Por Martín Di Lisio. Un recorrido por la polvorienta, combativa y caótica ciudad de El Alto, la más poblada del altiplano boliviano y cuna de luchas históricas. Allí se inauguró el teleférico urbano más alto y más largo del mundo, que la une con La Paz.
El altiplano andino, la meseta del Collao, es una superficie plana de cuatro mil metros de altura, encerrada entre dos cordilleras. Sofoca recorrerlo pero, a pesar de sus límites, no da una sensación de encierro. Al contrario. Siempre visibles, son un alivio los majestuosos picos brillantes, como faros que nos guían a través del paisaje: los nevados Illimani, Illampú y Ancohuma. El suelo árido del altiplano, de un color permanente, se repite y se repite hasta toparnos, de pronto, con la polvorienta, pujante y caótica ciudad de El Alto, la más poblada de toda la meseta.
Desde allí, quienes combatieron al lado de Tupak Katari controlaron el cerco de más de 100 días a los españoles que ocupaban La Paz. La historia dice que esas tierras del altiplano pasaron a manos de hacendados, que cierta vez se empezó a construir un aeropuerto internacional y que recién a mediados del siglo XX comenzarían los planes de urbanización.
El Alto tuvo desde sus inicios una impronta de auto organización, a través de las juntas vecinales. Ese germen fue creciendo hasta eclosionar, después de padecer dictaduras militares y gobiernos neoliberales, en el estallido de la Guerra del Gas en 2003, que terminó con el gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada. Durante esa lucha, El Alto se erigió como vital en la toma de decisiones nacionales, y ya nada volvería a ser lo mismo en Bolivia.
Avanzando desde el oeste por la transitada Avenida Juan Pablo II, dividida por un bulevar seco, atravesada cada tanto por puentes peatonales, y escenario de una perpetua muchedumbre que recorre las tiendas y que se multiplica a medida que avanzamos, a los dos costados se ven brotar las manzanas rectangulares y las construcciones anaranjadas, sin revocar, cada vez más altas. Juan Pablo II, repleta de combis y minibuses que trasladan pasajeros, acaba en otra avenida, la Panorámica, que es la puerta de entrada a la gigantesca olla de La Paz. Vista desde allí, la ciudad del Palacio Quemado parece una cinta de Moebius infernal, recorrida por cientos de miles de vehículos que hacen de cada intersección un espectáculo aparte.
A metros del cruce de las dos avenidas, en el extremo de la meseta y a los pies de la olla, encontramos una de las estaciones terminales del teleférico que une La Paz con El Alto.
Durante mi mismo insomnio desparejo, pensaba en el teleférico. O más bien, en qué significa para Bolivia, después de ocho años de gobierno del Movimiento Al Socialismo (MAS), con Evo Morales a la cabeza, unir esas dos ciudades a través de un transporte aéreo por cable. Lo dijimos: la red urbana de teleféricos más larga y más alta del mundo.
Hasta ahora, viajar desde El Alto a La Paz y viceversa, para las más de 300 mil personas que lo hacen a diario, era una aventura insalubre. El sistema de transporte es frágil e inestable, la demanda crece día a día y el viaje puede tardar más de una hora. “Mi Teleférico”,nombre que le dieron, prevé tres líneas: la roja, la amarilla y la verde. Después de un año de obras, se inauguró a principios de junio la línea roja que en 12 minutos une un punto de El Alto con el cementerio y la vieja pero renovada estación central de trenes. En cada una de las obras, la colocación de las torres metálicas que se erigen como monstruos en las laderas de la ciudad, el armado de las parquizaciones que las rodean, o el acondicionamiento de otros sitios y edificios, se hicieron las ch’allas, ceremonias en las que se ofrendan bienes en honor a la Pachamama, para cuidar la salud de los trabajadores que las realizaron.
Cuando la red esté completa alcanzará un trazado de 10 kilómetros, con tres líneas, 11 estaciones y 77 torres, con una inversión total de 235 millones de dólares. Cada una de las líneas podrá transportar hasta tres mil pasajeros por sentido cada hora, con cabinas que tienen capacidad para diez personas.
Me preguntaba, durante el insomnio, ¿quién se iba a imaginar en aquellos años de las guerras por los recursos naturales que el pueblo de Bolivia iba a tener a su disposición semejante sistema de transporte? Y no sólo eso, sino la construcción de una obra de ingeniería que beneficia al pueblo relegado históricamente por todas las dirigencias nacionales: El Alto, la problemática, la desordenada, la más cercana al cielo, la “piquetera”.
Dos días antes de la asunción de Evo en aquel enero de 2006, tuve la suerte de recorrer La Paz en el jeep que llevó a Morales de campaña por todo el país. Manejaba el jefe de protocolo de Evo y a su lado iba sentado uno de los hombres fuertes del MAS en aquellos tiempos. Llegamos a un bar famoso de la ciudad y al rato de sentarnos a cenar, los mozos empezaron a traer diferentes bebidas, “cortesía de los hombres de aquella mesa o de aquella otra”. El hombre del MAS sonrió saludando con un gesto y dijo en voz baja: “Estos que ahora nos regalan vino y cerveza, siempre fueron nuestros enemigos”.
En el medio de la alegría por la asunción de Evo, entendí que el camino que emprendía el MAS junto al pueblo boliviano iba a ser complejo. Repleto de enemigos, desde el fascismo de Oriente y la Medialuna, hasta las estigmatizaciones del exterior y las quintas columnas yankees caminando por las calles de La Paz. La derecha iba a estar al acecho todo el tiempo.
El teleférico que se me apareció en el despertar entre sueños, que transporta a los trabajadores y trabajadoras, a los niños, a los abuelos y a las cholas alteñas hacia el corazón mismo de La Paz, es una señal inequívoca de que nada, desde las guerras libradas en El Alto, desde las calles y avenidas de ese color permanente, volverá a ser lo mismo. Jamás.
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