Por Hugo Huberman *. Una de las formas de violencia más feroces en Nuestra América sobre mujeres e identidades disidentes es la trata de personas, que existe gracias a la connivencia del poder. Acerca de los orígenes culturales que convierten a muchos varones en clientes-prostituyentes y, por lo tanto, en cómplices.
Recorro América Latina hace años. En pocos días me esperan Costa Rica, Cuenca y Quito en Ecuador, Guanajuato y Querétaro en Méjico. Las comidas, los colores, los rituales van cambiando, lo que queda en mi retina continuamente es mi visión del crecimiento y expansión de las redes de trata de mujeres y niñas con fines de explotación sexual en nuestro continente (Tpfes). La esclavitud del comercio sexual incluye a niños, niñas y personas de diferentes colectivos LGTBIQ.
Una de cada dos mujeres dominicanas vive como esclava sexual fuera de su país. Las condiciones
socioculturales y económicas en Dominicana son una rampa inhumana que capta mujeres, primera condición de vulnerabilidad. Ser pobres es la segunda y afrodescendientes, la tercera condición para convertirse en blancos letales, más allá de los factores de violencias y abusos ya instalados en sus cuerpos.
Recorriendo nuestro país, me las cruzo por doquier. Recomiendo que hagan un ejercicio de indagación macabro pero eficaz al llegar a las terminales de buses desde Jujuy hasta el sur. Me bajo, tomo un taxi y pido que me lleven donde están las dominicanas: no falla en ningún lugar, siempre los taxistas ponen primera y arrancan, ellos saben donde están.
Que yo sepa no vienen nadando desde Dominicana, Paraguay, Bolivia, Chile, Méjico, ¿Quién las trae?
¿Cómo llegan? ¿Quiénes hacen la vista gorda con su entrada y presencia en Argentina? Preguntas sin respuestas. Sí sé que hay quienes pagan por sexo y convalidan el sistema, que somos nosotros los hombres, de todos los niveles sociales y acceso a recursos.
La Tpfes es la violencia de género más virulenta y canalla, pues suma la mayor cantidad de variables de los dividendos patriarcales en este sistema. Poder, dominio, control, dinero y apropiación de cuerpos ajenos son parte de esta estructura que nos denigra como humanos a todos y todas.
Ponemos en discusión la muerte del padre de María Cash, acudiendo a los miles de llamados con que lograron que se estrelle en un auto al decir que la habían visto. Nos llenamos la boca de palabras inservibles sobre el horrendo juicio a los proxenetas que se llevaron a Marita Verón. Sin embargo, no decimos que nuestro país sancionó una ley contra la trata que no está implementada para no incluirla en el presupuesto nacional. Ni que nuestro país tercerizó la atención a víctimas, aunque es una garantía indelegable del Estado la seguridad de todos y todas.
Hace años que no sabemos nada de Sofía, la niña que desapareció en Tierra del Fuego en una plaza con sólo cuatro anos de edad. Es correcto, es saludable que en todas las terminales de buses y aviones haya afiches contra la Tpfes con fotos de cada una de las mujeres buscadas, pero está a la vista que no alcanza. Queda claro que desde el Tratado de Palermo en adelante este accionar es delito
Deberíamos profundizar el análisis simple con que nos movemos, indagando en el sistema cultural que la valida, sostiene con una virulencia y asiduidad superlativa, más allá de generar políticas de sanción. Intentar quedarnos sólo en perseguir el delito es creer que a Mafalda le gustaba la sopa, cuando todas y todos sabemos que no es así.
La trata y la cultura
Esta forma de avasallamiento femenino está sustentada por prácticas masculinas o de quienes son percibidos como masculinos dentro de una validación cultural y naturalización suprema de la apropiación de los cuerpos femeninos. Las vulnerabilidades mayores de jóvenes y niñas son los estereotipos de género, aquellas realidades culturales que las tiñen de “incitar los hombres” y “provocarlos”, esa brutal sanción sobre sus cuerpos y derechos. El amor romántico no se queda tras como forma precisa de captación.
Dice mi hermana Coral Herrera Gómez en La violencia de género y el amor romántico: “El amor romántico es, en este sentido, una herramienta de control social, y también un anestesiante. Nos lo venden como una utopía alcanzable, pero mientras vamos caminando hacia ella, buscando la relación perfecta que nos haga felices, nos encontramos con que el mejor modo de relacionarse es perder la libertad propia, y renunciar a todo con tal de asegurar la armonía conyugal. En esta supuesta ‘armonía’, los hombres tradicionales desean esposas tranquilas que les amen sin pedir nada (o muy poco) a cambio. Cuanto más deteriorada sienten las mujeres su autoestima, más se victimizan, y más dependientes son. Por lo tanto, más les cuesta entender que el amor de verdad no tiene nada que ver con la sumisión, ni con el sacrificio, ni con el aguante.”
La estructura que valida este suceder se funda en las relaciones de poder, cuerpos y sexualidades jerarquizadas, invisibilizadas o vulneradas. Todos nacemos desde expectativas de género ya incorporadas como destinos a nuestros trayectos vitales, hacernos hombres es un destino cultural definido por la diferencia sexual en medio de relaciones de poder, que nos otorgan privilegios y jerarquías sólo por esas diferencias biológicas que nos incluyen per se en un status cultural preciso y concreto.
Los diferentes tipos de masculinidad no derivan de situaciones o estados homogéneos e inalterables, sino que proceden de la contradicción provocando tensiones entre los deseos de los sujetos y las prácticas. Es una constelación señuelo, un principio social que manipula al sujeto, quien para constituirse como tal debe alinearse y moldearse a dictados de otros.
Ser presionado continuamente para algo que nunca será completamente, pues la masculinidad como dimensión imaginaria actúa como el dinero: nunca alcanza, es una forma privilegiada de alienación subjetiva. La jerarquía es el criterio que permite establecer un orden de superioridad o de subordinación entre personas, instituciones o conceptos. Es decir, la organización o clasificación de categorías o poderes, siguiendo un orden de importancia.
El poder del macho
Es el concepto que designa una forma de organización de diversos elementos de un determinado sistema en el que cada uno está subordinado al elemento inmediatamente superior. Ser hombre, educado como tal en una sexualidad jerarquizada sobre otras, es la base de este sistema de privilegios.
La definición del término Privilegio, del latín privilegĭum, “es una ventaja especial o una exención de una obligación que disfruta alguien por la concesión de un superior o por su propia capacidad y circunstancia. Existen muchas maneras de entender el concepto de privilegio. Los privilegiados, por lo tanto, gozan de mejores condiciones que los ciudadanos comunes. Es una ventaja especial o exclusiva de la cual gozan algunos.”
El pago por sexo se constituye en el eje central de la Tpfes, sistema de jerarquías por un lado y reputaciones por el otro. Llamamos ‘reputació’n a un proceso continuo de percepción-valoración del grupo de referencia sobre la persona, que determina el grado de integración o rechazo y afecta a la autopercepción, a la autoevaluación y, también, regula su comportamiento.
Goffman afirma que los griegos crearon el término ‘estigma’ para referirse a signos corporales con los cuales se intentaba exhibir algo malo y poco habitual en el status moral de quien los presentaba. Luego el cristianismo agregó dos acepciones, signos corporales de la gracia divina y signos corporales de perturbación
¿Nos estaremos refiriendo a los cuerpos y sexualidad femeninas? Sí, esta es la realidad que debemos transformar. En el estudio Images[1] que hicimos en Méjico, Chile y Brasil, indagamos a hombres y mujeres. En cuanto al pago por sexo, en Brasil más de la mitad de los varones señalaron haber pagado por sexo alguna vez en su vida, cifra bastante menor en Chile (22 por ciento) y México (18). De los hombres que señalaron haber pagado por sexo, entre un 14 y un 17 por ciento señaló que sospechaban que ella tenía menos de 18 años y entre un 7 y un 8 creían que había sido forzada o vendida a la prostitución, manteniéndose casi la misma proporción entre los tres contextos.
Estas son realidades. Los mitos que contextualizan esta violencia son palabras cotidianas, comunes, que validan y dan pie al pago por sexo como cuota denigrante para hacernos ‘hombres de verdad’. Las Masculinidades somos piedra y tradición. ‘Piedra’ por el tiempo cultural que moldeó nuestros cuerpos y por ende nuestra sexualidad: no somos ni nuevas ni viejas, sedimentadas en las tradiciones que lo no queremos perder, que es la apropiación material y simbólica del cuerpo y la sexualidad de otros y otras, los y las diferentes, los y las que no tienen nombre, aquellos que sólo son una cifra, un dato que alimenta el morbo social, los bolsillos ajenos y algunas políticas públicas rimbombantes.
Mientras no registremos el paso del tiempo y de las culturas en esas sedimentaciones, seguiremos alimentando el monstruo de mil cabezas que nos corrompe y deshumaniza. Reencarnarnos en procesos sociales y políticos de transformación de estas realidades es parte de una tarea lenta y ardua pero propia. Sin ella, la explotación sexual comercial y sus redes seguirán engrosando sus arcas y llevándose mujeres, niñas y niños. Sin el involucramiento real y concreto territorial de niños, jóvenes y hombres en procesos de equidad y no violencia seguiremos validando tradiciones que nos consumen y seres de piedra deshumanizados.
Es tiempo de humanizar esta piedra moldeada, hacerla carne propia y comenzar a transformarnos cada día -cada segundo, a cada instante- en seres humanos de derechos y no de apropiaciones ajenas.
[1] Barker, G. y Aguayo, F. (coords) (2012) Masculinidades y Políticas de Equidad de Género: Reflexiones a partir de la Encuesta IMAGES y una revisión de políticas en Brasil, Chile y México. Rio de Janeiro: Promundo.
(*)Coordinador de la Campaña Lazo Blanco de Argentina y Uruguay (www.lazoblanco.org) y director del Instituto de Género Josep Vicent Marques (hugo.huberman@gmail.com).