La pandemia del COVID-19 transformó muchas de nuestras formas de relacionarnos, entre ellas, los sonidos con que nos vinculamos a la ciudad y nuestro entorno, ¿qué pasa con nuestras voces propias y silencios?
Por Ema Vilches / Fotos Tadeo Bourbon
El primer vínculo sonoro es aquel que se da a través de los estímulos que la persona gestante transmite al feto; éste lo percibe desde esa primera esfera que se romperá al nacer para conectarlo con otras voces, sonidos, espacios y objetos.
Una esfera es una burbuja, un invernadero, un lugar que nos contiene y el punto de partida desde donde podemos construirnos y cambiar. Desde esa primera esfera diádica surgirán otras que irán recubriendo y agregando sentidos a ese sujetx, desplazándolo de ciertas zonas confortables hacia otras en donde tendrá que volver a transitar la deriva.
“Las callecitas de Buenos Aires tienen ese no sé qué” dice el tango.
Y espontáneamente se agolpan en mi memoria el sonido de las tazas en un bar, bocinazos de vehículos, vendedores ambulantes ofreciendo sus cosas, risitas de unes chicxs tomando birra en el cordón de la vereda, o el olor dulzón de los buñuelos de manzana de mi Vieja.
Caminamos desde relaciones microclimáticas, íntimas (casa-familia) hacia el corpus social (trabajo-barrio) y nos tropezamos con un sinuoso camino de seres sociales, como animales relacionales, acostumbrades a estar con otres en solidaridad. Somos lo que olemos, lo que escuchamos y decimos. Somos a través del contacto y la aproximación de los cuerpos.
Ante la distancia que impone un evento disruptivo como la pandemia: ¿qué nos sucede frente al cambio sonoro y morfológico de nuestro entorno? Conversando con algunxs amigxs pude recoger varias respuestas:
“No soporto el silencio de la ciudad, siento que camino en un hueco y ni siquiera habrá alguien allí para socorrerme si me caigo”
“No se escuchan más voces, solo un cuchicheo, un rumor desde adentro de las casas intrigante”.
“Los perros son los nuevos amos de la ciudad, gritan hasta despegarse desde balcones o terrazas y desobedecen toda precaución de aproximación. Sus humanos deben estirar infinitamente sus correas hasta el contacto de hocicos y rabos desconocidos”.
“Nunca antes el patio interno de mi edificio rodeado de plantas y algunas bicicletas fue arrasado por el crepitar de las hojas. El zumbido de mosquitos y moscardones (insectos que nunca había visto por allí) se agolpan en mi ventana como esperando en la fila de algún supermercado, sin la distancia del metro y medio. Abro las ventanas e ingresan contando no sé qué cosas del mundo, levantando papeles y trayendo tierra en sus fauces.”
“Cuando nuestra casa es un refugio. Cuando nuestra casa es una cárcel.”
La profesora Marisabel Savazzini cuenta en su trabajo el destino no sabido o de como se construye una oreja colectiva, que quienes fueron testigxs de la devastación del tsunami en Japón, la ausencia del sonido les producía un dolor difícil de explicar. Todo aquello que formaba parte de la envoltura sonora de ese territorio, todas las esferas superpuestas que constituían la vida del lugar, fueron arrasadas en un segundo. Entonces es cuando deviene también para quien este vacío es dolor. Es el miedo aristotélico del terror vacui, el temor a la nada.
Con el pasar de los días, confluyen desde ventanas ventanitas y ventanales las pasiones del vecindario, están lxs que tocan instrumentos desde un piano hasta la bandolina, lxs que gritan como desaforadxs ante el aplauso multitudinario, lxs que escuchan música o leen en voz alta.
Hace unos días vi un film libanés llamado “Incendies”. En este film, Nawal, la protagonista, es una mujer joven recluida en una cárcel del sur del Líbano como presa política. Nawal padece todo tipo de horrores y torturas. Es recluida en una pequeña celda, oscura y siniestra. Nawal canta todos los días durante su cautiverio, durante 15 años. Ante una casa real (celda) surge la casa soñada (voz que canta) que le permite volar más allá de la materialidad circunscripta a tiempo-espacio y se niega a renunciar a su propio mundo imaginado. Cuando Nawal llegó a la cárcel tenía asignado un número como nombre, el 72. Cuando fue liberada todo el mundo la recordaba y nombraba como “La mujer que canta”.
Bachelard habla de ese espacio que es nuestra casa como un lugar donde nos cobijamos, donde tenemos secretos o develaciones según nuestros objetos, donde la elección de una habitación o el color de cierta pared, tienen memoria y significado. Pareciera decirnos que aprender a habitar nuestra casa, es aprender a habitarnos a nosotros mismos, a contactar con el vacío y con el silencio.
Concluiré con una invitación a contemplar la posibilidad de dejarnos llevar por las voces y silencios propios y ajenos en estos momentos, permitirnos pensar la casa, más allá del cobijo o el claustro, como una superficie con infinitas capas que nos ayudarán a desplegar vuelo dentro de nosotrxs. Como dice Gastón Bachelard “La intimidad necesita de un nido”. Hagamos entonces ese nido y despleguémonos en ese sinfín de materialidades y deseos hasta convertirnos en nuestro hogar.