Hugo Huberman*. Aunque ellas trabajan, deben responder al mandato de ser madres abnegadas y compañeras. Aunque sean migrantes o únicas responsables del hogar. Segunda parte de la nota para pensar cómo el patriarcado se cuela en la familia.
La complejidad del mundo contemporáneo, las transformaciones en el mundo laboral, los cambios tecnológicos a escala global, la apropiación y el desarrollo de los derechos de las mujeres y su entrada al mundo laboral, de las ciencias y de la política generaron cambios en nuestras vidas de relación de una manera impactante. El sociólogo alemán Ulrich Beck hace mención a sociedades de riesgo global, es decir que tanto los fenómenos de la naturaleza que vivimos como la convivencia social aumentaron profundamente los niveles de vulnerabilidad de todas nuestras comunidades. Riesgo y mayor vulnerabilidad junto con la ampliación de la plataforma de derechos parecen ser el perfil de estos tiempos. Pero ¿cómo vivimos estas realidades desde nuestras convivencias entre humanos y humanas?
Nuestra vida social está regida por el desarrollo de nuestras familias en general. La Convención Sobre todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (Cedaw) incluye la noción de “responsabilidades familiares” y señala que se debe estimular la provisión de servicios sociales para permitir que ambos padres combinen sus obligaciones familiares con las responsabilidades del trabajo y la participación en la vida pública. Esta noción es posteriormente enunciada en el Convenio 156 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Además, subraya la importancia de impedir la discriminación contra las mujeres por matrimonio o maternidad y asegurar la efectividad de su derecho a trabajar.
Maternidades y paternidades son constructos culturales situados en cada cultura de manera diferente, e implican una connotación política, jurídica y de jerarquías atravesadas por las variables de etnia, edad y acceso a recursos y derechos. Hoy, en América Latina y el Caribe, la migración es crecientemente femenina e implica extensas cadenas de cuidado encabezadas, en la mayoría de los casos, por madres, hermanas y abuelas que permanecen en los países de origen.
Se trata de mujeres que resuelven enormes vacíos tanto en los países a donde viajan como en sus naciones de origen y, de esta manera, subsidian a las economías a través de su trabajo. Ello, sin embargo, a costa de considerables costos personales y familiares.
En Ecuador, Dominicana, Nicaragua y Perú en áreas rurales, el trabajo con mujeres debe supeditarse a las decisiones de la consulta a los hombres, que son los migrados y que envían sus remesas puntualmente, de modo de hacer valer sus dividendos patriarcales.
Familias monoparentales y pobreza
El trabajo y las relaciones familiares no pueden escindirse. La aparición de diversidad de familias, formas y decisiones que se toman dieron como resultado nuevas configuraciones. Uno de los cambios más importantes registrados en la región es el incremento de los hogares con una sola persona adulta a su cargo. Esta persona es casi siempre mujer. De hecho, la proporción de familias encabezadas por mujeres representa hoy, en promedio, un 30 por ciento del total de los hogares en la región. En países como Nicaragua, la cifra se eleva a casi 40 puntos porcentuales.
Los hogares monoparentales liderados por mujeres enfrentan enormes dificultades para combinar el trabajo doméstico y de cuidado con las actividades remuneradas. Definimos el trabajo de cuidados como “actividades que se realizan y las relaciones que se entablan para satisfacer las necesidades materiales y emocionales de niños y niñas o de adultos y adultas dependientes. Allí se enfatiza la relación entre la esfera doméstica y la disponibilidad de servicios de cuidado, tanto estatales como privados.
El hecho de que las mujeres hayan ocupado un lugar subordinado en el ámbito público y hayan sido recluidas en lo privado -no sólo como espacio doméstico de la reproducción sino también como espacio clausurado, que no implica más relaciones sociales que las familiares- hizo invisibles sus problemas sociales y su lugar en el diseño de las políticas públicas, sostiene la educadora feminista y estadounidense Nancy Fraser.
Encontramos datos aparentemente contradictorios. El primero es que la mayoría de las mujeres a cargo de hogar (entre el 52 y el 77 por ciento) están en el mercado laboral.
Sin embargo, estos hogares tienden a ser más pobres: en 11 de 18 países de la región la incidencia de la extrema pobreza es superior aquí que en el resto de las familias. ¿Por qué?
La principal causa está asociada a los menores ingresos que perciben estas mujeres debido a la discriminación salarial, por la mayor dificultad que enfrentan para conciliar el trabajo remunerado con las responsabilidades familiares sin contar con la ayuda de otros adultos. Frente a una oferta y cobertura de servicios preescolares insuficientes, estas mujeres deben buscar alternativas que generalmente van en detrimento del cuidado de sus hijos o hijas; o del trabajo en que se insertan.
La construcción de la domesticidad femenina fue más cultural que real, pero está tan arraigada que inspiró tanto políticas públicas como legislación laboral, prácticas sociales y negociaciones familiares. De hecho, persisten en la región dos mitos que están arraigados bajo la forma de percepciones muy poderosas y que residen en la base de las tensiones entre trabajo y familia: el primero, encomienda a las mujeres el cuidado de la familia, hijos e hijas como su principal tarea; el segundo, las considera una fuerza de trabajo secundaria, cuyos ingresos son un complemento de los recursos generados por los hombres.
El ‘deber ser’ se aprende
La forma en que se distribuyen las tareas al interior de una familia no es simplemente producto del azar o de las habilidades específicas de cada uno de sus miembros, ni siquiera de cuán ingenioso pueda ser un grupo familiar para distribuir las distintas responsabilidades. Es algo que aprendemos desde que nacemos y que se transmite por modelos culturales más que por teorías.
En nuestra sociedad occidental hay predominio de una asignación bastante rígida de los papeles que juegan hombres y mujeres, ya sea dentro como fuera de su unidad familiar. Tanto es así que desde los años 1950 esta realidad se conceptualizó como roles o papeles de género, lo que se define como el conjunto de conductas asignadas social y culturalmente a hombres y mujeres.
Fue tan rígida esta asignación que las personas quedamos entrampadas en unas características que, en pos de la complementariedad de la pareja, constituyen una oposición básica de lo femenino y lo masculino. Deconstruir esos mandatos liberan a las personas de la discriminación patriarcal por género y las aproxima a una nueva mirada sobre qué es maternar y paternar.
(*)Coordinador de la Campaña Lazo Blanco de Argentina y Uruguay (www.lazoblanco.org) y director del Instituto de Género Josep Vicent Marques