Por Simon Klemperer. El domingo se jugó el clásico Boca – River y más allá del fútbol, que no fue tan horrendo como el esperado, llaman la atención varios detalles más, que a continuación repasamos.
Para mí el clásico fue un partidazo, aunque no para todos lo fue. Pero no voy a hablar de eso. Se puede interpretar el partido como bueno, como malo, o ni fu ni fa. Las interpretaciones son infinitas. Pero no vengo a hablar de esto. Se puede creer que los jugadores son buenos o malos, que el fútbol argentino tiene potencial o que está en el horno. Se pueden interpretar, de un solo partido, millones de cosas. Creo, sin embargo, que el partido fue intenso y no fue, como todos los anteriores, un par de horas de aburrimiento infernal con 22 jugadores temerosos de equivocarse y aceptando sonrientes un miserable empate. No, ayer no. Ayer pasó que, extrañamente, todos querían ganar. Pero no vengo a hablar de esto. Con el partido del domingo, mejor o peor jugado, habrá que meterse en el bolsillo perro esa frase horrible de que los clásicos no se pueden jugar bien. Lo importante de un partido, lo que lo define, más allá de las capacidades humanas, es la intención con que se afronta. Ayer, la intención fue jugar, fue ganar, fue meter goles. Si después esos goles se meten o no, tiene que ver con muchas otras cuestiones, futbolísticas o extra futbolísticas, de las cuales, no vengo a hablar.
Román es un genio del pasado que volvió de las catacumbas homéricas para demostrar que, incluso en la muerte, es Román. Punto y seguido. Es un genio que muchos aman y otros amábamos y que, lesionando, tomando mate, haciendo bolonqui en los vestuarios, aun así, juega un clásico y te la manda a guardar. Y todos los que le estábamos dando la espalda por maradonizarse tanto, lo volvemos a querer porque es un genio y nada más. Pero no vengo a hablar de esto tampoco.
La cancha estaba hermosa, repleta de gente y llena de papelitos. Tan llena de papelitos como una cancha tiene que estar. Pero faltaba un color. Sin querer tomar partido por un equipo u otro, siento que una cancha llena de los colores de uno sin los colores del otro es, nada más ni nada menos, que un lagrimón. Y así, fue un gran partido a pesar de que el gobierno siga creyendo o siga intentando hacernos creer que las prohibiciones y la negación de los conflictos sociales son suficientes para evitar la violencia. Pero, como se imaginarán, no vengo a hablar de esto.
El domingo me fui a dormir con una imagen que me hace sufrir. No la aguanto más, no la aguanté en su momento y no la aguanto ahora que la pienso: el dedito de Ramiro. Por favor qué fealdad, qué maleficio, qué mal gusto, que flagelo. Los festejos gallinas en el clásico del otro día son el cuadro de situación más claro y sintético de la sociedad en que vivimos. La cumbia lavada y sin gracia de Lanzini describe como pocas imágenes un estado de tristeza, vacío y repetición en la juventud actual. ¿Qué futbol pueden jugar esos pibes que más que estar en la cancha están pensando en el festejo que nos van a regalar? ¿Qué tipo de deporte pueden realizar esos chicos que están pensando más en como van a salir en la tele que en el partido mismo?
Escribo esta nota únicamente porque creo, sin ser supersticioso, o comenzando a serlo, que puede servir de exorcismo contra esa espantosa imagen que Funes Mori me dejó tatuada en la memoria. No me puedo sacar el dedito de la mente. Hace ya varios años que me hace ruido tanto peinadito idéntico. Pero no me hace ruido porque no me guste el tipo de peinado, aunque no me guste el tipo de peinado. Tampoco me pone loco el festejo de la cumbia porque no me guste la cumbia. Es más, si el jueves meto gol contra los muertos de mi amigos, lo festejo bailando cumbia. No me ponen mal los festejos por su estética, me ponen mal porque me producen tristeza.
Hace pocos meses vi un programa en televisión de un canal de Racing. Un canal que encontré azarosamente y por desgracia, en algún dial que superaba el número 700. En ese programa entrevistaban a jóvenes de la cantera de Racing que mas que jóvenes eran niños. Calculo que tenían unos 14 años. No sé qué es un ser humano a los 14 años. La cuestión es que los entrevistaban uno a uno, y le preguntaban hasta donde quería llegar, y si soñaba con jugar en Europa, y cosas así. Los nenes eran educados por esa cámara de televisión para ser futuras estrellas. Estrellas que nunca iban a ser, pero situación futura para la cual ya tenían preparado el discurso y terminado el peinado. Se trata, y esto es lo grave, no de la fealdad del festejo, se trata de la más zarpada homogeneización de una juventud que adhiere a cada uno de los estímulos que la sociedad de consumo propone.
El formato de joven metrosexual reina en los clubes de hoy. Y el problema no es la belleza o fealdad del metrosexualismo sino la homogeneidad con la que se comportan quienes militan en él. Estrellitas prematuras que no dejan de mirarse al espejo ni cambiar la foto de su perfil de Caralibro.
En la sociedad actual se permite socialmente que los jugadores sean metrosexuales, gays, que se depilen, que se empilchen, que tengan autos caros y sean delicados. Lo que aun no se le permite a nadie es que declare tener miedo, estar harto del equipo, no querer salir a jugar, estar superado por la presión del medio. Se puede ser todo aquello que hable del individuo mismo, mientras no cuestione el sistema de dominación y el exitismo reinante.
Hace años ya que me irritan un poquito el peinadito y la cumbita, pero ayer me hicieron más ruido porque fue patente y alevoso el contraste entre la potencia que implica meterle un gol a Boca en la Bombonera y la debilidad con que el equipo lo festejó. Así como Román hizo ese pedazo de gol que no tiene nombre y no se puede creer, y así como lo festejó con toda la emoción que implica el momento, y así como el grito hace catarsis y desparrama todo el amor por su equipo y le pasa la vida entera por la cabeza en diez segundos en los que no para de correr, así como todo eso, a Lanzini no le pasó absolutamente nada. Esa cumbia fue muy triste y muy lavada. Por lo menos bailala bien y ponele onda, pendejo. Nada de nada. Resulta que meterle un gol a Boca con la Bombonera repleta le da un poquito igual y la festeja con una cumbita sin gracia. Que lo parió. Y aquí es donde se me van los argumentos al carajo. No podes Lanzini no podes. Si yo le meto un gol a Boca en la Bombonera no paro nunca más de festejar. No bailaría precisamente, pero si bailara, no dejaría de bailar hasta que baile todo el estadio, o hasta que el arbitro me saque amarilla, amarilla, y roja. Y con la roja no me iría. Tendrían que sacarme cuatro rojas más. Si le meto un gol a Boca en esas circunstancias me subo al enrejado y que me bajen a balazos. Da la sensación de que la vida es efímera y pasa así, sin ton ni son. La vida subida al muro. Así como no se leen clásicos porque son muy largos, y se prefieren leer twiters porque son mas fáciles, así mismo se vive la vida en el resto de las ámbitos: sin clásicos.
River Face debería llamarse. ¿Dónde quedaron los Manteca Martínez subiéndose al enrejado hasta la cuarta bandeja y viviendo el gol como si fuera el último? Cuánto pechofrio, cuánto peinadito, cuánto baile. Todo es inmediatez y todo pasa. Todo pierde su peso específico. Todo circula en forma de repetición. Ya lo hizo Bebeto por primera vez hace decenas de años, meciendo las manos como una cuna. Listo, no lo repitan más, es aburrido y no causa gracia. Son emociones programadas. Todo es tele, Facebook y esas cosas repletas de imágenes que se suceden a toda velocidad. Una tras otra. Estamos pensando cómo se verá después. No estamos viviendo el momento, sino esperando el momento de subir a Facebook nuestro festejo.
Todo es inmediato, todo es pasajero, son todas estrellas que se quieren ir a Europa para comunicarse por Facebook con sus amigos y subir las mejores fotos, con los mejores peinados, que ya no son un solo peinado porque en el mismo peinado tienen como tres peinados más. Son collages (colash) de peinados. Como el Kun. Cortito aquí, larguito acá, y una rayita rara que cruza de un lado a otro para producir un efecto incomprensible. Y que decir de los festejos. Eso da para otra nota. El de las manitas meciéndose, el del corazoncito con los dedos, varios tipos de cumbias, no todas tan faltas de sangre como la de Lanzini, claro está, tenemos el del embarazo con la pelotita, y tenemos mucho peores también. El de la lata de sardinas, el de la caña de pescar y el pescadito, y el de la pelota de bolos que tira a los boludos que actúan de bolos. Y tenemos más. Súbanlos a Facebook, hagan concursos y tengan amigos nuevos, e intercambien ideas de festejos todo el tiempo y en todos lados con sus teléfonos inteligentes.
Creo que esta nota me alcanzó para hacer catarsis. Mañana escribo otra. Por lo pronto, intentaré con todas mis fuerzas no irme a dormir con la imagen del dedito de Funes Mori.