Los manglares son ecosistemas extraordinarios. En El Salvador, un grupo de mujeres se encarga de la vigilancia y cuidado del bosque de manglar de Garita Palmera y Bola del Monte. De esa forma, sostienen la vida de las comunidades de San Francisco Menéndez, en Ahuachapán.
Por Krissia Girón y Eugenia Olan | Fotos Katya Romero*
El agua y el viento se escuchan entre las ramas en el manglar. El manglar es fuente de vida; un bosque fangoso en cuya base las aguas dulces de los afluentes se encuentran con las saladas del mar. El ritmo de las aguas y sus mareas da armonía y resistencia a los inmensos mangles, cuyas raíces, como bailarinas en puntas de pie o como miles patas de flamencos, permanecen sobre la superficie y se adaptan a la salinidad de las aguas. El manglar es un ecosistema de asombrosa plasticidad natural y por eso mismo es tan valioso.
—Si no tenemos manglar, no tenemos agua. Si no tenemos río, tampoco.
La que habla es María del Cid. A las 7 de la mañana, puntual, va desde su comunidad en Bola del Monte hacia la carretera que conduce a Garita Palmera, donde se encuentra uno de los manglares de la zona baja de San Francisco Menéndez, en el fronterizo departamento de Ahuachapán, El Salvador.
María llega hasta El Mirador, un hotel turístico con servicio de lanchas, que utilizan para recorrer el manglar. Ahí la espera Glenda Lara. Las dos llevan ropa ligera, porque el lugar es extremadamente caluroso. Están organizadas en la Asociación Intercomunitaria para el Desarrollo y la Gestión Sustentable de la Microcuenca El Aguacate (ACMA), con quienes generan un frente contra los impactos que sufre el bosque de manglar.
Preparadas para iniciar el recorrido, antes de subir a la lancha se colocan unas blusas con mangas largas por encima de su ropa y unas gorras, eso las protege del sol y de los mosquitos que habitan el bosque de manglar. Ahora sí están listas para partir.
Los manglares son “ecosistemas extraordinarios”, así los definió la UNESCO. El manglar de Garita Palmera es el bosque más importante para la población del municipio de San Francisco Menéndez. Abastece de alimentos a más de 1.700 familias que viven de la pesca artesanal y de la captación de animales que habitan en el manglar, como cangrejos, camarones y variedades de peces.
Según un estudio del Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales (MARN) de El Salvador, los manglares deberían ser terrenos pantanosos, con alta biodiversidad y múltiples ramificaciones hidrológicas. Sin embargo, el manglar ha sufrido transformaciones en los últimos 40 años debido a la urbanización, el cambio climático y los impactos negativos de prácticas como la construcción de mecanismos para el riego de monocultivo de caña, la contaminación, la deforestación. Contra esos y otros males luchan mujeres como María y Glenda, en su trabajo de vigilancia del bosque.
El manglar ha sufrido transformaciones en los últimos 40 años debido a la urbanización, el cambio climático y los impactos negativos de prácticas como la construcción de mecanismos para el riego de monocultivo de caña, la contaminación, la deforestación.
El mismo estudio reveló que la extensión del manglar de Garita Palmera se redujo a 200 hectáreas, “de las cuales la mitad han sido taladas casi totalmente, mientras que en la otra mitad, el promedio de tala encontrado es de 1.200 árboles por hectárea”.
María y Glenda tienen en el horizonte tres de las cinco zonas del manglar: El Bajo del Caballo, El Enganche y El Perol. A las 9 de la mañana, la marea está alta y la corriente hace que la lancha avance más rápido.
Mientras recorre el manglar, María explica que una de las acciones de cuidado es la siembra de mangle colorado y de istaten. Para ello, realizan campañas de reforestación del bosque. Sin embargo, no siempre han culminado con éxito, por el pastoreo de ganado, que se come el manglar recién sembrado y no permite que crezca. La lancha llega a la orilla de una de las zonas del manglar donde hay sembrado istaten y no ha crecido más de un metro por los animales. “Si ustedes ven, se está comiendo el istaten, porque es su comida favorita, se está terminando la plantación, porque además donde patean, se pierde el manglar”.
“Para que el manglar tenga vida”, explica María, “deben fluir las aguas dulces del río Paz y las aguas saladas del mar. El equilibrio perfecto para la conservación de este ecosistema”. Sin embargo, ambos cuerpos de agua ya no fluyen de la misma forma que hace algunos años. El punto de encuentro entre el río Paz, fronterizo con Guatemala, y las aguas saladas del mar es un canal al que las comunidades llaman “zanjón El Aguacate”. Según el MARN, este ha sido el único punto de comunicación entre el río y su antiguo delta de inundación del lado salvadoreño, luego de que en 1974,el paso del Huracán Fifi desviara su curso completamente hacia territorio guatemalteco.
Según el informe del MARN, “El Aguacate ha sido convertido por empresarios cañeros en una acequia para el uso exclusivo de riego de caña de azúcar. Este fenómeno tiene impactos severos en el desarrollo y productividad del manglar”. “Ahorita vemos fluidez de agua porque estamos en invierno, tenemos esa dicha, pero en el verano es cuando se sufre porque no tenemos agua del río Paz, porque en la boca hacen tapas los cañeros. Con piedras y sacos llenos de arena detienen el agua y luego ingresan los motores para sacar miles de litros de agua por horas. También hacen tapas en los brazuelos del río Paz, para sus cañales, y perforan pozos”, dice María con preocupación.
Un paraíso para la agroindustria
Durante el recorrido, María vuelve a los inicios de ACMA y a la indignación que causó en las comunidades el crecimiento de la industria azucarera. “La idea surgió en un grupo de hombres y mujeres, de ver la falta de agua en el estero y dándonos cuenta de que había más cultivo de caña que de otra hortaliza. Ellos comenzaron a sacar el agua de los ríos, a tirar el veneno de las avionetas y ahí nos dimos cuenta de que también nos estaba afectando la salud”.
María llama “ellos” a la industria cañera salvadoreña, esa que no escatima en recursos para desviar los ríos y afluentes de agua para el riego de un monocultivo que deja graves daños a los suelos y bienes naturales de la zona. Y que, además, posee 113.670 manzanas cultivadas a nivel nacional, según la Dirección General de Economía Agropecuaria (DGEA), del Ministerio de Agricultura (MAG).
El MARN detalla que parte de los cultivos de caña se concentran en la zona costera del país, territorios donde es necesaria la implementación de sistemas de riego, lo que vuelve aún más crítica la demanda de agua en estas zonas. Un estudio de la Unidad Ecológica Salvadoreña (UNES) explica que, pese a la importancia de conocer la cantidad de hectáreas de caña de azúcar que requiere de riego para su producción, no existe un dato exacto al respecto, pero se estima que “casi la totalidad del cultivo en la zona oriental requiere riego, de la misma forma que en la zona costera occidental”.
En las zonas cercanas al manglar de Garita Palmera, donde se ven grandes cultivos de caña de azúcar, las mujeres de la ACMA mencionan que para el riego se extrae anualmente el 80% de recursos hídricos subterráneos disponibles.
Las extracciones de bienes del manglar, la contaminación por ganaderos, la quema de caña, el uso de plaguicidas y el acaparamiento del agua para el beneficio de las grandes industrias azucareras, hizo que las comunidades decidieran vigilar el manglar desde 2012.
Tomaron la iniciativa para la vigilancia comunitaria, el monitoreo del clima y las prácticas de sustentabilidad en huertos comunitarios, viveros dulces y salados, para restaurar, proteger y preservar los recursos naturales.
Así, formaron una asociación que con los años se convirtió en ACMA y que, ahora, está liderada por alrededor de 83 mujeres de las comunidades. Pero no siempre en la asociación fueron mayoría las mujeres.
“La asociación empezó con más hombres que mujeres, pero con el tiempo hemos ido motivándolas, diciéndoles que somos las mujeres las que ocupamos más el agua. ¿Qué hacemos las mujeres? ¿No lavamos los trastes, no vamos al molino? La higiene del cuerpo, también. Ahí es donde las mujeres se van motivando”, dice María.
“Es una gran responsabilidad ser madre, mujer y defensora del territorio”, cuenta Glenda Lara, quien además de ser lideresa, es madre de dos hijas que la acompañan en los procesos de formación de ACMA. “Mis niñas tienen 12 y 6 años, pero yo siempre las he andado, porque me dieron permiso de andarlas, no las puedo dejar. Así hacen bastantes madres aquí en las comunidades”.
María asiente con su rostro para confirmar lo que dice Glenda y agrega que se han convertido en una gran familia de defensoras. “A veces, cuando vemos a Glenda llegar sola le preguntamos por las niñas. Hacen falta, porque compartimos con ellas. Ariel, una de las niñas, nos comparte historias porque se fija en todo. Entre todas las cuidamos y ella ha logrado hacer amigas en otras comunidades como Sonsonate, Guaymango, con hijas de otras defensoras del territorio”.
Este encuentro entre defensoras de diferentes territorios del país ha motivado a otras jóvenes a organizarse y a aprender más sobre la protección de los bienes naturales
Este encuentro entre defensoras de diferentes territorios del país ha motivado a otras jóvenes a organizarse y a aprender más sobre la protección de los bienes naturales, afirma Glenda. “Nuestras hijas participan en un grupo juvenil donde van aprendiendo sobre lo que se tiene que hacer para el cuidado de los manglares. Hay alrededor de unas 25 jóvenes de 18 a 25 años que ya participan. Ya están organizadas”.
Ahora, la junta directiva de ACMA está conformada por seis mujeres y un hombre, y contabiliza a más de 83 mujeres que hacen recorridos por el manglar, controlan la humedad, incorporan huertos ecológicos y de manglares, viveros y bancos de semilla, así como se involucran en procesos de ecofeminismo y justicia fiscal.
Las mujeres son el pilar fundamental de estas comunidades. Sobre sus cuerpos recae el cuidado de la vida humana y natural. También están expuestas a los peligros de ser defensoras de sus territorios y guardianas del manglar.
Los riesgos de ser guardiana del manglar
Ahuachapán es uno de los departamentos fronterizos con la República de Guatemala. Justo en el límite se encuentra San Francisco Menéndez y las playas de Garita Palmera y Bola del Monte. Esto hace que el territorio sea zona de paso de narcotráfico y tráfico de personas hacia Estados Unidos. Y que la respuesta estatal sea recrudecer la militarización del municipio, para fortalecer la seguridad de las fronteras. En la actualidad hay un alto despliegue de agentes de seguridad pública y militares en los puntos ciegos que atraviesan pequeños caminos de agua en el bosque.
Esta medida, en lugar de dar seguridad a las mujeres y a las personas de la comunidad, se ha convertido en una problemática de acoso sexual que niñas y jóvenes viven día a día.
Uno de los puntos de destacamento está a un costado del Centro Escolar Brisas del Mar. Un día normal para el ingreso a su centro de estudios se vuelve un hostigamiento por parte de los soldados.
—Salen de ahí, de su estación, y cuando pasamos enfrente comienzan a decirnos cosas, tirar besos.
Las familias han hecho la petición a los docentes para que el Ministerio de Educación solicite el traslado de la estación de militares. No sólo es el acoso lo que acecha a las niñas y jóvenes, sino la intimidación que les causa cuando el grupo de soldados salen de su estación.
Otro factor de inseguridad para las lideresas de ACMA son las diferentes amenazas que reciben de otros miembros de la comunidad, de los cañeros, de los dueños del ganado. Son quienes ven amenazados sus intereses en las acciones de cuidado del manglar.
—Nos han dicho que nos retiremos porque podemos amanecer un día y el otro ya no.
En medio de esta situación de inseguridad, el trabajo de ACMA no se detiene. “A veces, es 24/7”, dice María. “Como organización tenemos grupos de whatsapp donde a diario recibimos denuncias sobre el ganado, los cañeros o alguna otra cosa que se haga en contra del manglar. También se dan denuncias para las vedas de camarón y para la recolección de huevos de tortugas”.
Mujeres del agua y el clima
La lancha se detiene en medio del manglar, y el motor apagado deja escuchar mejor la voz de María y de Glenda. María aprovecha para hablar sobre el trabajo de monitoreo del clima para el que han recibido capacitaciones por parte de organizaciones como la Unidad Ecológica Salvadoreña (UNES).
En 2014 crearon un Sistema de Monitoreo Climático comunitario en la zona sur de Ahuachapán. Las lideresas se capacitaron, involucraron y responsabilizan en la toma y análisis de datos en invierno. Así, pueden dar sustento científico a la toma de decisiones relacionadas a la protección y defensa de sus territorios.
Para realizar el control de las aguas y monitoreo climático, UNES capacitó en el uso de pluviómetros que miden el agua lluvia y el clima. Esto ayuda a definir medidas preventivas, restaurativas y protectoras, ante un riesgo de desastre. Cuando las lideresas tienen una medición de 45 mm de agua lluvia, dan esos datos al Sistema de Protección Civil para que alerte a la zona costera y envíen excavadoras que liberen el cúmulo de sal y arena que pueda generarse en la bocana.
“Tenemos un grupo de personas monitoreando el pluviómetro para el conteo del agua lluvia, porque ahí vemos la cantidad de agua que cae por mes, por año y cuánto puede guardar de humedad la tierra. El invierno de este año no nos ha impactado mucho con las llenas del río Paz, porque ha llovido unos días y ha parado otros, entonces el agua se ha logrado consumir y esa humedad la guarda la tierra”, explicó María.
Si nos mantenemos reforestando la zona verde y deteniendo al humano a no sacar la fluidez de las cuencas, y lograr que el agua llegue a la zona baja, vamos a tener un mejor nivel de vida: agua con menos contaminación, menos enfermedades.
“Si nos mantenemos reforestando la zona verde y deteniendo al humano a no sacar la fluidez de las cuencas, y lograr que el agua llegue a la zona baja, vamos a tener un mejor nivel de vida: agua con menos contaminación, menos enfermedades. En la lucha que llevamos con los cañeros, ya paramos a la avioneta y logramos que no estén quemando, pero en un descuido nos vuelven a atacar”.
El recorrido en lancha termina. A lo lejos se atraviesan otros botes de mujeres jóvenes que salen a pescar para el almuerzo familiar o para la venta. María y Glenda las saludan.
Un mes después de este recorrido, la tormenta tropical “Julia” dejó graves estragos en Centroamérica. Hablamos con María para conocer la situación del territorio. El agua había llegado a los 100 mm, un índice altamente perjudicial para los medios de vida. Alrededor de diez familias fueron evacuadas de las comunidades. En la zona baja del río Paz, su desbordamiento provocó inundaciones en las comunidades de San Francisco Menéndez.
—Hacemos una lucha ambiental con el agua pero también la lucha con las personas. Siempre hay algo por lo que una debe estar luchando y abriendo brechas.
*Este artículo fue realizado en el marco de Semillera, el programa de becas y mentorías para periodistas de LatFem, con apoyo de We Effect. Se trata del primer concurso de crónica latinoamericana y caribeña sobre mujeres indígenas, campesinas y afrodescendientes que defienden el derecho a la alimentación, el medioambiente y la tierra.
Créditos
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