Por Martín Estévez. El rapto del féretro de un líder político por parte de un grupo de seguidores para homenajearlo de manera íntima da rienda suelta a sus posturas políticas, sus fervores, esperanzas, miedos y dudas.
La muerte de un líder popular genera el secuestro de su cadáver por parte de un grupo de jóvenes militantes para la realización de un homenaje íntimo en el que darán rienda suelta a sus posturas políticas.
Esa es la historia que aborda la obra teatral La vida compartida, escrita y dirigida por Pablo Caramelo, cuya puesta puede observarse todos los viernes a las 23 horas en el teatro independiente Abasto Social Club -Yatay 666, Ciudad Autónoma de Buenos Aires-.
El fervor político ocupa la atención durante el comienzo de la obra, pero de a poco ese entusiasmo conmovedor va dejando lugar a otras sensaciones. Del pregón se pasa a la desilusión y a la disputa interna. La “juventud maravillada” de “un país latinoamericano” -con algunas evidentes reminiscencias propias de nuestra nación- llora la muerte de un líder que habría vuelto a su patria para “unir al país” en torno de una revolución de los oprimidos. Eso piensan y vociferan recurrentemente los cinco militantes populares que con alma y vida se entregan al proyecto colectivo. La que llevan a cabo es una batalla por una herencia política, por un legado, por la apropiación de una figura en disputa. La apropiación de hecho se hace de la manera más literal aquí, con el rapto del féretro.
El comienzo de la obra atrapa: un grupo de jóvenes, encerrados en un amplio espacio, se prepara para una acción clandestina. Las palabras sobran, nos tenemos que guiar, por lo tanto, por miradas, gestos, por los movimientos de esas cinco figuras yendo y viniendo nerviosamente de aquí para allá, carcomidos por una ansiedad que delata la importancia del suceso a acontecer, hasta que finalmente todos se reúnen en círculo en el centro de la escena y deciden iniciar la acción.
Los tres varones -Diego López, Federico Iglesias, César Riveros- se retiran, armas en mano. Dos mujeres -Luciana Serio y María Viau- esperan el regreso, una con un arma, la otra, con un libro. De pronto se escuchan ruidos, se oye el estampido de una frenada y las puertas de un auto que abren y cierran intempestivamente. Como en una procesión, los jóvenes ingresan con el ataúd encima de sus hombros, y comienzan sus discursos grandilocuentes, a viva voz y espasmódicos movimientos, en homenaje a un líder que según ellos es inmaculado. Lo presuntamente íntimo y clandestino de la situación choca con el discurso típico del acto político y público. Así los oímos gritar sus verdades, el lugar desde donde se apropian del legado que habría dejado, que más que con sus acciones tiene que ver con la construcción que ellos han realizado de su figura, la de un héroe superior.
¿Esa es la mirada de la juventud militante del pasado reciente que da el autor de la obra? Caramelo sabe que nada es tan simple, y por eso no se queda allí. En las siguientes escenas vemos que el cajón, en realidad, está vacío, ¿y si todo entonces fuera una parodia?, recordamos qué dijo uno de los personajes al inicio. Del acto conjunto y sin fisuras se pasa a la discusión entre ellos hasta trenzarse en una riña colectiva, a pelear por dinero y por la posible traición, siempre acechante a la vuelta de cualquier esquina. Así, la efusividad se troca en desilusión descorazonadora, aunque el grupo termina por superar sus problemas.
Finalmente, ¿el cuerpo fue sustraído antes del rapto -se lo apropiaron otros- o se trata de una aguda metáfora sobre el hecho de que la imagen del líder, tal como lo pregonaron sus seguidores, en realidad es parte de sus encendidas imaginaciones, y lo que importa es lo que ellos hagan con eso de ahora en más? Esto seguramente formará parte de los debates inevitables que esta obra genera en los espectadores.
La austeridad de la escenografía, el laconismo de las luces, la cotidianeidad de las vestimentas, refuerzan un clima de sospecha permanente que no se pierde durante los cincuenta minutos que dura la puesta. Los trabajos de López, Iglesias, Riveros, Serio y Viau son uniformes y logran encarnar fielmente las posturas de sus personajes. Por momentos conmocionan, aunque, por la permanente grandilocuencia de sus gestos, a veces rozan la impostación.
Quizás esto suceda porque la obra se detiene demasiado en la retórica y por partes la teatralidad queda en un segundo plano, pero esa precisamente parece ser la búsqueda de Caramelo con esta obra con la que pretende indagar en el pasado latinoamericano y disparar diversas reflexiones en un público que no podrá fácilmente quitarse esta historia de encima.