La experiencia de la agricultura urbana en la ciudad de Rosario, una de las capitales argentinas del agronegocio en un contexto de ecocidio y crisis ambiental, es única en América Latina y el Caribe. Propone una alternativa de resistencia en el contexto de la crisis alimentaria. Desde la política pública municipal, se buscó fomentar una experiencia comunitaria en los modos de producción, intercambio y consumo de alimentos agroecológicos. Las historias de las huerteras detrás de los viveros, huertas comunitarias, el banco de semillas y otros espacios de agricultura urbana: defensoras ambientales y su articulación con la experiencia de espacios de la economía popular.
Por Bárbara Corneli | Fotos Yamila Suárez *
Dicen que la maleza cuenta lo que le sucede al suelo. Dicen que no la arrancan por mala, sino por lo que sabe del campo. Están quienes, incluso, la llaman “bueneza” porque cuando aparece, es una oportunidad de sanar, de mejorar la tierra.
Como una auténtica “bueneza”, el Programa de Agricultura Urbana (PAU) de Rosario, en la provincia de Santa Fe, Argentina, es una política pública municipal que desde 2002 propuso que las tierras en desuso dentro de la ciudad podían trabajarse en tiempos de crisis económica, social y política y así re-habilitar relaciones de producción, convivencia y consumo agroecológico con la potencialidad de contribuir a la soberanía y la seguridad alimentaria de la población en riesgo.
Son pocas las ciudades de América Latina y el Caribe que cuentan con programas de agricultura urbana y menos aún aquellas que lo desarrollan con apoyo municipal, provincial o estatal.
Actualmente en Rosario existen 7 parques huertas (PH) y 6 huertas grupales donde trabajan más de 250 huerterxs produciendo en 25 hectáreas unas 2500 toneladas de hortalizas al año que se comercializan en los “Puntos Verdes” y ferias y mercados “Arriba Rosario” (puntos de venta en distintos sectores de la ciudad).
Sostener una iniciativa de estas características a lo largo del tiempo supuso no sólo la voluntad política, sino la confluencia de muchos factores: estudios académicos sobre las condiciones del suelo de los terrenos disponibles y los beneficios de la agroecología para el ecosistema, proyectos de organizaciones de apoyo financiero internacional, donación de terrenos privados, convenios con establecimientos que elaboran sus alimentos con productos agroecológicos; y, sobre todo, el trabajo sostenido de huerteras y huerteros en sus parcelas y puntos de venta.
Ser huertera en la ciudad
Ida Pintos está sentada en un banco dentro del quincho que de mañana da lugar a la consulta de distintos profesionales de la salud y de noche le da de comer a 300 familias del distrito sur, donde se encuentra el Parque Huerta Molino Blanco. Desde ahí no se siente el ruido de los autos, ni llegan las esquirlas de la violencia de las calles. Para recuperar la historia, la memoria de Ida retrocede hasta 2001, cuando este terreno de 4 hectáreas era un basural. Lo primero que recuerda es la desconfianza con que recibieron al equipo de agrónomos que venían a contarles del proyecto de agricultura urbana: “la comunidad estaba toda encabronada porque no había para comer, la gente no tenía laburo, las personas estaban de mal humor, estos políticos que no hacían nada y cae esta gente a decirnos que había algo muy bueno para hacer”. Junto a su familia sembraban una huerta pequeña. “Pero ellos nos enseñaron un montón, aprendimos a cuidar las semillas y la tierra y hoy mis hijos son todos productores y emprendedores de la agroecología”, relata.
Al igual que Ida, Roberta Valencia Muñoz fue una de las primeras huerteras del Parque Huerta el Bosque (al límite del Bosque de los Constituyentes y el arroyo Ludueña), cuando eran sólo tres familias trabajando en un pedacito de las 5 hectáreas del lugar. En ese entonces ella cargaba el agua desde la villa en 20 litros de bidón. Hoy le deja el trabajo pesado de la cosecha de hortalizas a su marido y su hermano y ella ordena en el invernadero los plantines de flores, suculentas y aromáticas que al día siguiente va a vender en la feria del Boulevard Oroño y Avenida Rivadavia, a pasos del río.
A principios de 2002, las ferias de comercialización de productos agroecológicos cultivados en los parques huertas (PH) y demás espacios del programa de agricultura urbana, se ubicaron en puntos centrales de los distritos de Rosario. La zona intersección de la costanera y la calle Corrientes, donde Ida participó de la primera feria de Rosario, era la huella que había quedado tras la relocalización del puerto. Al comienzo, a las huerteras les daba vergüenza vender. Roberta había llegado hacía poco de Bolivia e Ida venía de Villa Gobernador Galvez, “éramos gente de barrio y mujeres de barrio que no encajábamos con la gente del centro más allá. Parecía que nosotros éramos menos que ellos”.
Con el tiempo, el trabajo sostenido en la agroecología, decantó en el Banco de semillas Ñanderoga que en 2017 encontró su lugar en el Centro Agroecológico de Rosario (CAR), donde alberga más de 400 especies y variedades de plantas y fomenta una red de madrinas y padrinos de semillas locales y criollas. El cuidado y la reproducción de las semillas consolidó el sentido de la soberanía. “Si no perdés la cadena de la semilla, ahí tenés para milenios”, dice Marta Queña y con las manos dibuja círculos en el aire, “eso que es tan pequeñito vos sabés que te va a cubrir de verdura, de fruta”. Los aprendizajes para Marta y para las demás huerteras están ligados a trabajar y “querer la tierra”, como dice Ida.
“Nosotros crecimos mucho como personas porque producimos con nuestras manos cosas para comer, que no lo hace cualquiera. Y tienes que querer a la tierra, tienes que querer cuidar el medioambiente, las plantas, hacer el compost, hacer el humus que hace cobertura en la tierra. Como veneno no se usa, la tierra tiene que estar bien alimentada, sino no te va a dar buen fruto”, explica.
El lugar importa
El paisaje de Rosario ha cambiado mucho desde principios de este siglo. Es la tercera ciudad más poblada de Argentina y, aunque abundan los espacios verdes, el territorio está marcado, cada vez más, por la expansión de los commodities inmobiliarios, de la producción agrícola-ganadera y por la violencia regulada por el narcotráfico que aumenta anualmente. A su vez, como toda la región del litoral argentino, hace años que se ve sofocada por los niveles de partículas tóxicas en el aire, producto de las quemas de pastizales en las islas del Delta del río Paraná, que han superado los límites considerados peligrosos para la salud, provocando estrés respiratorio y otros síntomas en la población en lo inmediato y contribuyendo a afecciones mayores a largo plazo.
La inauguración del puente Rosario-Victoria en 2003 posicionó a la ciudad como nodo del Mercosur, en concordancia con el reordenamiento que trajo la puesta en marcha del Plan Urbano 2007/2017. El microcentro tiene como escenario el tránsito de buques de carga altos como edificios que surcan el río Paraná pese a la bajante histórica de su cauce desde 2019. Mientras el Gran Rosario ha llegado a ser el nodo portuario agroexportador más importante del mundo, la producción agroindustrial centrada en la soja (que en Argentina es en un 99% transgénica) profundiza un modelo de producción extractivo y contaminante que provoca la devastación de los suelos, la deforestación, la contaminación de ríos y acuíferos y la exterminación de la biodiversidad.
Según Antonio Lattuca, uno de los ingenieros agrónomos que desde la década de 1990 conformaba el Centro de Producción Agroecológica de Rosario (CEPAR), que luego confluyó con el programa Prohuerta del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) para impulsar la política pública del PAU en 2002, “la agroecología propone la construcción conjunta de algo nuevo. Acá en Rosario la primera etapa de migración en esos años fueron los toba, los qom y gente de Goya, Corrientes, con un conocimiento muy grande de plantas medicinales. Los ecologistas dicen que se tarda 100 años en recuperar el horizonte fértil de la tierra en terrenos tan maltratados, como los basurales y los terrenos que teníamos al costado de los arroyos que no eran construibles o habitables. Pero en muy poco tiempo de trabajar el suelo así, aparecieron insectos, aves que no había. En 3 o 4 años, cuando trabajás en conjunto con la naturaleza, la naturaleza te responde y se transforma”.
Darle de comer al mundo
El Parque Huerta Oeste, donde Marta Queñas dedica su parcela a producir plantas aromáticas y flores, se inauguró en diciembre de 2020. Y, además del trabajo “a la vieja usanza, con pala, rastrillo y riego en mano”, la organización de las 35 familias y 7 organizaciones sociales que integran las 21 parcelas incluye el trabajo grupal, “dos veces a la semana cosechamos, dividimos y hay dos vendedoras designadas que representan a todo el parque en la feria. Tenemos asamblea cada 15 días y planeamos el trabajo, la siembra, el cuidado del parque”, dice Marta.
En los espacios como el PH El Bosque y Molino Blanco, la organización interna está bastante más desgastada y fragmentada. “En su momento nosotros armamos una organización que se llama La Red de Huerteros en Rosario y o sea, la familia huertera de todos los distritos, que ahora quedó como que en nada”, cuenta Ida. Y agrega: “no es todo color de rosa, ahora ya no podemos vender en la feria que empezamos nosotros”. Roberta da cuenta de que no se han hecho reinversiones de mantenimiento que vuelvan a dar oportunidad a lxs huerterxs de El Bosque de adquirir herramientas o de producir en una cantidad que rinda para el autoconsumo y la venta y “por eso también hay gente que queda desanimada y no siguen”.
Si bien integran un registro de emprendedorxs para trabajar en los espacios del PAU, la relación entre huerterxs y la coordinación del municipio también parece errática en el tiempo. Roberta se planta bajo la sombra de un árbol al lado del invernadero en el que trabaja y aún a la sombra los ojos se le achinan cuando se enoja. “Nosotros hace 14 años que estamos acá, desde 2008, nunca tuvimos comodato y ayer vino la gente del municipio queriendo hacer el comodato. Quizás es necesario, pero primero y principal nos tienen que venir a exponer y explicar de qué se trata, qué significa, qué cláusulas tiene. Eso tendrían que haber hecho, no venir y querer hacernos firmar”, dice. En América Latina y el Caribe solo el 18% de las explotaciones agrícolas son manejadas por mujeres, quienes reciben apenas el 10% de los créditos y el 5% de la asistencia técnica para el sector, aunque sean ellas las responsables de la mitad de la producción de alimentos en todo el mundo. La irregularidad en la firma de comodatos que aseguren que las huerteras del PAU pueden seguir disponiendo de la tierra para trabajar, se suma a problemas para acceder al agua para riego o con otros productores. Dolores Pintos, que es prima de Ida y también tiene su parcela en Molino Blanco, dice: “nosotros estamos cansados, hay algunos vecinos que tienen gallinas encima de la huerta, el de ahí está haciendo un criadero de chanchos”, conflictos en los que la coordinación municipal no interviene.
Abandonar la tierra
En 2021, Rosario recibió un premio de 250 mil USD por sus políticas de agricultura urbana y periurbana como un ejemplo de un urbanismo resiliente, comprometido con el medioambiente, otorgado por el Instituto de Recursos Mundiales por el Centro Ross para ciudades sostenibles. De todos modos no es excluyente la distancia entre el reconocimiento internacional a la política pública y las dificultades y disparidades que se encuentran en su implementación. Ida y Dolores se agarran la cabeza y giran en el lugar. “Cuando salió la noticia del premio salí yo en la foto y después me llamaron los huerteros: Ida, ¿la plata esa dónde está? ¿Quién te la dio? y ¿por qué te la dieron? Me volvieron loca”. Ida no sabe aún en qué se invertirá ese dinero.
Patricio Flinta, Coordinador general de espacios productivos de la subsecretaría de Economía social de Rosario dice que el dinero del premio será utilizado por el PAU y por el Cinturón verde periurbano que depende de la Secretaría de Desarrollo Económico y que “lo que se consensuó fue conformar la gran parte de la cuestión económica financiera en dos PH que hoy están en construcción y tener en cuenta la falta de infraestructura que es vieja, escasa y algunas tienen niveles de complejidad que ameritan hilar finito”. Los nuevos parques a los que hace referencia Flinta se ubican “uno en el Distrito Suroeste y otro en el Distrito Norte, que va a ser el primer PH en el distrito norte y el más grande”.
Históricamente los premios otorgados a la agricultura urbana han permitido visibilizar el programa, “pero ahora estamos en un momento distinto. La municipalidad sigue apoyando pero quieren mostrar cosas nuevas y no se profundiza en lo que está”, agrega Antonio Lattuca. Y en el mismo sentido, Lilli Marinello señala que “el problema es que se generaron algunos espacios pero no se ha hecho una política de estado”.
Lilli Marinello fue representante en Argentina de la ONG italiana Gruppo di voluntariato civile (GVC) que apoyó el PAU en Rosario con proyectos financiados por el gobierno de Italia y también fue coordinadora de proyectos enfocados en la seguridad alimentaria en Cuba donde el programa de agricultura urbana y suburbana es nacional y “de los programas agrícolas es el que más creció desde los años 90 y fue sostenido por el gobierno porque resolvía una serie de problemas después de la caída del bloque socialista. Y ha sido de suma importancia porque acerca la producción a las grandes ciudades y porque instaló la cultura de la producción agroecológica que antes no estaba”. En Rosario, en 2016 al PAU se sumó el Cinturón verde, con 800 hectáreas de producción agroecológica periurbanas. Según la ONU, en 2030 cerca del 61% de la población mundial vivirá en ciudades y esta forma de producir contribuye a apartar las fumigaciones en torno a las ciudades y evita el desabastecimiento de la población con menor capacidad adquisitiva que por lo general habita la periferia.
Dolores señala a Ida inclinando la cabeza: “yo la veo que ella le da de comer a todo el mundo, pero no puede todo salir de nuestro bolsillo. Nosotros estamos abandonados, yo no tengo una ayuda, nada de nada”. En este sentido Lili observa, en relación a la sostenibilidad de la agricultura urbana y periurbana, una política que tienda a un modo de producir agroecológicamente de forma extensiva. Aunque esto requiere otros recursos, “una tiene el imaginario de que la pobreza rural es mejor que la pobreza urbana, pero también es terrible. Si no proveés a las zonas rurales de servicios sanitarios, obviamente la gente migra a las grandes ciudades. Así es el abandono de la tierra en todas partes”, concluye.
No vamos a comer cemento
“Vos salis del portón para afuera de la huerta y es otra historia”, dice Ida. Las huerteras no sólo trabajan en la huerta, sino en multiplicar los espacios donde otros aprendan y lo hagan en sus terrazas, patios, balcones. Marta lleva cajones a la feria para mostrarle a sus clientes cómo plantar “yo les digo: si te salió bien contale a tus amigos, entusiasmalos”. En el centro agroecológico y en las huertas y parques huertas el aire parece más fresco al ingresar. ¿Cómo respira una ciudad si no es a través de sus fisuras? “Vamos a necesitar muchos más productores y mucha más tierra. Estamos haciendo mucho cemento pero después no vamos a poder comer cemento”, cierra Roberta.
*Este artículo fue realizado en el marco de Semillera, el programa de becas y mentorías para periodistas de LatFem, con apoyo de We Effect. Se trata del primer concurso de crónica latinoamericana y caribeña sobre mujeres indígenas, campesinas y afrodescendientes que defienden el derecho a la alimentación, el medioambiente y la tierra.
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