Por Pablo Potenza. A través de las letras del mejor rock nacional, una mirada sobre el presente en nuestra cotidiana urbanidad, entre inseguridades, exilios que no lo son tanto y el estado de una lengua que se empobrece a cada paso.
“¿Cuándo subiste a mi tren, mujer, que yo no te vi?” se preguntaba Javier Martínez en 1970 y cantaba Alejandro Medina con la expresión tensa y sostenida propia del soul. La atención, antes que al sujeto, se dirigía al tiempo: ese momento originario que está diluido en la historia de una pareja transitoria, unida con la misma naturalidad que habilita la posterior separación arbitraria. Puro presente. Acompañamiento. Compañerismo. Trasfondo humanista que despliega una estética basada en un fondo de libertad, respeto, amor y confianza. Se está con el otro por el placer de estar, por las ganas de compartir un espacio de comunidad abierta, sin restricciones: “los que estén en el camino, bienvenidos al tren”, continuaban la metáfora Charly y Nito llamando al viaje humanitario, mientras Pappo convocaba a hacer el amor antes de partir en “el tren de las 16”. Bienvenidas, encuentros y despedidas, entonces. Se trata de la ética del hippismo: pasión por el otro más allá de las palabras, de los tiempos y de las ideologías. Por eso en la letra de la canción de Pappo se busca no solo el contacto físico sino también la acción contemplativa: “ir caminando un rato bajo el sol”. También Manal, en la canción citada, resalta la unión en la caminata silenciosa: “Caminamos una calle sin hablar: Avenida Rivadavia”.
El espacio indeterminado de Pappo se concentra en Manal y se fija en la ubicación concreta: la ciudad de Buenos Aires. Ya estamos dentro del relato conocido: el caminar por la avenida es el “divagar” y el “naufragar” por la zona de Once, desde el bar La Perla mirando hacia el Congreso. Sin embargo, por tratarse de la tan conocida “avenida más larga del mundo”, la zona se extiende abarcando largos espacios que se adentran hasta el primer cordón suburbano. Es decir, estamos hablando de una época en la que, en Buenos Aires, a lo largo de varios kilómetros, se podía, se acostumbraba, se quería caminar extensamente para, de pronto, darse cuenta de que uno no estaba solo sino que alguien nos acompañaba y nos volvía a dejar, habiendo hablado o en silencio, pero felices por la comunión.
2014. Avenida Rivadavia y una esquina cualquiera de la ciudad de Buenos Aires. Estoy por cruzar, pero el hombrecito blanco desaparece y deja lugar a números rojos que en cuenta regresiva miden mi tiempo y me alertan sobre el inminente peligro: me quedan quince segundos. Soy prudente. Me detengo. Espero. Catorce segundos: alguien se detiene a mi lado. Trece: comienza a hablar. No miro, pero me doy cuenta de que son más de uno. Doce. Hombre. Mujer. Hombre. Once. Uno de los hombres dice que allá es tranquilo. Diez. Dice que puede dejar la bicicleta en la puerta. Nueve. Allá es otra cosa, dice el otro hombre. Ocho. Todavía se vive ese clima de pueblo, insiste el primero. Siete. Tampoco es que me voy y dejo la puerta abierta. Seis. Cierro con llave, eso sí, aclara. Cinco. Acá es diferente, ¿no? Cuatro. Sí, acá es otra cosa, confirma el otro hombre. Tres. Silencio. Dos. Bueno, vos sabés lo que estamos viviendo acá, amenaza la mujer. Uno. Silencio. Hombrecito rojo. Cruzo Avenida Rivadavia y como en la canción de Manal: “pensé, pensé”.
¿Qué es lo que estamos viviendo acá?
En la televisión cuentan que una chica conocida, modelo o actriz, sufrió un hecho violento. Parece que la pasó mal. Parece que se asustó mucho. Parece que se va un tiempo a España. Agregan entonces que se va por miedo, porque tiene miedo de seguir viviendo en esta ciudad. La chica escribió una carta abierta donde dice: “yo también me quiero ir”.
El “también”, ese adverbio tan inclusivo, es una palabra perfectamente elegida: desde su condición de unicidad se abre hasta una totalidad inmensa. Más allá del problema, del dolor, de la decisión personal, que podemos comprender, la palabra es tomada por los comunicadores televisivos para remedar una situación límite ya superada: los que se van y los que se quedan, los que se tienen que ir y los que se tienen que quedar, los que se escapan y los que aguantan, los que no pueden más y los que esperan. ¿Exilio o resistencia?
Es difícil no caer en el lugar común, pero la tentación solo se alivia cumpliéndola, entonces, aquí tenemos que recordar la frase de Karl Marx ya convertida en aforismo recurrente: “la historia se presenta primero como tragedia y luego se repite como farsa”. En los años ’80 la discusión era pertinente dada la inmensidad de argentinos exiliados por razones políticas. También lo fue hace unos años, a partir de otra gran masa desterrada del país por razones económicas. No es el caso actual. No hay desplazamientos colectivos hacia el exterior. No existen amenazas de poderes totalitarios.
Sin embargo, la amenaza, como buena operación retórica, se manifiesta en este siglo XXI de manera discursiva. Es en el discurso vacío, hueco, llano, liso y literal donde se está realizando el cambio de costumbres. En la lengua que convierte lo particular en universal, en la historia que iguala presente y pasado, en una porción del arte que amábamos -léase rock- que abandonó todo fondo para centrarse en la forma pegadiza, donde la armonía simple se banaliza, antes que por su simpleza, por la repetición de fórmulas conocidas, para poder ser una red lógica que sostenga la estructura letrística basada en la repetición y la rima (Andrés Calamaro es el exponente más fiel de este estilo (la chica en cuestión es su ex-mujer)).
La lengua es, entonces, todo para nosotros, allí radica el pulso de un país. El nombre Manal era una derivación o, más bien, una deformación de la palabra “mano”. Cuando los hippies del bar La Perla se encontraban, solían saludarse diciendo: “¿Cómo viene la mano?” Dentro de su cotidianeidad creativa, deformaban el lenguaje para divertirse, para jugar, para crear y, en síntesis, para vivir. El juego derivó en otra expresión: “¿Cómo viene la manal?” De ahí el nombre, por originalidad metafórica y por simpleza críptica.
Pareciera que hoy la “manal” no viene muy bien. No tanto por exilios que no existen o por inseguridades exageradas, sino por un estado de la lengua que pasó de lo metafórico a lo literal, empobrecida por insipidez, ausencia de niveles de sentido y significados armados a través de la insistencia y el atajo. “Una burla que volaba se escapó”: así concluía la canción “Avenida Rivadavia” para que el personaje de Manal volviera a “pensar”. Tal vez sea momento de “pensar”, hoy, en dejar también que algo “se escape”, que quede libre, fuera de tanto control, para que las alertas de los semáforos nos convoquen a participar de encuentros de esquina transitorios, antes que en deseos de pavor y huida.