Por Simón Klemperer. Argentina llegó a la final del Mundial. Casi sale campeón y nos hace a todos más felices de lo que la felicidad misma podía imaginar. Sin embargo, esa cosa llamada alegría quedó relegada a un ámbito externo a la cancha misma. Adentro había otra cosa un poco más triste.
Huevo
Por un lado se escucha, y no sin desatino, que la selección argentina jugó un fútbol perfecto los últimos dos partidos, que el equipo se fue armando y consolidando en el transcurso del campeonato, y que pasó de tener las esperanzas en el ataque a tener las certezas en la defensa. Hasta ahí nada que rebatir. También escuchamos que se pasó de un equipo centrado en las individualidades a uno sustentado en el trabajo en equipo, en lo colectivo, y en un grupo unido, lo cual puede ser, incluso, cierto. Todo eso hay que aceptarlo porque sería terco negar la evidencia. Argentina jugó perfecto ¿y entonces? ¿Con eso qué? Jugó perfecto en cuando a la anulación del juego del otro, fue estratégico, inteligente y puso todos los huevos del canasto. ¿Y qué pasa con todo eso? El fútbol perfecto del que hablan algunos no es más la amargura total para otros. Entrar a la cancha a anular al contrario es un acto de la más despiadada y triste perfección.
Si Argelia o Chile o Corea entran a la cancha anular a Alemania, sería comprensible dentro de la tristeza que eso supone. Siempre es triste saberse equipo chico y entrar a la cancha a defender porque se sabe que, además de tener que perseguir a los demás, y de destruir el juego de los demás, de pasarla mal mientras los otros juegan, y de destruir mientras los otros construyen, se sabe que además de eso, suelen ganar los otros. La estratega defensiva suele durar lo que dura, hasta que deja de durar. Un vez que por algún desperfecto de la máquina destructora, el organismo creador mete un gol, la máquina destructora no tiene ni las capacidades ni el tiempo necesario para convertirse en organismo creador.
Decía Dante Panzeri que “ganar sin gustar puede ser un transitorio negocio que no discuto. Pero es también, con absoluta seguridad, una lenta manera de marchar hacia la derrota”.
Pero hay algo más que hace ruido y que, por lo que parece, no tiene que ver con este Mundial, ni con Sabella, que tiene que ver con la historia reciente de Argentina en los Mundiales. Da la sensación de que las veces que nos ha ido bien, ha sido cuando menos creadores hemos sido. Tanto el 86 como el 90 -allende las capacidades salvadoras del mejor jugador de todos los tiempos y todos los planetas (y no hablo de Román, sino del Diego)- hemos jugado con exitosos equipos no demasiado brillantes en cuando a la creación de un fútbol disfrutable. Después, cuando jugábamos fútboles más ofensivos, perdíamos, y al parecer nos hemos vuelto a constituir como equipo defensivo.
Más huevo
Cuenta el sociólogo Roberto Di Giano que el partido contra Alemania en Italia 90, donde no se pasó la mitad de cancha, los jugadores fueron recibidos al llegar al país más como héroes que después de ser campeones en México 86 ¿Por qué fuimos héroes y no cobardes si no atacamos más de tres veces en el 90? Algo de lo mismo pasó el domingo. Da la sensación de que no nos gusta tanto el fútbol como la victoria, a pesar de que para conseguirla haya que centrarse en anular al contrario. Mascherano es el héroe en el país de Messi. Los huevos son el emblema de un país tremendamente creativo. La selección argentina iza la bandera bostera o del pincha y grita “huevo, huevo, huevo”. No sorprende que el huevo lo pida la hinchada de Quilmes en un deslucido Apertura, pero sí que lo grite el país entero teniendo el equipo que podría tener. Es el granero del mundo dándole de comer a las palomas.
Somos, parece, un Uruguay grandote. Somos buscadores de hazañas, amantes de la garra y la pasión. No hacemos fútbol, hacemos patria. “Estamos orgullosos del equipo”, decimos, como si fueran nuestros hijos que vuelven de la guerra. Y no, no son nuestro hijos, ni nuestros amigos, ni nuestros primos, son un equipo de fútbol europeo, que se entrena bajo las mismas condiciones que los alemanes, que podría jugar tan bien como los demás y enfrentarse de igual a igual a cualquiera, y no lo hace. En algún lugar y algún momento, se incubó el miedo, el conformismo y la mediocridad. La creación, la imaginación, la alegría y el riesgo fueron desterrados a paraísos lejanos.
Somos una rara mezcla entre portadores del ego más grande del mundo y los equipos más temerosos de todos. No salimos a la cancha a ganarle a casi nadie. A Bosnia no, a Irán sí. Nos agrandamos para preguntarle a Brasil qué se siente tener en casa a su papa, pero nos achicamos para salir a la cancha contra Alemania. Tal vez sufrimos demasiado las derrotas de Basile, Bielsa y Pékerman y hemos resuelto que no nuestro es el huevo y no el acto creativo.
Y no, no voy a negar en ningún momento que Argentina planeo perfecto los partidos finales, que no perdió ningún partido durante los 90 minutos, que podría haber ganado la final, y tampoco que me aburrí una bocha en todos los partidos. Salvo, podríamos decir, la final, donde Alemania daba espacios porque ellos sí estaban dispuestos a jugar. Yo creo que Messi debe estar aburridísimo en este equipo. Creo que acostumbrado a un equipo que juega y propone siempre, debe ser un embole tremendo tener que formar parte de ese equipo donde desaparece por completo hasta que logra meter un gol milagroso. Se aburré él y se aburren los demás. Lo que pasa es que la pasión no nos deja ver que estamos aburridos. Estamos demasiado implicados en el partido y el resultado que no nos importa si se juega bien, mal, más o menos, o lo que sea que sea.
Hay más Vignolos que Latorres. Mientras uno se olvida de la profesión mientras relata el partido, putea al arbitro y grita consignas lacrimógenas, el otro piensa y matiza. Uno hace de todo un todo absoluto, el otro, sentado al lado, soportándolo, sopesa pros y contras y hace de un partido de fútbol, un partido de fútbol, y no una cuestión de Estado. Un esquizofrénico sentado al lado de un tipo sensato. Así están las cosas. Hasta Juan Sasturain, siempre libre desmarcado en su prosa de las practicidades de la de vida, habla en su contratapa de los huevos de Mascherano. Algo no anda bien. Hará falta una guerra por algunas islas para descargar tanto amor por el país.
Y más que huevo
Argentina jugó mucho mejor en los partidos que propuso defender que en los partidos que propuso atacar. Contra Holanda jugó “perfecto” y fue un bodriazo. No pasó nada en ningún lado. Holanda también salió a anular al contrario y se anularon entre dos equipos que no pretendían jugar. Anularon a la nada misma. Se enfrentaron a la ausencia. Y así, entre el triunfo y el placer, se abre un debate irresoluble que solo tiene que ver con aquello que cada uno de nosotros decida para vivir su propia vida. Cuando un país se aferra tan acríticamente al catenaccio es que algo malo sucede. Mi humilde opinión es que somos unos cagones. Y para disimular tanto cagazo construimos la épica de un equipo que dejó todo en la cancha. Prefiero morir atacando que vivir defendiendo. Prefiero la muerte al sufrimiento. “Aburrirse es besar la muerte”.
Como decía Fernández Moores parafraseando a no sé quién: “mientras más hay en juego, menos se juega”. Había tanto en juego en los últimos partidos que no se jugó a nada. Se trabajó correctamente, se aplicó la infelicidad en su grado sumo con niveles tremendos de perfección, Mascherano mediante y ahora, a cantarle a Gardel. Todos orgullosos de un equipo unido, que salió a la final pensando que “el que menos se equivoque va a ganar”, dejaron suelto un segundo a Götze, y perdieron. Difícil encontrar un pensamiento más amargo a la hora de plantear un partido. Aunque es verdad también que dicen que las finales no se juegan, se ganan. Que las finales no son los momentos adecuados para jugar lindo, sino que hay que hacer lo necesario para ganarlas. Hay que ser pragmáticos señores. Pragmáticos. Porque ahora resulta que ganar sirve para algo.
Ahora resulta, como dice Darío, el filosofo pincha de apellido impronunciable, que “no se juega como se vive”. Y bueno, habrá que conversarlo, pero me parece que es medio demasiado grouchesco. O sea, resulta, que tenemos unos principios para vivir pero después cuando jugamos tenemos otros. ¿Cuáles otros?, pregunto yo. ¿De donde los sacamos? Nos gusta vivir, jugar, disfrutar, sonreír, saltar, cantar, pero cuando jugamos nos gusta ganar. “Ganar, -dice Darío en el diario Perfil y en 6-7-8- es hacer más goles que el rival”. Eso también lo dice el reglamento, pero también puede ser que ganar sea hacer lo que uno quiere hacer, y hacerlo con convicción, y saberse convencido de los principios, y saberse feliz y amante de los propios actos. Eso también es ganar. Querer ganar pensando en no perder es otra cosa, valida, respetable, pero otra cosa. Ahora, si el progreso implica orden ante todo, no progresemos entonces, y si salir campeón del mundo implica salir a anular el juego del otro, entonces no seamos campeones de nada. Yo declaro mi respeto por ese pensamiento, pero no juego en ese equipo. Si a mí Sabella me llama mañana y me dice que juegue en su equipo le digo que no. “No gracias Sabellita, ya arreglé con unos amigos para ver el partido por la tele y no los quiero dejar colgados. Además, juego todos los jueves y me divierto mucho más que ustedes. Y a veces pierdo y me divierto igual. Incluso, a veces gano y me divierto también. Jueguen ustedes, tranqui, no se preocupen por mí, pero si les falta gente conozco un filosofo que seguro se copa”.