes, simplemente desaparecieron. El profesionalismo terminó de poner el deporte al servicio del espectáculo, antes que al del esparcimiento o el placer del juego. Se requirió de los jugadores dedicación exclusiva, duro entrenamiento, dietas especiales, disciplina. Jugar a la pelota en canchitas y potreros siguió siendo una práctica abierta a todos, pero la formación de clubes y la competencia en los torneos mayores habían quedado fuera del alcance de la gran mayoría.
Desde comienzos de los años veinte se notó también un fenómeno novedoso. Montándose en los primeros éxitos internacionales del fútbol argentino, desde el cine, la radio y las publicaciones deportivas, como la revista El Gráfico, comenzó a asociarse el juego con el orgullo nacional. Esta especie de “nacionalismo deportivo” se reivindicó criollo, por oposición a los orígenes británicos, e imaginó que los jugadores locales poseían un verdadero “estilo nacional” diferente al de otros países. El panteón de sus héroes estaba formado por los jugadores destacados, procedentes de las clases populares urbanas. Se distinguía así del nacionalismo que venía difundiendo la élite desde el Estado, más centrado en las tradiciones camperas, las destrezas intelectuales y las epopeyas militares. No confrontó con él, pero el nacionalismo deportivo tenía un contenido más decididamente democrático.
El recorrido del tango fue algo distinto. Como música y baile había nacido a comienzos de la década de 1880 en los suburbios de Buenos Aires (aunque investigaciones recientes mostraron que décadas antes ya existía una danza llamada “tango” en otros países, sin que se sepa si se trataba de algo parecido o simplemente otra cosa con el mismo nombre). Al contrario del fútbol, su cuna fue claramente plebeya: con influencia de ritmos africanos y criollos, surgió en los arrabales pobres de la ciudad y se bailó –tanto entre hombres como con mujeres– en prostíbulos y en ámbitos de maleantes. La indecencia del baile, la picardía de sus primeras letras y su identificación con los compadritos orilleros hizo que fuera inmediatamente rechazado por la élite. Pero eso no impidió que su sensualidad cautivara a algunos jóvenes de clase alta que frecuentaban los prostíbulos. A comienzos del nuevo siglo ya se había expandido en algunos barrios obreros y se lo podía encontrar en cafés, bares y pistas de baile del centro. Cuando a comienzos de la década de 1910 se desató en Europa una verdadera “tangomanía”, el tango tuvo su regreso triunfal a Argentina y de a poco fue aceptado en círculos sociales más respetables. Por entonces los adelantos técnicos permitieron convertir a la música ciudadana en una mercancía vendible. En esos años los gramófonos o “victrolas” comenzaron a hacerse presentes en algunos hogares y ya había empresas dedicadas a grabar y vender discos. Poco después la radio y los primeros micrófonos eléctricos permitieron difundir el tango entre audiencias más amplias, que volvieron a multiplicarse cuando, a partir de 1933, se filmaron varias películas sonoras de temáticas tangueras.
La comercialización del tango y su aceptación por las clases “decentes” le valieron cambios muy profundos. Desde comienzos de los años veinte, de la mano de sus primeras estrellas como Carlos Gardel, adoptó la forma del “tango-canción”. De ser principalmente una música bailable sin letra (o con letras muy sencillas), pasó a ser fundamentalmente una melodía cantada de elaborada poética. Las nuevas canciones hablaban del bajo mundo, pero también de los “bacanes”, el “champán” y los cabarets, los viajes a París y otros episodios que poco tenían que ver con el mundo plebeyo. Los letristas y cantores –que en general fueron de sectores medios– contaron estas historias combinando el lunfardo de las clases bajas y el “cocoliche” de los recién llegados con una poesía de creciente refinamiento. En los escenarios no era raro que los intérpretes cantaran también otras melodías folklóricas criollas típicas del mundo rural. Así el fenómeno del tango, tanto por su popularidad como por su lenguaje y los temas que trataba, se transformó rápidamente en una expresión típica de la cultura de masas. Ya no perteneció sólo a las clases populares; como el fútbol, fue un fenómeno integrador de diferentes sectores y transmitió ilusiones de ascenso social y acuerdo de clases. Nadie personificó este ideal mejor que Carlos Gardel: el “morocho del Abasto”, hijo ilegítimo de una lavandera francesa, llegó por su talento a ser reconocido y admirado por la oligarquía e incluso por nobles europeos y brilló en las pantallas de cine con elegantes esmóquines y rodeado de “rubias de New York”. Aunque la realidad estuviera muy lejos de ser así, su propia vida parecía indicar que cualquier persona nacida en el mundo plebeyo podía triunfar y ser aceptada e integrada en la alta sociedad.
Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012. NB: Algunos de los datos de este fragmento están tomados de investigaciones de Matthew Karush, Pablo Alabarces y Julio Frydenberg.