Hoy se cumplen 18 años de aquel 26 de junio del 2002. Las historias de los y las de abajo resuenan con la fuerza de la pluma y de la espada. Una crónica en primera persona de la histórica Masacre de Avellaneda.
Por Orlando Agüero* | Fotos de Carla Hayet
Estoy seguro que existen miles de historias de aquella jornada. Tantas como les miles de compas movilizades ese día. Es que el sentimiento de esa ocasión estuvo compuesto por valores esenciales. Esos valores hoy se vuelven a poner en juego.
El invierno de ese año era más frío que nunca. La debacle del sistema político, económico e institucional de la época impactaba en nuestros termómetros. La temperatura exterior hacía descender el mercurio; sin embargo, los fuegos del 19 y 20 de diciembre reciente y el plan de lucha piquetero, que se sostenía desde principios de ese año, hacían crecer las llamas del espíritu popular.
En el armado de la columna de la Verón sobre la avenida Pavón, frente a la estación de trenes de Avellaneda, el Movimiento de Trabajadores Desocupados de Quilmes, donde yo militaba, le correspondió la retaguardia. Sin embargo, cuando arrancó la marcha hacia el Puente Pueyrredón varios compañeros y compañeras fuimos al trote hacia adelante. Íbamos en busca de la cabecera, donde sabíamos que podía comenzar la represión policial. Esta idea estaba absolutamente fundada: durante toda la semana previa nos habían inundado de amenazas. El gobierno nacional de Eduardo Duhalde buscaba frenar a como dé lugar la conflictividad social creciente.
La cuestión es que no logramos llegar hasta la primera línea, donde ya había compañeres de todos nuestros movimientos.
Apenas llegamos a la parte de abajo del Puente, a unos treinta metros de nuestra primera línea de autodefensa, se comenzaron a escuchar disparos. El color predominante del día era el gris. A esto había que sumarle una abrumadora tensión en el ambiente y los aromas propios de los instantes previos a una represión. Compañeros y compañeras corriendo en dirección a la estación de trenes, algunes tropezando, el olor a pólvora, nubes blancas de gas que entorpecían la vista y la respiración y gritos de toda clase configuraron el escenario inmediatamente posterior al comienzo de la represión.
Al disolverse un poco las nubes de gas lacrimógeno de alrededor mío, pude ver al compañero José. Estaba aguantando lo más adelante que podía el avance del operativo represivo. Levantaba unas baldosas sueltas para poder defenderse de la brutalidad de la que se había apoderado toda la base del Puente Pueyrredón.
Defenderse de la bestialidad, el exceso y la represión policial se había hecho carne en gran parte del pueblo. Eran tiempos en que la violencia popular había alcanzado el status de aceptable en la sociedad. Es que era tan grave la situación de la inmensa mayoría de la población que el uso de la violencia como instrumento de defensa en manos del pueblo se había legitimado. Veníamos del 19 y 20 de diciembre del 2001, donde la rebelión de millones desobedeció el Estado de Sitio y expulsó al gobierno neoliberal de De la Rúa y Cavallo.
Me acerqué a José para decirle que nos apuremos hacia la estación. A nuestro lado, la compañerada se jugaba, en ese instante, la partida de su vida.
Así fue que mientras nos dispusimos a correr hacia la estación mientras éramos testigos de cómo caían algunes compas. Entre las detonaciones, ya sobre Pavón, pude observar a los canas de la bonaerense que avanzaban hacia nosotrxs. Desde el Puente Pueyrredón Viejo avanzaban efectivos de Prefectura Nacional. En la confusión generada por semejante cuadro traumático, lo perdí de vista a José. Quedé observando, durante un microsegundo, cómo se formaron sobre la avenida Pavón estas dos fuerzas de seguridad. La mano que va a Capital, la Policía Bonaerense. La que va hacia provincia, Prefectura. Inmediatamente me di media vuelta y volví a correr. Varixs cumpas avisaban que no vayamos a la estación. Entonces continué por Pavón, en dirección a Gerli.
Es increíble como algunas cosas quedan en el recuerdo con una presencia propia. El resonar de los balazos trazando el aire era algo que nunca había experimentado. Sobre todo porque eran muy cerca de uno, a la altura de los oídos. Entre la desesperación, también se sentía ese fervor de haber tomado la decisión correcta: no atenerse al mandato de quienes se estaban llenando los bolsillos a costa de la inédita pobreza del pueblo. Por eso, a pesar de la represión que estábamos sufriendo, el espíritu estaba bien alto. Con miedo, con nerviosismo, pero convencides de que estábamos librando una lucha justa, legítima y trascendente.
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En eso, lo volví a ver a José. Estaba semi-recostado en el angosto boulevard que dividía las dos manos de la avenida Pavón. Me acerqué y me dice que estaba herido en el pie. Se quitó las zapatillas y tenía, literalmente, un agujero en la zona que se ubica entre el tendón de Aquiles y el tobillo, de lado a lado. Lo ayudé a incorporarse como pudimos y a las apuradas. Se acercaban los canas. Doblamos en una calle hacia el sector de los Siete Puentes. Ahí nos cruzó una periodista, Laura Vales. Estaba trabajando para difundir lo que estaba sucediendo ese día en Avellaneda. Subimos, porque este puente cruza por encima de las vías del ferrocarril. En esa zona estaba la Gendarmería.
Apurados, divisamos una ambulancia. Urgente la paramos, y casi a los golpes sobre el vehículo, le pido que nos lleve, porque estaba con una persona herida de bala de plomo. El chofer nos responde que estaba ocupada la ambulancia con un paciente. Sin embargo, mientras corriendo se acercaban los gendarmes, se abre la ventanilla de la parte de atrás de la ambulancia y el paciente mismo dice: “¡Si, que suban, suban!”. No lo dudamos ni un segundo. Nos llevaron hasta el Hospital Fiorito. El compañero José quedó inmediatamente en la guardia internado. El hospital era un caos. Ahí, por teléfono, le avisé a su compañera, la “Rusa” Laura Leonardi. Hoy José sigue siendo un excelente compañero, luchador de las causas populares y un gran chef.
Muchos de esos represores continúan libres, así como quienes dieron las órdenes desde el poder político.
Pero nunca podrán callar al pueblo: ni con leyes, ni con mordazas, ni con balas.
¡Darío Santillán y Maximiliano Kosteki Presentes!
*Militante del Frente Popular Darío Santillán y de la Comisión independiente Justicia por Darío y Maxi