Por Ezequiel Adamovsky. Nueva entrega de los Fragmentos de historia popular* que publicamos mensualmente en Marcha. Esta vez, nos centramos en los sucesos de la Patagonia Trágica.
En la lejana Santa Cruz los trabajadores también animaron luchas épicas que concluyeron en matanzas incluso más terribles. Dominaban allí enormes estancias dedicadas a la producción lanera para la exportación, muchas de ellas en manos de extranjeros, especialmente ingleses y alemanes.
Mediante alianzas matrimoniales, hacia 1920 tres familias llegaron a poseer millones de hectáreas en la zona y a controlar los bancos, aseguradoras, grandes comercios, puertos y empresas mineras que allí funcionaban. Las estancias se organizaron como empresas capitalistas, algunas de ellas con altos grados de tecnificación. La organización “racional” del trabajo y la subcontratación de tareas les permitió grandes ahorros en mano de obra, especialmente en los planteles estables, que fueron mínimos. Eso significó, sin embargo, que las estancias requirieron grandes números de trabajadores estacionales para la época de la esquila, una fuerza de trabajo heterogénea en su origen nacional, nómade y desarraigada, que les resultaría muy difícil de mantener a raya.
La organización obrera comenzó allí de la mano de la Federación Obrera (FO), fundada en Río Gallegos en 1910, que para 1920 nucleaba una serie de gremios de los pocos pueblos costeros que había por entonces, especialmente estibadores y cocineros y empleados de hotel, la mayoría inmigrantes europeos. Habían conseguido también extender la afiliación entre muchos de los peones que trabajaban en las estancias, entre los que, junto a los de origen argentino, eran legión los chilenos y los europeos.
La conducción del sindicato estaba entonces en manos de Antonio Soto, un español de apenas 23 años, de ideas anarquistas. En 1920 el malestar de los trabajadores se hizo sentir tanto en el campo como en los pueblos. Mediante huelgas y boicots a los comercios más importantes exigieron un aumento en los jornales y mejoras en las condiciones de vivienda. Para noviembre la huelga se expandió por las estancias y la ciudad capital quedó paralizada. Entre el peonaje rural los dirigentes más importantes eran por entonces “el 68” y “el Toscano”, dos italianos acriollados, secundados por otros dos gauchos nacidos en el país. Junto a ellos se había reunido un grupo mayor de referentes de la huelga, que incluía un francés, un alemán, varios chilenos, varios españoles, un ruso, tres norteamericanos, dos escoceses, un negro portugués, un uruguayo y un paraguayo, además de varios argentinos. Como una hueste rebelde a caballo, embanderada con estandartes rojos y negros, este grupo procedió a tomar estancia tras estancia, engrosándose con la peonada que quisiera seguirlos y obligando a los dueños y administradores a acompañarlos en calidad de rehenes. Como buenos anarquistas, todas las decisiones las tomaban en asambleas en las que la totalidad de los peones tenían voz y voto.
La dimensión que había tomado el movimiento en el campo obligó finalmente a la patronal a reconocer a la FO y sentarse a negociar. Pero el sindicato le presentó un pliego de condiciones que no estaban dispuestos a conceder, que incluía un sueldo mínimo de $100, mejoras en las viviendas para peones y la obligación de que los estancieros tomaran a los trabajadores con sus familias (y no sólo a los solteros), ofreciéndoles ventajas para radicarse. Los terratenientes, organizados en la Sociedad Rural y la Liga Patriótica y apoyados por la embajada británica, exigieron entonces a gritos al gobierno nacional que enviara tropas para reprimir. Yrigoyen finalmente envió tropas del Ejército al mando de un militar radical y de su confianza, el teniente coronel Héctor Varela. Pero, para gran frustración de los estancieros, la mediación que se encaró entonces entre los rebeldes y la patronal terminó concediendo casi todos los pedidos de los trabajadores, con lo que la huelga se levantó con victoria obrera.
La tranquilidad, sin embargo, duraría poco. Tras el regreso de las tropas a Buenos Aires, se hizo evidente que los estancieros se preparaban para incumplir el convenio firmado. Con ayuda de parte de la prensa porteña, se dedicaron a difundir informaciones falsas sobre crímenes y violaciones cometidos por “bandoleros” anarquistas y de “complots” chilenos para apropiarse de la Patagonia. Consiguieron así arrancarle a Yrigoyen la promesa de que volvería a enviar tropas, esta vez con ánimos represivos. Llegado el fatídico momento de la esquila, y en medio de tales campañas, la FO obró con prudencia e indicó que sólo pararían los peones en aquellas estancias que no respetaran el pliego firmado el año anterior.
Pero cuando esta medida comenzó a hacerse efectiva, la policía local encarceló masivamente a los dirigentes obreros que encontró en los pueblos, deportándose a aquellos que fueran extranjeros. Esa provocación patronal precipitó los acontecimientos: Soto llamó a una huelga general en demanda de la liberación de los presos políticos. Nuevamente las estancias fueron ocupadas, los administradores tomados de rehenes, y las armas y caballos confiscados. Para comienzos de noviembre de 1921 todo el sur de Santa Cruz se encontró paralizado. Diversas huestes obreras recorrían el campo con sus banderas rojas, de asamblea en asamblea, cambiando de ubicación para evitar a la policía. Los aterrorizados estancieros abandonaban sus propiedades y se refugiaban en los pueblos costeros.
Ante la gravedad de los acontecimientos Yrigoyen volvió a enviar tropas, nuevamente al mando de Varela. Pero esta vez el teniente coronel llevó órdenes distintas. Al llegar a Santa Cruz decretó la ley marcial y anunció la pena de fusilamiento para cualquier desacato. Aunque intentó presentar a la opinión pública un escenario de guerra, en realidad lo que hizo fue enviar pequeñas patrullas que fueron deteniendo a los obreros en diversos puntos del territorio. Aunque estaban pobremente armados y no ofrecieron resistencia, buena parte de los obreros capturados fueron fusilados allí mismo, sin mediar siquiera un juicio sumario. Los estancieros liberados colaboraron casi siempre con las tropas, señalando a los peones que a sus ojos merecían la pena capital. Aprovecharon así no sólo para eliminar a los cabecillas del movimiento, sino también a cualquiera que les resultara revoltoso o simplemente a los peones a los que les adeudaban jornales.
Los cuerpos de los fusilados fueron enterrados en las mismas estancias en fosas comunes o quemados con gasolina. El episodio más dramático de los fusilamientos fue el del 6 y 7 de diciembre en la estancia “La Anita”, donde se hallaba el grupo más numeroso de peones, unos 600, encabezados por el propio Soto. Sitiada por las tropas, la peonada tuvo tiempo de realizar una última asamblea para definir qué hacer. Una mayoría opinaba que convenía entregarse a cambio de la promesa de conservar la vida. El alemán Pablo Schulz, en franca minoría, sostenía que había que enfrentar a los militares. Soto pensaba que eso era una locura: sin poder de fuego ni entrenamiento, los peones no tenían chances frente a soldados de un ejército regular. Pero también sabía que las promesas de Varela eran falsas y que serían fusilados apenas se entregaran. Intentó utilizar su mejor oratoria para convencer a la asamblea de huir a la montaña y resistir allí practicando tácticas de guerra de guerrillas. Pero todo fue en vano: a la hora de la votación la mayoría decidió entregarse. Aunque sabía que moriría fusilado, Schulz acató la decisión y se entregó con los demás. “Yo no soy carne para tirar a los perros”, dijo Soto; que con un pequeño grupo se escapó sigilosamente por la noche y logró cruzar a Chile. Moriría allí de viejo, mucho después. Nunca pudo dejar de preguntarse si sus palabras de esa noche acaso pudieron haber sido más convincentes, acaso pudieron haber salvado de la muerte a la enorme cantidad de sus compañeros fusilados como perros en La Anita.
Los fusilamientos continuaron hasta que se acabó con todos los núcleos huelguistas. No es posible saber exactamente cuántos fueron los fusilados de la Patagonia trágica. Sobre la base de los datos aportados por los militares se llegó a documentar 283 casos, pero sin dudas fueron muchos más (la prensa anarquista calculó que fueron no menos de 1500). La patronal no esperó a que la carnicería terminara para cantar victoria: el 10 de diciembre la Sociedad Rural de Río Gallegos publicó las condiciones con las que se contrataría de ahora en más al personal. Los sueldos anunciados venían con una rebaja de un tercio y más respecto de los que estaban en vigor anteriormente, y ni se mencionaban las mejoras de vivienda que se habían acordado en la primera huelga.
Para entonces el terror ya había hecho su trabajo: ya no quedaba ni sindicato ni nadie dispuesto a protestar. Mientras los estancieros colmaban a Varela de banquetes y honores, la única voz de denuncia fue la de cinco prostitutas de San Julián, que se negaron a atender a los soldados y los rechazaron a palazos y gritándoles “¡Asesinos!” cuando quisieron forzarlas a brindar sus servicios. El escándalo por la masacre puso en un brete a Yrigoyen: Varela siempre sostuvo que cumplió órdenes del presidente. Luego de los hechos la UCR impediría la creación de una comisión investigadora en el Congreso. Ningún partícipe de los fusilamientos fue juzgado. Por el contrario, a Varela se lo premió designándolo director de la Escuela de Caballería de Campo de Mayo.
*Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012. NB: Toda la información de este texto está tomada de investigaciones de Osvaldo Bayer.