Por Nadia Fink.
Después del agónico gol que mete a la selección en cuartos de final, una mirada del partido por parte de mujeres que nos consideramos bielsistas, críticas y bancamos al Pocho Lavezzi.
No hubo foto del Pocho festejando en cuero esta vez. Apenas una postal de un Lavezzi acurrucado en el banco, persignándose (o algo parecido) compulsivamente con la mano izquierda, como un símbolo de un equipo que esperaba el milagro en el segundo tiempo del alargue.
Pero al final apareció el héroe menos esperado (aunque sí el que más lo buscó) para poner (otra vez) el triunfo agónico, casi de “gol de oro”, como si la muerte súbita hubiera retornado a los mundiales.
Y entonces quedan suspendidas las críticas, opiniones sobre mezquindades en el juego, recomendaciones tácticas para dar paso a festejos, abrazos y fotos en los vestuarios una vez más donde, es inevitable, el rey volverá a ser el Pocho Lavezzi.
Y empezará de nuevo el tarareo monótono acusando de “cosificación” (los progres, no nos mintamos), mientras en el entretiempo se escucha una publicidad donde un amigo dice a los demás: “Vos vas con la diablita, vos con Caperucita…”. Si se mira bien, no es más que una envidia (no sana) masculina. Algo así como una nueva versión de: “¿En serio te gusta Axl Rose? Pero mirá que es puto”, devenido a un presente donde el lenguaje es, al menos, el lugar donde otras igualdades van tejiendo raíces más profundas.
Es cierto que durante un mes y algunos días todo lo que se vende, se mira o se consume es Mundial y, por lo tanto, fútbol; y nada más. Es cierto que algunas mujeres, extasiados sus ojos, sobrepasados sus sentidos, asistirán a un espectáculo al que sólo se acercan cada cuatro años. Pero es verdad que lo de la mujer futbolera no es novedad alguna y existen un gran número que desde hace muchos años vamos a la cancha, analizamos un partido, sugerimos cambios (aunque nunca seamos escuchadas), lo vivimos con cabeza y corazón y, de paso, disfrutamos de camisetas uruguayas apretadas bajo la lluvia y algún otro fetiche que nos otorga, de yapa, el verde césped.
Y también bancamos al Pocho porque juega bien, mete, empuja; aunque ayer no haya encontrado su lugar en la cancha, demasiado preocupado en el primer tiempo por cubrir las espaldas de Zabaleta primero y de todo el que quedara descubierto después. Bancamos a Pocho desde que era un gurí panzón que cuando jugaba en San Lorenzo en 2007 festejó un gol simulando sacar su arma tatuada en la cintura y “pum, pum”, disparó a los cabeza de tortuga que se alinean al costado de la cancha. A ese Pocho que, mitad rebeldía, mitad humorada, ante tanto mundial del reinado del DT, le echó agua al (nunca nos olvidemos) “pincha” Sabella.
Bancamos a los que se animan, lo intentan, ponen garra cuando el buen juego se ausenta, como a Di María, a favor de la urbanización de las villas desde La Garganta Poderosa y tirando paredes en la cancha buscando huecos (tan zurdo y tan tirado a la derecha al comienzo del segundo tiempo que hasta intentó una rabona para que no se le fuera por la raya). Nos gusta Mascherano, tratando de ser el caudillo, el referente que todavía busca la selección, el que Messi no puede ser por carácter aunque haga maravillas con sus pies; y también a Rojo, pasando al ataque y cubriendo mejor mientras baja, jugando hasta el calambre. Los bancamos y nos gustan, claro, más que el correcto (e inmóvil) Higuaín, esperando que le llegue siempre limpia; que el prolijo Gago sacando la patita a tiempo.
Como buenas bielsistas, nunca estaremos conformes con un equipo que no produce un juego colectivo, que (como se vio en el primer tiempo) cuando prioriza cuidar las espaldas y relevar marcas se retrasará tanto que nunca pasará al ataque en forma ordenada ni generará los espacios necesarios (como aquellos primeros equipos de Bielsa que atacaban y defendían en bloque con gran despliegue físico). Seguiremos esperando por esa identidad que la selección argentina no encuentra, como tampoco una táctica de juego que lo represente, a pesar que técnicamente los jugadores tengan mucho que ofrecer. El puñado de individualidades que a veces se junta de a tres, el talento de un Messi que siempre depende de él mismo. Tampoco nos detendremos a hablar de justicia ni de merecimientos cuando ni el fútbol ni la vida son justos sino que son.
Pero dejemos todo esto por un rato, que la Argentina festeja en el vestuario y el Pocho ya hace de las suyas, y que al menos durante un mes, si no hay buen juego, que haya belleza. Y que los eunucos bufen.