El sabalero recuerda el ascenso de Colón de 1995. Con 15 años, pasaba las vacaciones de julio en La Criolla, el pueblo santafecino en el que vivía su familia. A pesar de las ofertas, no dudó con quién lo vería: un tiempo con cada abuelo. Acá, la historia, con sabor a triunfo.
Por Waldemar Fink |
Como todas las vacaciones escolares, sea invierno o verano, contaba los días, ansioso, esperando para salir en La Internacional desde Retiro hasta La Criolla, al norte de Santa Fe, pueblo donde vivían mis abuelos y abuelas. Las vacaciones de invierno de 1995 no fueron la excepción.
El partido de ida por la final del Octogonal del Nacional B 1994-1995 contra San Martín de Tucumán lo había visto en casa, en Buenos Aires. ¡Cómo grité el golazo del “Chupete” Marini en la victoria por 1 a 0 de visitante! Enseguida pensé dónde iba a ver el partido de vuelta, sabiendo que iba a estar en La Criolla. La respuesta llegó al instante: un tiempo con cada abuelo.
Aquel sábado 29 de julio de 1995 el primer tiempo lo vi junto a mi abuelo Moncho, hombre que con 47 kg de peso máximo, poca resistencia tenía a unos vasitos de caña Piragua. Cuando los bebía nunca volvía a la casa en línea recta. Moncho era hincha de Huracán (y de Colón). Disfrutamos de los goles del Pampa Gambier y del Chaqueño Uliambre entre mates y anécdotas de partidos épicos del Club Social y deportivo Huracán de La Criolla, donde jugó (luego, incluso, fue aguatero titular indiscutido durante varios años).
Tenía solo quince minutos para atravesar “todo el pueblo” (unas diez cuadras de esas que se alargan cuando se hacen de tierra y las casas se van separando) y llegar a la casa de mi abuelo Tibi que vivía sobre la ruta 11, en el comienzo del pueblo, luego de la curva de “la YPF”.
Me subí a la bici que me había prestado el abuelo Tibi, que días atrás había puesto en condiciones luego de descolgarla del gancho que la sostenía en el galpón. Era de esas bicis que carecían de armonía alguna. “Puro injerto”, debería haber sido la marca: mezcla de bicicleta de paseo sin guardabarros ni cubrecadena con manubrio de bicicleta de carrera, pero girado 180 grados, con las puntas para arriba… y sin frenos.
En el camino había una parada obligada: el kiosco de doña María Olloco para comprar semillitas de girasol y caramelos. Había que hacerle frente al segundo tiempo para calmar la ansiedad y los nervios. Doña María tenía Parkinson y requería de una gran destreza atajar los caramelos y las monedas de vuelto que salían despedidas de sus dedos en todas las direcciones. Creo que había más monedas en el piso que en la caja.
Superada la primera demora, comencé a acelerar el pedaleo porque no llegaba al comienzo del segundo tiempo. Cuando doblé en la esquina de la calle paralela a las vías, tuve la mala suerte de casi chocarme a Víctor Balario y su caballo. Alcancé a frenar como pude, arrastré los pies como diez metros, el caballo se le avalanzó y, antes de acomodarse, Víctor me reboleó un rebencazo. Era hombre de armas tomar, don Víctor. Con un reflejo innato, esquivé la agresión y seguí pedaleando. Sólo escuche de su boca un “Chooooooooto” que me gritó con bronca.
Efectivamente, el segundo tiempo había empezado cuando llegué y mi abuelo Tibi me estaba esperando con unos mates. El descuento de San Martín casi que no hizo mella, había dos goles de ventaja en el global. Igual, yo seguía meta semillitas de girasol. Es que con Colón ,si no se sufre no se disfruta.
Tibi rememoró viejos logros de su Racing querido, al único que ubiqué fue al Chango Cárdenas, los demás eran ilustres desconocidos para mis quince años de vida.
Llegando el final del partido, el Pampa Gambier desató la locura con esa hermosa sutileza en la definición del tercer gol y todo fue festejo para mí. Hacía frío esa tarde, pero mi abuelo destapó una Biecker Africana bien fría. “Tomá, hacete hombre y a ver si te afeitás esos pendejos de laucha que tenés”, sentenció con cariño (con “su” cariño).
Salí de la casa de mi abuelo con toda la adrenalina, no lo podía creer. Llegando a la vía vi venir al tren. En ese momento nada ni nadie me podían parar, me sentía indestructible. Todos los músculos de mi cuerpo se pusieron de acuerdo para lograr la hazaña: tenía que atravesar el paso a nivel antes de que pasara el tren. Crucé con cierto margen de tiempo, el problema fue que lo que seguía era una curva en bajada y yo, sin frenos. Lo poco que me quedaba de suela lo gasté en el intento de frenar y casi termino estampado en el edificio del viejo Correo. Aún conservo una cicatriz en mi codo como trofeo de guerra de aquellos raspones.
El jueves siguiente se organizó “La cena de los Campeones” en el Club SyD Huracán. Siempre hay motivos para juntarse en los clubes de pueblo y, de paso, el encargado del buffet se hacía unos mangos extra. El gran “Cuney” Brasca fue el anfitrión ideal. Mi tío Cato me pagó la tarjeta para que fuera. Él no era hincha de Colón, pero era un tipo generoso. La parrilla rebalsaba de amor vacuno y la noche se pasó entre comida, bebida y cánticos sabaleros. Terminando la jornada, se hicieron presentes el “Loro” Minotti y el “Miro” Celino (personaje si los hay), traían un mantel a cuadros rojo y blanco que no paraban de rebolear sobre sus cabezas. Irrumpieron en la escena sabalera, los muy maleducados, saltando y cantando consignas tatengues. Inmediatamente fueron callados a sifonazos (esos que usaron algunos para “asustar” al tinto camorrero) y todo terminó entre risas y brindis varios. Tal vez no lo sepan quienes celebran campeonatos a lo pavote, pero ese ascenso fue como haber salido campeón del mundo. En mi pueblo y con mis abuelos.