Por Ricardo Frascara. Otra nota más con la mirada de siempre, mirada longitudinal. Lo que pasa hoy viene de lejos y la comparación con otros tiempos deja muchas enseñanzas. Boca, el fútbol, el hincha, y un poco más también.
Cayó el último pétalo de la margarita que desgranaba Boca sobre el futuro del Virrey, que en realidad fue cortado para acelerar el proceso. A lo largo de varios años y fallidos intentos de recuperación de su fútbol, Bianchi fue el astro ausente. Las tribunas de la bombonera vibraban cada vez que caía un DT, pero el añorado Maestro de maestros no llegaba. Un día, finalmente, el semidios esperado volvió al nido de su éxitos.”¡Ahora sí!”, dijo la dirigencia del club, y la hinchada, los jugadores, el barrio, el Riachuelo, los boquenses en el exterior, todos a coro, gritaron “¡Ahora sí!”
Hace 20 meses Boca volvió a mirar al cielo, volvió a creer. Hasta que la realidad se abatió sobre el mundo azul y oro. La copa se escapó, el campeonato se diluyó, los hombres que pidió Bianchi, y se los trajeron, no funcionaron, las defensas fueron un tembladeral constante y los ataques eran flanes. Lo único que le quedó a los boquenses fue aferrarse a otro semidios: Román. Su solo nombre sacudía a los ancestros y a las generaciones actuales. Se tiraron flores Bianchi y Riquelme: entre los dos iban a llevar el barco a buen puerto. Hasta que, con sus intermitencias de los últimos tiempos, Riquelme, el hombre del gesto ausente, transpiró sus últimas gotas, agachó la frente y asumió su destino: volvió a ser un expatriado de la Boca.
El ex crack acusó al Virrey de no haberlo defendido, sin tener en cuenta que Bianchi ya no tallaba en Boca; por imperio de los resultados se había transformado en un fantasma del pasado glorioso. Y como todos sabemos, las glorias ganadas quedan en los cuadros, la tribuna vive el presente, la hinchada no tiene paciencia, los dirigentes de Boca, que ya hace rato que no están encabezados por ninguna figura preponderante, son tan humanos como el que más, en lo que a desorientación se refiere.
Desmembrada la ilusión, decaídos los ánimos, gastadas las gargantas de tanto aliento vano, Boca ahora trata de renovarse a los manotazos. Es que no hay tiempo para pensar y eso es muy malo, aunque el hecho de pensar esté devaluado. Boca, que como reza la historia “es un sentimiento, un estado de ánimo”, no puede razonar objetivamente. Las tribunas laten, su ritmo dice ¿qué te pasa Boca?
Y a Boca Juniors, no nos podemos engañar, le sucede lo que a todo el fútbol argentino. Se cortaron líneas de enseñanza, desapareció el espíritu del potrero, los pibes pegados al alambrado perdieron los ejemplos en los que se apoyaban; hasta la pelota, que era nuestro amor de chicos, no recibe más caricias, sólo la tratan a las patadas. Nadie sabe cómo manejarla. Desde la infinita nebulosa en la que ahora habitan, sufren Angelito Labruna y René Pontoni, Tucho Méndez y Capote De la Mata, Heleno Da Freitas y Eliseo Mouriño, ven cómo la pelota ahora solamente choca y rebota.
La velocidad desbocada, la fuerza física mal utilizada, la picardía transformada en solución artera, han alterado completamente la esencia del fútbol. ¿Quién baja una pelota ahuecando el pecho? ¿Quién la lleva cortito contra el pie? ¿Quién sabe dónde pegarle para guiar su rumbo a la red? El fútbol, “la dinámica de lo impensado”, como decía Dante Panzeri, se ha convertido en el vértigo de lo inaudito.
Así, sin saber por qué, los hinchas, que ahora para colmo ven a su equipo fecha por medio, conforman una especie de manada loca que no encuentra el madero al que aferrarse para seguir a flote. Manotea en busca de una estrella guía. Por lo tanto, cree en los Reyes Magos. Por eso cuando los Bianchi, los Merlo, los Ramón Díaz, los desilusionan hasta el fondo de su alma quedan a la deriva, porque hasta los colores de las camisetas les ha desvirtuado el marketing. Boca Juniors, el principal representante histórico del fútbol argentino en el exterior, desde aquella iniciática gira de 1925 en la que enarbolaba su bandera futbolística un crack como Roberto Cherro, Boca, digo, no escapa a la generalidad, como distintivo de una época en la que los colores de nuestras amadas camisetas lucen sólo distintos tonos de gris.