Por Ricardo Frascara. Pasaron 118 minutos y antes de que la tragedia abriera la puerta, apareció un Ángel. En tiempo suplementario, y después de varias posibilidades de gol, la selección avanzó a cuartos de finales
De primera y de rastrón. Así fue el gol agónico de Ángel Di María. Una definición básica del fútbol. Esperé con paciencia 118 minutos para ese gol clasificador. Millones de argentinos aguardaban eso en la cancha, las plazas, los cines, las casas. Esperanzados primero, angustiados después y por último eufóricos. Yo, paciente. Hasta ese momento tenía la mente en blanco. No sabía sobre qué escribir. Ni siquiera si iba a escribir. Y acá estoy nada más que porque el flaco la metió… El flaco la metió. Lo desvirgó a Diego Benaglio. De primera y de rastrón. En la única jugada de potrero del partido, Messi corrió, gambeteó a uno, siguió corriendo hasta la puerta del área, atrajo al resto de los defensores helvéticos, y se la puso en los pies a Di María, que por primera vez en la tarde de San Pablo estaba solo. Como el antiguo wing derecho, el de Real Madrid cantó truco. Saltaron frente a mis ojos Mario Boyé, Vernazza, Muñoz, Salvini, Facundo. Los cañoneros derechos que rompían redes en un suspiro. Di María quedó enroscado con ellos. Su pelotazo, que no levantó un centímetro del suelo, se alojó allá en el rincón, lejos de la estirada del arquero, pero cerca del sol. Había pateado 12 veces, fue por mucho el que más probó, hasta que la magia llegó: le dio la última puntada a la tela de oro que había tejido Messi. El director de la orquesta por fin había encontrado un solista. Entre los dos armaron el concierto que corearon millones de San Pablo a Ushuaia.