Por Gustavo Salas. Wes Anderson llega a un pico en su narrativa con su última apuesta: The Grand Budapest Hotel. Una película sencilla y compleja a la vez, que transforma al espectador en lector de una nueva excusa para narrar, en medio de un universo sobrepoblado de personajes y planos.
El escritor encuentra historias. Las narra. Detalla sus personajes, cómo es que estos hacen a la trama, a la escena. Cómo sus decisiones van llevando adelante el nudo de la cuestión. Una cuestión que puede ser simple, como la búsqueda de dos chicos prófugos en una isla pueblerina yanqui, o bien puede ser la historia de cómo un hotel, una veintena de personajes, la sombra del fascismo y la cultura bon vivant implosionaban en Europa a mitad del siglo pasado.
Wes Anderson llega a la cumbre de un camino recorrido con The Grand Budapest Hotel. En su último estreno recoge las enseñanzas de maestros que lo antecedieron en la narrativa. Son historias sobre historias, meta historias, que en un combo visual y textual llevado al límite con elementos pop, da muestras de algo que en pocos directores puede verse hoy.
Desde lejos la propuesta parece la misma a sus películas anteriores: un lugar alejado, un universo de personajes, y un hilo de historia que termina hilvanando muchas otras. El giro está en que en esta oportunidad Anderson construye una trama que se vuelve literal. La película trabaja con planos y placas, además de ilustraciones, que crean la sensación de estar en una novela gráfica. Sensación que se refuerza con los personajes: todos demasiado humanos, extremados en su caricaturización.
La historia se centra sobre Mr. Gustave y su “lobby boy” Moustafá Zero. Mayordomo jefe y aprendiz respectivamente de la institución aristocrática Gran Budapest Hotel. A diferencia de sus anteriores películas, Anderson construye un personaje síntesis: es la combinación entre ambos -y sus acciones y omisiones- lo que genera la trama del personaje central de este largo. La aventura evoluciona a lo largo de los desencuentros de ellos con el resto de la taquilla, la más poblada -en nombres y calidad de personajes- de su currículum.
La muerte repentina y misteriosa de una tradicional clienta del Grand Budapest dispara la trama. Mr. Gustave había sido uno de los últimos en verla con vida y en haber escuchado sus premoniciones de un final cercano.
Como comentó en una reciente entrevista a la sección cultural de El País, Anderson prefiere mezclar las cosas. Si tiene que elegir entre una situación cómica y una dramática, elige las dos. Por eso es que, en plena lectura del testamento, ante una sala repleta de familiares lejanos y ávidos de herencias, el elemento cómico y disruptivo toma lugar: Mr. Gustave hereda de la difunta clienta el cuadro “Chico con Manzana”. Los violentos hijos de la finada comienzan una cacería contra Gustave.
Pero en el medio aparecen los ZZ. Una parodia del escuadrón SS de los nazis que sistemáticamente interrumpen los viajes en tren de Gustave junto a su ayudante Moustafá. En esa misma entrevista, Anderson habla de complejizar la narrativa, no quedarse con lo simple ni sencillo, y la guerra europea marca la desventura de los personajes.
El escritor crea niveles de la historia que narra. Anderson juega en esta película a la superposición de narradores. Los hechos que se recrean son, en realidad, la lectura de una joven en un parque europeo en una época que parece ser los 80’s, a los pies de una estatua que conmemora al escritor que se ha topado con la historia de Gustave y Moustafá.
La sensación es la de un lector que se ha topado con una buena historia. Con personajes bien desarrollados y construidos. Con una gráfica que está en sintonía con la propuesta de la trama. Y con una narrativa que se sirve como punto de partida para otras historias. Esta última película de Anderson consagra una manera distinta de hacer cine. Su resultado inmediato es reoxigenar el significado de lo pop en la pantalla grande.