Una crónica de los recorridos por Avellaneda. Estación, cancha de Independiente y recuerdos que aparecen en medio de la cuarentena. Y como siempre, la excusa del fútbol para hablar de los temas importantes de la vida.
Por Nadia Fink
1993. El 10 de octubre de 1993 tomé por primera vez el Roca para ir hasta Avellaneda. Tenía 16 años y la ilusión de ver el debut oficial de Diego Armando Maradona con la camiseta de Newell’s. El Diego volvía al fútbol argentino después de casi 9 años y con el repechaje para el Mundial 1994 por delante. Era la quinta fecha del Apertura 1993 y una tarde de sol que prometía. En ese entonces contaba con una sola camiseta, que me habían regalado mi vieja y mi viejo cuando cumplí los 15. Eran caras y no era tan común vestirse así para andar por la calle. Y estaban los cuidados: ostentar camiseta de cuadro ajeno era una “provocación”. Así que me calcé la camiseta (la que nos dio tantas alegrías con el Loco Bielsa como DT) y una remera negra arriba, y me fui.
La estación era aún “Avellaneda” y las cuadras que la separaban de la cancha eran varias. Todavía había una amistad que parecía inquebrantable con las y los hinchas de Independiente, así que todo parecía ser una fiesta. El partido fue malísimo para la lepra, perdimos 3 a 1 y entendimos que el Diablo, como tantos años después, era especialista en intentar aguarnos la fiesta. Pero no nos importó. Ya en la tribuna, con amigos rosarinos, cantamos hasta quedarnos sin voz. Sentíamos que Dios jugaba para nuestro equipo y entonamos mil veces una canción que no volvimos a cantar con el paso del tiempo: “Yo te daré, te daré, niña hermosa, te daré una cosa, una cosa que empieza con ‘D’, Diegó” (así, con acento en la “o”).
El partido tuvo a Independiente dominando desde el arranque. Y no cambió nada durante todo el encuentro. La Lepra venía de una pretemporada floja y de un inicio de campeonato poco prometedor. Lo sabemos, Dios no hace milagros colectivos. Y así fue. Pero no nos importó. Cantamos todo el partido y vimos algunos destellos maradonianos, como cuando eludió a Cagna y a Rotchen para asistir a Morales Santos en el único gol leproso a los 37 minutos del segundo tiempo. Y la foto indeleble: una rabona en el área, que no fue gol porque el arquero Islas mandó la pelota al córner. Esos son los recuerdos de aquella tarde. Y las lágrimas. Y nuestra felicidad.
A la vuelta sumé un par de nuevos amigos que se volvían a Capital, y una cerveza con un mendocino que insistió en que prolongáramos alegría y festejos.
2004. Era 12 de diciembre. Lara había cumplido diez años cuatro días antes y nos subíamos al tren para ir a la (todavía) estación Avellaneda. No era la primera vez que Lara iba a la cancha, pero sí podía verlo campeón al equipo del que era desde el nacimiento. El apertura 2004 podía ser de Newell´s.
Era difícil conseguir entradas y se preveía una caravana increíble de hinchas desde Rosario. Un amigo de allá traía las entradas. Nadie tenía teléfono móvil (al menos, ningunx de nosotrxs), así que ya no recuerdo cómo pudimos encontrarnos con tres directivas que habíamos coordinado unos días antes por teléfono fijo y el mar de gente que eran las inmediaciones del estadio. Pero eso fue un rato después.
2002. El 26 de junio de 2002 atravesó la realidad como un rayo. O al menos la de las personas que sufríamos las injusticias, militáramos o no. Darío Santillán y Maximiliano Kosteki eran fusilados por policías en la estación Avellaneda y, a pesar de que intentaron mostrarlo como un “se mataron entre ellos” (según las palabras de Aníbal Fernández, entonces secretario de la presidencia), las fotos de Pepe Mateos o el Ruso Sergio Kowalewski contaron la verdad. También generaron un sacudón a los medios hegemónicos, que intentaron ocultar los hechos y soslayar las responsabilidades de los entonces Presidente y Gobernador de la provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde y Felipe Solá. Darío y Maxi fueron muertos de todas y de todos. Esos pibes nos marcaron. Porque se coordinó una cacería con fuerzas de seguridad nacional y provincial, porque se atacó directamente a gente que reclamaba comida y vivir con dignidad (eran apenas unos meses después de diciembre de 2001, y los sectores más postergados la estaban pasando fiero), porque se atacó a los jóvenes, blanco fácil, blanco buscado, de oficiales y gendarmes, y porque se fusiló por la espalda a quien se agachó para asistir a un compañero. Nos quisieron, también, matar los sueños de un mundo mejor y más solidario.
La memoria insiste y esa estación hoy se llama “Darío y Maxi”, y los autores materiales están presos. Y volvimos a esa estación cada 26 de junio a recordarlos vivos y a pedir, todavía, que se juzgue a los autores intelectuales, a los políticos que dieron la orden de disparar. Pero eso fue un poco después, porque aún se llamaba estación “Avellaneda”.
Otra vez 2004. Le pregunté a Lara sobre los recuerdos que le quedaron de ese día. “Tengo algunos”, me cuenta. “En principio, que sólo iba a ver a Newell’s campeón, pero me tocó unas cuadras reponerme de la sensación y de lo que me contaste en la estación Avellaneda”. Ese día mi hija salió campeona, pero, también, conoció la injusticia con su mirada más fuerte. Había pintadas, flores, intervenciones, placas con los nombres de los pibes en los lugares en los que habían sido asesinados. Y charlamos sobre eso. Tal vez era la primera vez que oía sobre asesinatos por fuera de una peli, o al menos que estuviera tan a la vista el abuso por parte de las fuerzas policiales. A ella también la atravesó esa historia, y los nombres y las vidas de Darío y Maxi. También volvió tantas veces conmigo o con otra gente, y también viajó a otros lados donde la injusticia se hacía bala contra los más pibes, los más pobres.
“Me acuerdo de que era la primera vez que veía tanta gente con la camiseta de Newell´s. Miles de personas en las calles, cantando. Lo recuerdo como un mar de gente y que entramos por una especie de túnel”. Ese mar de gente eran 40.000 hinchas que no paraban de moverse. Elegimos el codo de la tribuna, donde se veía medio chanfleado pero había menos amontonamiento y se podía estar bien.
No parecía haber tribuna local porque todo era una marea rojinegra por donde se mirara. Una vez más, el rojo casi nos amarga la fiesta; en cierta medida, otro full del infierno. Un Newell’s con jugadores como Justo Villar, Fernando Belluschi, Guillermo Marino, “El Burrito” Ortega y un Nacho Sccoco que venía pidiendo pista no pudo dar vuelta el resultado. Pero a pesar de la derrota por dos a cero había que esperar el final del partido que jugaba Vélez.
“¿Puede ser que recuerdo a un viejo con una radiecita atrás nuestra? Tengo la imagen de que todas y todos decían ‘shhhh’ porque él nos avisaba cómo iba Vélez”. Así era. Vélez Sarsfield estaba segundo a tres puntos, jugaba contra Arsenal y la derrota propia nos dejaba en manos de resultados ajenos. Nuestra tristeza o nuestra felicidad dependían de esa radiecito, de que esas dos pilas chiquitas fueran medio nuevas, de que el “vejo” (que no lo debe haber sido tanto, pero eran ojos de niña de 10 años) escuchara bien para así poder avisarnos enseguida. Se nos jugaba el festejo o la derrota en esos segundos.
“¡Terminó! ¡Empató Vélez!”, gritó “el viejo” con todos sus pulmones y las lágrimas salieron solas. Las lágrimas, los gritos, nuestro abrazo. Abrazadas, y sin importar lo que pasaba en la cancha ya, lloramos y nos reímos. Todavía hoy nos dura ese abrazo, el del primer campeonato de ella. (Cuando escuchamos esa canción que dice “Soy leproso de pendejo… lo que me enseñó mi viejo…”, nos preguntamos cuándo cantaremos canciones donde estas historias tengan lugar).
La mayoría de los ecos de Avellaneda resuenan en nuestras vidas hasta hoy. Mi hija sigue pensando que Diego es el mejor jugador del mundo aunque no lo haya visto jugar; Darío y Maxi siguen siendo esos pibes a los que vamos a homenajear cada junio, con antorchas, con música y con el abrazo a la familia. A la cancha vamos, claro, ahora a Rosario porque Lara me invitó a sumarme a esas combis que son fraternidad, alegría y cantos. Campeonato también festejamos algunos años después, cuando ella era más grande y ya pudimos tomar una cerveza para prolongar, esta vez madre e hija, alegría y festejos.