“La clase baja está creciendo, los derechos humanos no existen.
En su sociedad represiva, nosotros somos cómplices involuntarios (…)” Carpenter, J. (1988), They Live.
Texto y fotos por Ornela Calcagno*
Las personas detenidas conviven con el riesgo sanitario, aún más en un contexto de pandemia. Sin embargo, un mes después de la declaración de emergencia por COVID-19 en Argentina, la situación carcelaria fue noticia. El viernes 24 de abril por la mañana, presos alojados en la cárcel de Devoto (al tomar conocimiento de que personal del Servicio Penitenciario con desempeño en dicho penal tenía coronavirus) iniciaron un reclamo por garantías sanitarias. Ello incluye el cumplimiento del derecho a libertades anticipadas o medidas alternativas a la prisión, conforme establece la legislación penal. Desde entonces, asistimos a la propagación de opiniones acerca de la cárcel en general, y sobre las personas detenidas en particular. Punitivistas de derecha a izquierda y personas bien intencionadas dan su palabra desde que inició la difusión de las imágenes de presos en los techos de Devoto. Una alerta caricaturizada entre el odio y la pena.
Sin embargo, no sucumbió el mismo revuelo mediático al confirmarse que dos presos de la cárcel de Devoto –también– portaban el virus. Entre los actores intervinientes en la mediación para mitigar el reclamo, el Ministerio de Salud de la Nación se comprometió a prestar especial atención a los posibles síntomas que surjan en la población. Mientras tanto, la opinología insustancial (como las notas referidas a las “historias criminales” de personas detenidas) y las disputas entre los distintos poderes y partidos políticos, tienen el efecto perverso de aplazar las “soluciones” factibles. En tal escenario, sobrevuelan una serie de inquietudes: ¿advertimos qué implica el aislamiento social para quienes ya estaban confinados/as? ¿tomamos dimensión de lo que puede conllevar que se contagie la población del pabellón? ¿sabemos cómo se (sobre)vive en un pabellón? ¿conocemos las características de la asistencia médica penitenciaria? No está de más ratificar que éstas y otras tantas preguntas no pueden ser respondidas por una serie televisiva.
En principio, interesa realizar una aclaración bastante trillada, pero no menos anquilosado en el periodismo (y en las Ciencias Sociales): “ser delincuente”, esa personificación tan cercana como exótica, no es natural; encarna al tiempo que vela las complejas tramas discursivas y materiales que administran las trayectorias vitales de miles de personas, y que incide –incluso– en quienes no son (somos) tildados/as como tales. La población encerrada en comisarías, alcaidías, cárceles tampoco debería ser nombrada como “privada de la libertad”, si consideramos la lista de carencias que padecen quienes ingresan en las redes de la policía, los tribunales y la cárcel. Para poder construir una problematización –y posibles respuestas– acerca de las condiciones de detención en el marco de una pandemia, la propuesta es una vez más correr el foco hacia el sistema penal en movimiento: quienes se captura, qué se retiene, cómo se castiga.
Algunas publicaciones en los últimos días describen el porcentaje relativo de personas procesadas y condenadas y la situación de sobrepoblación, dos temas que se replican sin mayor profundización cada vez que el tema “cárcel” entra en la escena pública. Pero, hay más para develar. Con este desafío, a continuación, planteo tres ejes problemáticos, que son significativos por su historia, sistematicidad e implicancias para la vida de las personas detenidas.
Más captura, más retención, mayor vulneración
No se trata de conocer el color partidario que ocupa el gobierno nacional o provincial. Desde décadas atrás, la política penal se inscribe en los mismos matices, traspasando límites políticos y geográficos. Uno de sus indicadores es el aumento progresivo de la población encarcelada.[1] Esto no puede ser entendido como el revés del aumento de la criminalidad. Antes bien, es el impacto (esperado, quizás) de la expansión policial y la diversificación del control urbano y el recrudecimiento de la legislación penal y la administración judicial. Para ilustrar esta red punitiva, la Ley N°23.737 (estupefacientes) muestra la manera en que se canaliza un problema (que podría designarse “social”) como “criminal”,[2] lo que habilitó nuevos focos territoriales para las fuerzas del Estado, fortaleciendo a la Gendarmería Nacional; un cambio en la composición de la población capturada, incrementando la cantidad de mujeres y mujeres trans presas; la construcción de cárceles federales, ampliando las plazas disponibles en la zona norte del país. La mira puesta en el sistema penal permite evidenciar una problematización que supera la narrativa de los tiempos dilatados del poder judicial; también intenta correrse de la “crisis de sobrepoblación”, que pone en escena –como analizan Andersen y Bouilly[3]– el incumplimiento de obligaciones normativas en paralelo con las intenciones de ajustarse a derecho por parte de un Estado esquizofrénico. Más allá de las celdas o metros cuadrados disponibles, de ser o no declarado “condenado/a”, ¿qué está ocurriendo allí dónde se decide el ingreso de una persona a la cárcel? Este interrogante resulta aún más oportuno si consideramos que las condenas a prisión por plazos exiguos (desde 15 días a 6 meses) están creciendo notoriamente.[4] Una primera lectura cualitativa de estos casos sugiere que se trata de personas que habrían cometido delitos insignificantes o de poca monta (algunos ejemplos que conocí en la Unidad N°28 del SPF: llevarse una silla posada en la vereda, tomar un foco de luz de una plaza, agarrar unos alambres que estaban fuera de una obra en construcción). ¿A dónde ingresan estas personas? ¿qué vulneraciones atraviesan en ese corto período?
La cuarentena en el encierro: la “visita” es asistencia alimentaria
Desde la sanción del Decreto N°287, que inició la medida de “Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio”, muchas personas (profesionales o no) se expresaron sobre los efectos físicos y psicológicos de lo que llaman “estar encerrado”. Sin embargo, amparada en testimonios de personas presas, ni las peores condiciones habitacionales o económicas se asemejan a la situación de sobrevivencia que impone la cárcel; uno de ellos, registraba que nunca se “había sentido tan sucio” (sic) como en el penal, incluso –agregaba– con una experiencia de tres años viviendo en la calle. La normativa nacional e internacional en la materia establece un conjunto de obligaciones relativas a la provisión de elementos de higiene y limpieza, ropa de abrigo, alimentación, entre otras, lo cual rige tanto para el poder judicial como el poder ejecutivo que tiene a su cargo la custodia de presos/as. Pero, el deterioro edilicio, la insalubridad, la mala alimentación son condiciones estructurales de cualquier cárcel[5] –ampliamente registradas por organismos de Derechos Humanos– que afectan sin discriminación tanto a los sectores de alojamiento catalogados de “máxima seguridad”, como a las unidades destinadas al cumplimiento de las últimas fases de la pena (consideradas en la jerga “de conducta”). La escasez de bienes de subsistencia básicos se internaliza (o como dicen muchos/as, “te acostumbrás”), y surgen un conjunto de estrategias alternativas para vivir en el encierro, resultando más que imperioso contar con un trabajo y, sobre todo, con una familia. Cuando reclaman por la restricción a las “visitas”, los/as presos/as no hablan –simplemente– de recibir a un amigo, la mamá, o la pareja (lo cual es un derecho, también, para quien el Estado acusa y encierra). Se trata de comer: por medio de la “visita” las personas detenidas adquieren la mayoría de los productos alimenticios debido a que lo provisto por el SPF es poco o está en mal estado.[6] La situación del “paria” (aquel preso/a que no tiene familia que le provea alimentos o cosas para la limpieza) es especialmente crítica, sobre todo si permanece con una “condena corta”. Para estas personas, no hay trabajo: en la práctica, los eslabones judicial y penitenciaria renunciaron al programa de “tratamiento” en el que se funda la propia existencia de la institución carcelaria. Si bien la ficción de la “resocialización” ya no es una novedad, no se debe perder de vista estos movimientos. ¿Solo se trata de contener a estas personas (en particular, a aquellas que incomodan en las calles)? O conviene preguntar, ¿qué produce el sistema penal?
Qué significa enfermarse en la cárcel
Es reiterada la observación de que las cárceles son inhabitables. Esto no es superfluo: el peligro, y en particular el riesgo sanitario, es consustancial a la vida carcelaria. Convivir con fugas de gas, consumir alimentos contaminados, calentar agua con “cables pelados”. A ello se suma la nula atención médica y, si la hubiera, sus condiciones son deficientes. Enfermarse en la cárcel constituye la mayor condena. Un dolor de muela, de estómago, o una migraña, generan experiencias de sufrimiento. Allí, se sientan las bases de una paciencia dolorosa, aunque también de una tensión permanente, que en más de una oportunidad acaba en conflicto. Porque “patear la reja” suele ser, en muchos penales del SPF, la forma más efectiva para ser asistido/a por personal de la salud, conseguir un medicamento, o ser trasladado a un hospital extramuros ante una urgencia. No se trata de malos profesionales, tampoco de falta de presupuesto; incluso cuando las salas de atención médica están equipadas, las personas detenidas ven agravar su estado de salud: por no poder continuar tratamientos o debido a que se contagian de alguna enfermedad (que en otras condiciones podría prevenirse).[7] La salud intramuros plantea un problema relativo a la sobrevivencia, siempre. Los espacios sanitarios, más o menos básicos, no constituyen un servicio de salud, sino que están insertos en la lógica de gobierno penitenciaria. No hablamos de violencia institucional: se trata de una red de prácticas, actores, instituciones, un juego de fuerzas sobre la vida, la que –deliberadamente– se gestiona a través del dolor y la tortura.[8] Entonces, en la coyuntura actual, ¿qué garantías hay para quienes –a diferencia de lo que pregonan muchos– nunca tienen garantías?
Lo señalado hasta aquí busca replantear los términos de la discusión, porque no se trata de resolver la dicotomía libertades si, libertades no. Los presos/as no son metafóricos, ni extremistas, tienen sustento cuando afirman: “no queremos morir en la cárcel”. Contra los relatos que promueven la desinformación y la violencia, quienes quieran escuchar la voz de las personas detenidas van a encontrar mucho más que “un delincuente”, “un privado de la libertad”: allí están las marcas de un sistema que no solo condena sino castiga, genera hambre y dolor, y con ello certezas sobre su capacidad de dar muerte. En la vorágine de la información actualizada en tiempo real, apelar al conocimiento riguroso se transforma en la herramienta más eficaz contra la complicidad –más o menos– involuntaria.
*Integrante del Grupo de Estudios sobre Sistema Penal y Derechos Humanos – UBA.
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[1] En lo que refiere al Servicio Penitenciario Federal, en 1996 contaba con 6.112 presos/as, pasando a una población de 9.523 en 2010, y registrando 11.861 presos/as para 2018. Se puede consultar en: López, A. L., “Perspectiva estadísticas. Actualización 2015/2018”, en Cuadernos del Grupo de Estudios sobre Sistema Penal y Derechos humanos N°5, diciembre de 2018. En línea.
[2] Quizás, el mismo movimiento puede apreciarse hoy con la violencia de género como una cuestión de deficiencia punitiva. Una de las respuestas ante un hecho de femicidio aberrante fue la reforma en 2017 de la Ley de Ejecución Penal N°24.660, que incluyó en el paquete mayores restricciones para delitos que no implican necesariamente daño directo sobre las personas, como la ya mencionada normativa que hace referencia a estupefacientes.
[3] “El fetiche de las emergencias penitenciarias”, en Revista Bordes (UNPaz), 27 de abril de 2017. En línea.
[4] Para un análisis de las condenas a cumplimiento de la pena de prisión por montos de menos de 36 meses, recomiendo el informe del Departamento de Investigaciones de la Procuración Penitenciaria de la Nación del año 2019, titulado “Evolución de personas encarceladas en el SPF con penas de hasta 36 meses (2005/2019)”. Disponible online.
[5] Sobre el carácter estructural y sistemático de las malas condiciones materiales y la deficiente alimentación, ver los informes del Registro Nacional de Casos de Tortura que lleva 10 años relevando casos en cárceles federales y bonaerenses, principalmente, en un acuerdo interinstitucional entre el Grupo de Estudios sobre Sistema Penal y Derechos Humanos de la UBA, la Comisión Provincial por la Memoria y la Procuración Penitenciaria de la Nación. Disponibles online.
[6] Para ampliar sobre esta problemática, sugiero la lectura del informe “Producción y gestión de la escasez y la falta como estrategias de gobierno penitenciario. Un estudio sobre la alimentación en las cárceles federales”, también realizado desde el Departamento de Investigaciones de la Procuración Penitenciaria de la Nación. Disponible online.
[7] En el Informe Anual de 2018 de la Procuración Penitenciaria de la Nación, consta que a raíz de una inspección en Devoto se corroboró que no se realizaban o bien tenían falencias los estudios ante sintomatologías, incluso ante el caso de una muerte por Tuberculosis. Ver informe completo online.
[8] Aunque nos centramos especialmente en las cárceles federales, es ilustrativo el apartado “Falta y/o deficiente asistencia de la salud en las cárceles bonaerenses” del Informe Anual del Registro Nacional de Casos de Tortura del año 2017, donde se analiza asistencia de la salud como constitutiva del orden intra-carcelario, y su impacto en las capacidades físicas y psíquicas de las personas detenidas. Disponible online.