A Naza, Mari Ro, Marian, Wally, la Pocha: cómplices de un momento lleno de frenesí
Otra manera de acercarnos a las multitudes mientras las extrañamos, los años de militancia. Una crónica que es mirada sobre los años kirchenristas pasados, pero es también una mirada sobre la acción propia y la felicidad de la inocencia perdida.
Por Ana Paula Marangoni | Foto: Julieta Lopresto
Fue por octubre de 2011. Cristina había ganado la reelección. Las movilizaciones en las calles que se habían sucedido desde el Bicentenario habían ido ocupando un lugar en mi corazón. Nos fuimos politizando de una forma adolescente. Nos parecía que encontrarnos en la Plaza era una manera de decir que apoyábamos que desde el gobierno se hablara de DDHH, que se reanudaran los juicios de lesa humanidad, que el Estado como garante de derechos cobrara importancia, y que las y los grasitas recuperaran su lugar en la fiesta.
Éramos ingenuas e ingenuos también. Vivíamos con frenesí el revival de toda una mística que iba desde Evita hasta Montoneros. En una movilización o fiesta, de repente se podía hablar con alguien que había sido militante de la JP, o que era amigo o familiar de desaparecidos. Cantar la marcha peronista era revivir años de utopías setentistas, o la época dorada del peronismo: la fundación, las pelotas para los pibes, conocer Mar del Plata por primera vez.
Hablábamos de las contradicciones, de lo que faltaba, de los problemas que seguían intactos. Pero sentíamos que había que seguir reivindicando y defendiendo a un gobierno que nos hacía sentir protagonistas, que nos unía de alguna manera a grosas y grosos como la Gaby Arrostito, Paco Urondo, Rodolfo Walsh, el gordo Coooke, Alicia Eguren, Agustín Tosco… y tantas y tantos más. Leíamos La voluntad, la revista Lucha armada, nos pasábamos libros como El tren de la victoria. Jugábamos a ver quién sabía más sobre peronismo y los setenta. Memorizábamos nombres, hablábamos de La Tablada, Monte Chingolo y otros eventos revolucionarios. Chamuyábamos con poemas de Gelman o Constantini. Mezclábamos una lectura histórica y crítica del pasado con un presente sin críticas ni objeciones. Alzábamos los dedos en V y nos sentíamos una nueva generación de montos. Recuerdo que a veces se me salía la cadena y, cuando discutíamos sobre algún tema, algunas amigas se reían y me decían que me subía el troskómetro. Para las y los convencidos, mis ideas generaban desconfianza. Me decían “inorgánica”, para marcar un defecto imperdonable, entre discursos sobre lealtades y prioridades. Para quienes miraban al kirchnerismo desde afuera, yo era una kuka consagrada. Parecía difícil ocupar un lugar moderado. Nos enterábamos de que eras kirchnerista, cuando alguien te decía: “vos, que sos kirchnerista…” o “vos sos re k”.
Pero las fiestas eran las fiestas. Se trataba de un ritual donde las definiciones y discusiones quedaban a un costado. Ahí, yo estaba adentro.
Vivir las patas en la fuente
Por esa época, gran parte de mi vida transcurría arriba de un tren que iba de Villa Luro hasta Moreno. En el Barrio Lomas, Moreno adentro, teníamos un centro cultural llamado La Olla. Ese lugar no fue una excepción a nuestras ingenuidades. Pensábamos que estando en un barrio íbamos a poder cambiar las cosas. Pero nos faltaba organización, criterio, planificación. Y convivíamos con la esperanza de que la revolución nacional llegaría algún día a Lomas, donde todo seguía igual. Donde éramos reinas y reyes del piberío, mientras jóvenes y personas adultas seguían con su vida habitual.
Y fue ese domingo, que las pibas se vinieron desde Moreno hasta el departamento que alquilaba en Villa Luro. Gritaban por el balcón, sacaban una bandera que una de las pibas había improvisado en su casa, la agitaban en un barrio que parecía no comprender nuestro frenesí. Incluso, la vecina de al lado empezó a llamarme para reclamar que dejáramos de armar bardo, pero no la atendí. Ya nos estábamos yendo, rumbo a la plaza.
No sé cuántas horas estuvimos. Pero llegamos temprano, con el sol, y nos volvimos a la noche. Nos reíamos, nos abrazábamos, cantábamos, nos emocionábamos. Nos metimos en una de las fuentes y nos empapamos, aunque hacía frío para mojarse. En un momento, Naza se subió a un poste para colgar la bandera, y nosotras desde abajo la ovacionábamos. Era nuestra heroína de la tarde.
Al rato, o a la hora, nos fuimos con Wally a buscar un lugar tranquilo para mear. Mientras caminábamos alejándonos de la plaza, le dije, convencida: “al primer chabón que me cruce le voy a dar un pico”. Wally me miró y me empezó a desafiar con que no me animaría. Y yo, exultante de adrenalina, “que sí y que sí”.
Caminamos diez metros y me enfrenté con el elegido. Le expliqué la propuesta, y le pregunté si aceptaba (porque, ante todo, esto de que el cuerpo es de cada quien, por más adrenalina que sintiera siempre lo tuve claro). Sin dudarlo, me respondió que sí. Nos dimos el beso, que no fue ni excesivamente breve y ni exageradamente largo. Sin lengua, pero afectuoso y sentido. Después, nos miramos, nos sonreímos, y seguimos caminando, cada uno en dirección opuesta.
Estaba contenta, y lo chicaneaba a Wally: “¿Viste que me animé?”, y comentábamos lo lindo que había sido el beso. Wally se reía y me retrucaba: “Se podrían haber pasado el teléfono”. Pero la magia había sido esa, precisamente: ese gesto efímero de felicidad compartida.
A veces pienso en ese día, en esa anécdota, y en lo bien que representa esos momentos de celebración durante los años kirchneristas. Había un deseo que se expresaba en lo colectivo, en esas multitudes que nos mezclaban a distintas personas y generaciones, tal vez cada una con una idea diferente de por qué estábamos ahí. Era fresco, era espontaneo, y también fugaz. Estaba ahí, aunque no podía traducirse en algo más duradero. Si lo queríamos capturar, se nos escapaba. Era naif también. Nos impedía imaginar, entre otras cosas, que, dentro de cuatro años, muchos derechos ganados serían borrados de un plumazo.
Los años kirchneristas se fueron, y hoy, al revisarlos, pienso que fueron años de mucho idealismo, donde magnificamos de heroísmo algunas políticas, y donde confundíamos permanentemente nuestro rol en el Estado. Todas y todos hablábamos como presidentas, más que como laburantes, o militantes, o lo que cada quien era.
Eso sí, nos encontrábamos en la Plaza, y de una particular manera, éramos felices. Volvíamos a la inocencia de un beso adolescente, y de sentir que todo estaba y estaría bien. Sentíamos que algo invisible nos unía, y que todo era posible. Jugar en la fuente, colgar una bandera, abrazar a alguien que no conocíamos, y de paso, cambiar el rumbo de nuestra historia.