Un día como hoy, hace 91 años, nacía Isabel Sarli, quien quedó en nuestra memoria como la Coca. Recorremos parte de su filmografía, de su vida y de sus entrevistas para desentrañar a un personaje tan icónico del que se dijo mucho, y del que tal vez, sabemos mucho menos.
Por Ana Paula Marangoni /Collage artístico: Ivan Barrera
Isabel Sarli reitera en todas las entrevistas prácticamente lo mismo. Un resumen de frases hechas sobre sí misma, su amor y su relación con Armando Bo, o anécdotas de filmación. En cada entrevista, lxs periodistas repiten cada una de esas anécdotas como si fuera la primera vez, como si fueran suspicaces, como si no fuera todo demasiado obvio. Isabel juega su juego, y a veces las enuncia aceptando las reglas; otras veces corcovea, cansada de esa “Coca” delineada entre lugares comunes, retazos y fragmentos que no alcanzan a mostrarla por completo. Gran paradoja, la mujer cuyos desnudos fueron los más vistos del país y giraron frenéticamente por el mundo, se mantiene oculta bajo un velo indiscernible. Conocimos cada centímetro de su cuerpo, pero nunca pudimos conocerla a ella.
El cohete a la luna
Una de sus frases preferidas es que ella llegó al cine porque era su destino. Y ciertamente, el inicio de su carrera es lo más parecido a un cohete que, una vez en marcha, va directo a la luna. Trabajaba como secretaria. Pero desde que gana el premio Miss Argentina en 1955, empieza a trabajar como modelo publicitaria, rubro en el que le va tan bien, que deja la oficina para dedicarse de lleno a eso. Publicita los barcos de Dodero hijo, la flota en la que estaban los barcos “17 de octubre”, el “María Eva Duarte” y el “Juan Domingo Perón”. También publicitó la máquina de escribir Remington, entre otras gráficas.
En un programa de televisión coincide como jurado junto a Armando Bo, quien en ese momento comenzaba a hacerse conocido como director. Isabel cuenta, en su versión oficial, que un tiempo después, él la busca para proponerle que actúe para su próxima película. Ella acepta, ignorando que ese “sí” cambiaría para siempre su vida.
El trueno entre las hojas
La película en cuestión es “El trueno entre las hojas”, inspirada en el libro de cuentos y en el cuento homónimo del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, y que contó con él mismo como guionista. El relato trata sobre la situación de esclavitud de los trabajadores en un ingenio al interior de la selva paraguaya. Más allá de que la película no es una copia del relato y tiene su propia impronta, tiene una fuerte marca política. La de El Trueno… es la historia de la rebelión del obreraje contra su patrón, en alianza con los pobladores indígenas de la zona, que finaliza con la convicción de los obreros de trabajar por su propia cuenta, libres de ese paradigma brutal y opresor.
La película logró el éxito y el escándalo a la vez. Y es que, en su primera película, Isabel es la protagonista del primer “desnudo frontal” del cine argentino. Acá aparece uno de los tantos relatos calcados. Isabel hace la famosa escena en que se baña desnuda en un lago, pero la cámara está lejos. La convencen de que su figura, en la distancia, es apenas una mancha blanca en el río marrón. Recién después del estreno, se entera por medio de una conocida de que su cuerpo aparece en planos muy cercanos, a partir del uso de lentes con zoom. La anécdota finaliza con la Coca entrando a la oficina de Armando hecha una furia, donde le rompe el vidrio de su escritorio con un cenicero.
Pero el suceso es un hecho. La película se hace conocida por esa escena. Isabel Sarli se dispara a la fama por el magnetismo que su cuerpo genera en el público. Hasta la actualidad, al googlear la película, el desnudo de Sarli parece ocupar todo el interés sobre el film. Poco y nada se dice sobre el carácter revolucionario del argumento, sobre la opresión de obreros e indígenas que enlaza la brutalidad de los crímenes del patrón del ingenio con los de los españoles durante la conquista. Las violaciones a las indias, los estaqueamientos, los obreros que mueren desfallecidos, la estafa de la deuda y el castigo de la muerte para quienes intentan escapar.
Mucho menos se habla del vínculo que se establece entre la opresión de los obreros y la esposa del patrón, de ese cuerpo que enciende la libido porque encarna todo lo que los esclavos no pueden tener: el amor de una mujer, el sueño de ser felices, la dulzura y el buen trato. Tampoco se habla demasiado de esa libido que se sublima finalmente en la revuelta, del femicidio de la patrona a manos del patrón al descubrir que es cómplice de la rebelión, de esa mujer cuyo sacrificio teje vínculos con La Cautiva de Echeverría, pero invirtiendo su elección: esta mujer reniega de su clase, finalmente, y se sacrifica por los de abajo.
Todavía faltan varias películas para que la receta explosiva del cine erótico de Armando Bo emerja. Al ver las primeras películas, lo que motiva el escándalo social, hoy formaría parte de cualquier escena vulgar de la televisión. Pero la Coca ya se convierte en ese oscuro objeto de deseo, en una serie de películas donde los dramas de las clases populares están a la orden del día; en un cóctel que vierte las imágenes prohibidas de una mujer que enloquece por igual en las ficciones y en las calles, con estrenos colapsados de espectadores y entradas que vuelan solamente para ver a la coca desnuda, por unos minutos.
Los días calientes
El cuerpo de Isabel Sarli parece salido de una fantasía. Sus medidas, cuando gana el premio a Miss Argentina, son 90-58-90. Su cuerpo es armónico, delicado y exuberante a la vez. Sus piernas largas y estilizadas; la cola abultada y torneada pero firme; la cintura de avispa; y sus tetas, tal vez las más hermosas que alguna vez se vieron en el cine, son sencillamente perfectas. La melena oscura, sus ojos achinados y su boca carnosa, la convierten en una especie de Audrey Hepburn porno; bella, sí, pero sensual hasta la alucinación.
En las primeras películas, su desnudo es apenas un condimento dentro de las tramas. Pero progresivamente, el cuerpo de Isabel comienza a ser el todo en la pantalla, y lo demás, una excusa para exhibirlo.
En todas las películas, del comienzo hasta el final, el cuerpo de la Coca es enloquecedor, y conduce a que afloren los instintos más bestiales y animales de los hombres. Esta cuestión no es algo menor. En las películas de Bo, cada personaje que encarna Sarli, es un poco una fachada de ella misma. El personaje es siempre, en definitiva, Isabel Sarli, la mujer que rompe las taquillas. Sus actuaciones son por momento toscas. Hay una serie de movimientos que se repiten sin cesar, quedando incluso bizarros en el contexto de la trama. Sarli levantando y abriendo los brazos, Sarli aprisionando las tetas entre sus brazos para que sobresalgan en punta, Sarli frotándoselas con sus manos mientras está acostada, desea a un hombre, o simplemente se baña. Su cuerpo comienza a ser un cuerpo destinado (pero también condenado) al erotismo, sea cual fuere el contexto.
En 1968 se estrena la película “Carne”. De allí sale una de las imágenes más icónicas de la Coca. Carne es una película que hoy es casi imposible de ver. Lo mejor de la película se mezcla con lo peor. Comenzando por lo mejor, la película ilustra muy bien la inserción fabril de las clases populares surgida durante el peronismo. En el frigorífico “Cruz del sur” trabajan hombres y mujeres, de igual a igual. La mujer trabajadora es una novedad. En un pasaje en el que las empleadas conversan, Delicia (Isabel Sarli) cuenta a una compañera que su deseo es casarse con su novio. Su compañera se ríe burlona, y le dice que si se casa va a tener un montón de hijos y va a tener que trabajar todo el día, en alusión al trabajo encubierto que suponía en ese entonces ser ama de casa. Las trabajadoras se ríen. En distintos pasajes de películas aparecen críticas que son atrevidas e insólitas para la época. También en ese film aparece otro personaje, una trabajadora que además es cantante del arrabal, en “El gato negro”. Ella tiene una charla en dos ocasiones con Delicia. En la segunda, ambas se cuentan sus penurias, de algún modo políticas, teniendo en cuenta el difícil proceso de la incorporación de la mujer a ámbitos que hasta hacía poco habían sido exclusivamente de los hombres. Buenos Aires se moderniza, a fuerza del dolor de mujeres que, a pesar de todo, siguen adelante.
Pero el tema central de Carne es la violación. Así comienza la película. Y esto se incrementa de forma cada vez más brutal. Un trabajador del frigorífico la viola a escondidas, y a espaldas de su novio. Ella lo oculta por temor a las consecuencias. La violación en sí, por más violento e incómodo que esto resulte, es una problemática que se abordó (y se continúa abordando) en el cine reiteradamente.
Lo chocante para nuestros días es la terrible sexualización del cuerpo de Sarli en medio de todo esto. No el qué, sino el cómo. El epicentro de la trama es el momento en que un grupo de trabajadores deciden secuestrar a “Delicia” en un camión del frigorífico, y van entrando al camión, estacionado en la zona portuaria de la ciudad, para violarla por turnos. Ella sufre, grita, intenta zafarse, pero la pesadilla igualmente ocurre. En una de las escenas, su cuerpo, que nunca termina de cubrirse, se exhibe entre ruegos y lamentos para su violador. Pasan los minutos y la secuencia se hace interminable. Uno de los hombres, al entrar al camión, se arrepiente. Ella lo compensa con un beso. Nada de lo que ocurre contra su voluntad parece devastarla por completo. Su fe en la masculinidad continúa intacta.
Luego, mediante la aparición de su novio (que llega demasiado tarde, y que parece más preocupado por restaurar su hombría repartiendo piñas que en asistir a su damisela porno en apuros), ella consigue escapar. Más tarde, en su casa, se baña y recuerda lo sucedido. Su cuerpo es filmado hiper erotizado en la ducha: se acaricia y se refriega las tetas como si supiera que todos sus movimientos son para otros, mientras recuerda la violación múltiple. La imagen resultante es absolutamente sórdida y perversa. Cuesta recuperarse de esa sucesión de planos en la era niunamenos.
El cine Sarli-Bo es un combo. La dirección de Bo está al servicio de las tramas argumentales que se construyen específicamente en torno a la figura de Sarli. Las escenas eróticas comienzan a repetirse como las piezas de una máquina. Las violaciones (o sus intentos), la Coca gimiendo, la coca diciendo “canalla” con rencor, la coca apretándose las tetas con las manos o con los brazos. Todo eso es lo que vende. Es la razón de que las películas lleguen a lugares insólitos del mundo. Eso mezclado con la recreación de espacios y de la sociabilidad de los sectores populares que son más que interesantes, y que Bo sabe mostrar sin intelectualizaciones. Siempre hay historias de amor, y los enamorados triunfan más allá de la bestialidad desatada (a la que se le da mucho más espacio que a lo demás). También hay osadías, emergen temas prohibidos como el lesbianismo. Durante la dictadura, el INC (Instituto Nacional de Cinematografía) se ocupa de pasar la tijera y cortar esas cintas lo más posible. Pero con censura y todo, las películas llegan a los cines, abreviadas en el país, y completas en el extranjero.
Hay en el cine Sarli-Bo una mezcla de folletín, de radio novela, de costumbrismo y de cine erótico clase B. Historias con final moralizante que parecen ser la envoltura que la sociedad necesita para que esas películas, censura de por medio, tengan su oportunidad. Pero lo más importante parece ser el erotismo, cada vez más morboso, perverso y violento. Especialmente a partir de la segunda década.
¡Canallas!
En 2010 entrevistan a Isabel, ya conocida por todes como la Coca, en el programa “Tiene la palabra”, emitido por la señal de cable Todo Noticias. Ella está sentada en un estudio amplio, frente a los conductores del programa y al equipo de panelistas. A la distancia, más atrás, un público posicionado en gradas (la famosa tribuna televisiva) listo para el show.
Isabel tiene 80 años. Es de las pocas divas que no se hizo una sola cirugía plástica en su vida. La cámara le hace planos desde abajo: su elegancia está intacta, sus piernas siguen siendo maravillosas. Tiene un vestido floreado y una chaqueta roja, impecable, coronando el atuendo con unos zapatos marfil de taco alto. Los ojos maquillados a su usanza, como si el tiempo no hubiera transcurrido, y los labios color carmesí. La melena azabache enmarca sus facciones angulosas. Podría parecer una mujer 20 años más joven, a pesar de que no ha recurrido a ningún artilugio para parecer la jovencita que ya no es. Su imagen dice tanto o más que sus palabras. Se la ve asumida, segura de sí misma, y tan elegante y sensual como siempre. Ella ya es una leyenda, y lo sabe. No necesita convencer a nadie. Cada arruga se la ganó. Fue protagonista de al menos 30 años de filmaciones, fama y vida agitada. Hizo 28 películas en 26 años. Fue tapa de revistas como Life o Time. Viajó por todo el mundo, conoció lugares exóticos que en su momento no eran tan transitados. Amó, fue madre adoptiva. Da la sensación de que no se privó de nada. Sin embargo, los periodistas insistirán en mostrarla incompleta, indefensa, sumisa, derrotada…
El panel “de primera” es lo más parecido a un comité inquisidor. La empatía brilla por su ausencia. Las preguntas son afirmaciones hechas de lugares comunes, encubiertas como preguntas.
El panelista, bien machirulo, dispara: “Usted me hace a acordar a Sofía Loren. Pero a contracara de ella, usted es siempre como una especie de cautiva. Usted, por lo que cuenta de su vida, primero estaba su madre, que siempre tuvo mucha influencia para usted, y después pasó a estar bajo el ala de Armando. ¿Se sintió alguna vez libre o siempre sintió que estuvo presionada por personalidades muy fuertes?”
Sarli no le deja pasar una: “Perdón que te interrumpa, vos primero hablás de Sofía en el cine. Y conmigo estás hablando de mi vida particular.”
Parecen empecinados en mostrarla como una mujer sumisa, sometida siempre a voluntades ajenas. Parte del mito construido por ella misma, pero que al escucharlo tan vulgarmente y sin matices, le resulta intolerable.
Habla otra panelista, le sugiere que, de haber aceptado papeles de otros directores, podría haber hecho trabajos “más artísticos”. Isabel le contesta burlándose de esos cineastas intelectuales que la convocaban, pero después querían mostrarla desnuda ante las cámaras, al igual que Bo. La panelista, encarnizada, vuelve a contra atacar: “¿No se siente un poco frustrada?”. Isabel responde con calma: “No, mami, no, no. Yo estoy muy feliz de todo lo que he hecho en cine”.
En el anecdotario en loop, aparecen episodios en los que Isabel le cruza la cara con una cachetada a Armando Bo, e incluso a un cura en un edificio militar, en plena dictadura. Pero esas anécdotas parecen pasar inadvertidas. Prefieren ver a la Coca mitológica de una sociedad extremadamente retrógrada. Prefieren quedarse con la imagen de esa mujer tímida que fue víctima de Bo, el amante que nunca abandonó a su esposa, el director tirano y abusivo; en otras palabras, el proxeneta. Hace falta mucha agua para apagar tanto fuego.
Coca Sarli, a partir del éxito de su primera película, comenzó a ganar por cada film un sueldo y un porcentaje de ganancias. Pudo filmar con estudios como la Metro Goldwyn Meyer, pero ella siempre se quedó “por mi país, por mi mamá y por Armando”. En una entrevista que le realizan a Armando Bo, él cuenta que luego de que fueran al estudio de la Metro, donde le ofrecían un contrato fijo por una cantidad de años, la coca salió furiosa. No le cerraba la propuesta. Ella le confiesa a Bo: “prefiero ser cabeza de ratón que cola de león”. Isabel se quedó con su ratón, tal vez segura de lo que se filmaba allí y de sus ganancias. Pero, sobre todo, con la libertad y la vida que elegía.
Carne sobre carne
Las anécdotas mitológicas sobre Sarli podrían formar una antología en varios tomos. Pero ninguna parece revelarla totalmente. La mujer que más se atrevió aparece eclipsada por el arquetipo de la sumisa. Sarli parece, para muchos, un personaje más de sus películas: condenado por un amor que esclaviza, somete y humilla a la vez.
Isabel elige sus palabras, decide qué contar. En más de una ocasión pone el freno y aclara que de ciertos temas no habla. Al revés de cómo se la piensa, parece extremadamente cuidadosa en deslindar lo público de lo privado. Se advierte en ella a una persona medida, de temperamento fuerte, inteligente; pero asumirla hermosa, inteligente, e independiente parece algo intolerable para una sola mujer.
La “Coca”, como todos la conocen, fue también un apodo cariñoso que termina por error, según sus dichos, en boca de todos. Así le decían su mamá y Armando, dos amores a los que fue fiel, pero con quienes sin duda habrá tenido sus tormentosas batallas. Lo privado y lo público, siempre trastocados, una y otra vez. Hasta que nos perdemos en ellos sin poder distinguir la ficción de la realidad que, ¿acaso importa?
Hoy, Armando Bo parece un apéndice de la figura de Isabel Sarli. Ella importa siempre más que los guiones, la dirección, los argumentos, los demás actores. Ella es el centro de todas las fantasías, tan inalcanzable y misteriosa como la luna.