Reseña de Gentefied, una de las últimas series de Netflix, en donde se explora la identidad migrante en Estados Unidos a través de la historia de tres primos mexicoestadounidenses, una identidad amenazada por los procesos de gentrificación.
Aviso: La nota contiene puntos importantes de la trama.
Por Ernesto Mejía
Aunque el nombre de la socióloga Ruth Glass diga poco ahora, su concepto de “gentrification”, acuñado en 1964, sí que es reconocido y usado ampliamente en el mundo occidental. Al punto que ha terminado por adaptarse a otras lenguas, como en el español donde ha emergido bajo su calco, no reconocido aún por la Real Academia: “gentrificación”.
Nacida en Berlín en 1912 y naturalizada británica, Glass utilizó el término por primera vez en la introducción de “Aspects of change”, un conjunto de ensayos de diversos autores compilados por ella, en la que reflexionaba sobre el proceso por el cual la población obrera original de numerosos barrios de la capital inglesa era desplazada por nuevos habitantes de mayor poder adquisitivo, quienes se hacían de las propiedades y las renovaban, transformando por completo dichos espacios urbanos.
Su neologismo, de hecho, se derivaba de la palabra “gentry”, una clase social inicialmente británica que designaba a la nobleza media y baja, y a los terratenientes, con lo que la autora buscaba denotar en ese tránsito una especie de aburguesamiento o elitización de los sectores urbanos.
En su texto, Glass anotaba: “Uno por uno, muchos de los barrios obreros de Londres han sido invadidos por las clases medias- alta y baja. Una vez que este proceso de ‘gentrificación’ comienza en un distrito continúa rápidamente hasta que todos o la mayoría de los habitantes de la clase obrera son desplazados y el carácter social del distrito en su conjunto es transformado”.
Ese proceso de alcances ahora planetarios, que Glass advirtió inicialmente solo en barrios como Islington o Notting Hill, junto a todas sus dramáticas consecuencias para los residentes desplazados, es lo que busca reflejar Gentefied, la serie creada por Marvin Lemus y Linda Yvette Chávez, que Netflix comenzó a exhibir a finales de febrero.
Y como su nombre en “spanglish” lo indica, lo hace desde el contexto de las comunidades de migrantes latinos en Estados Unidos. Más específicamente, desde el área de Boyle Heights, en el Este de Los Ángeles.
Dividida en 10 capítulos en su primera temporada, la serie narra las vicisitudes de Casimiro Morales, conocido como Pop, un viejo migrante mexicano que lucha por mantener a flote su pequeña taquería, agobiada por una clientela cada vez menos numerosa y un rentista implacable que le impone un alquiler cada vez más alto.
En ese camino, con encuentros y desencuentros, es ayudado por sus tres nietos: Erik, que es su especie de mano derecha y está próximo a ser padre; Chris, un cocinero que trabaja en un restaurante italiano y aspira a seguir su carrera en Europa; y Ana, una artista plástica que sueña con ser reconocida.
La tarea se antoja difícil, toda vez que rápidamente surgen las diferencias de enfoque sobre lo que se debe hacer para salvar el negocio. Un choque de visiones que es particularmente acre entre Erik, el celoso guardián de las tradiciones, quien privilegia un estricto apego a la mexicanidad, y su primo Chris, más expuesto a la influencia anglosajona, despreciado incluso por amigos y familiares que lo consideran “poco mexicano”, quien aboga por una mayor innovación tanto en la decoración del lugar como en los sabores de su cocina.
Dicho conflicto solo se resuelve en favor del segundo cuando este es despedido del restaurante donde labora, y Casimiro, apremiado por las circunstancias, presiona a ambos jóvenes para que trabajen juntos y decide llevar a Chris a su taquería.
Comienza entonces en el negocio un lento pero sostenido proceso de lo que los latinos en California han dado en llamar “genteficación”, es decir el proceso operado por los mismos residentes que busca la evolución y actualización de los barrios y comercios locales sin que ello implique, al menos en principio, perder su esencia étnica ni el desplazamiento de sus habitantes originales.
Al frente de la taquería, Chris experimenta con nuevos productos e ingredientes, implementa promociones, ensaya con el mercadeo en canales multimedia, moderniza la estética del establecimiento, echa mano de aplicaciones para dispositivos móviles y busca que la publicación L.A. Weekly los incluya en su tour gastronómico. Cambios todos que a la larga se revelan efectivos, pero que encarecen el lugar, lo que ahuyenta a muchos de los clientes tradicionales y atrae en su lugar a nuevos consumidores, jóvenes extracomunitarios y de raza blanca, sobre todo.
Por mucho que esas transformaciones sean impulsadas por residentes locales del mismo Boyle Heights, estas no dejan indiferentes a los vecinos, cuyos grupos más activistas y militantes en contra de la gentrificación amenazan con protestar.
Así, la disyuntiva entre mantenerse puro y apegado a la tradición, con la consiguiente posibilidad de desaparecer, o innovar para sobrevivir, aún a riesgo de volverse inaccesible para los clientes habituales —una división que hasta ahí había estado circunscrita solo a la familia— se traslada a la comunidad con todos sus desgarradores efectos en las relaciones.
Quizás no haya otro personaje donde esa pugna se materialice mejor que en Ana, quien prácticamente se ve forzada a elegir entre el amor de su familia y el de su novia y amigas.
Reunidas en un parque, luego de que Chris, Erik y Casimiro han lanzado un video para atraer clientes y neutralizar los previsibles efectos de la protesta comunitaria, una de ellas le reclama por lo que considera no solo una traición, sino también una provocación. Aunque otra de sus amigas intenta mediar en la disputa, argumentando que solo están tratando de ganar dinero para sobrevivir, el conflicto las arrastra y las desborda y amenaza con destruir sus lazos afectivos, al punto que Ana no encuentra otra salida más que la de quedarse en un doloroso punto intermedio.
—Miren, no puedo decirle a Pop que no intente salvar la tienda. Y tampoco puedo decirles que no defiendan a Boyle Heights—, es lo único que acierta a exclamar antes de retirarse con el rostro al borde del llanto.
De esa manera, para los habitantes originales de la localidad, la gentrificación, sin importar si esta se realiza desde dentro —como un asunto de vida o muerte— o si es impulsada por agentes extracomunitarios, se revela, así como una fuerza implacable y avasalladora, plagada de amargas contradicciones. Algo que se ve no solo en el caso de los Morales, sino también en el de Ofelia, la anciana dueña de una licorería, quien tiene, frente a su casero gringo, un nulo margen de negociación sobre la decoración externa de su propio negocio, o en el del mariachi Javier, que debe renunciar al cancionero tradicional y adaptarse a un repertorio más accesible al gusto de un público blanco.
Una vez desatada esa fuerza, la única certeza en el horizonte para los vecinos y sus propiedades, provocada por el inevitable aumento del valor de la tierra, es la de eventualmente ser remplazados por otras personas y otro tipo de residencias y comercios.
Por ello, dentro de esa dinámica que amenaza el tejido social y la seguridad habitacional de miles de personas, los únicos ganadores parecen ser los actores foráneos: los curadores de arte y dueños de galerías que embellecen la comunidad, no por un mero amor al arte, sino con la intención de obtener en el futuro algún retorno económico, los especuladores inmobiliarios que juegan con los precios de los alquileres y las propiedades; y los empresarios que adquieren uno por uno, cuadra por cuadra, los terrenos y las casas para convertirlos en espacios de consumo, ocio y recreación para un público que será igualmente foráneo.
Pero a pesar de reflejar con punzante precisión los dolorosos efectos del fenómeno, Gentefied no es una producción lacrimógena ni lastimera. Gran parte de su ingenio radica en que sabe oscilar con idéntica consistencia entre el drama y la comedia.
Las reacciones de Pop (interpretado por el siempre versátil Joaquín Cosío), así como las de los clientes, ante la gradual transformación de la taquería son, por ejemplo, un efectivo contrapunto a la conmovedora situación que plantea la serie. Lo mismo sucede con la constante reafirmación de su mexicanidad que el “coconut” (brown on the outside, white on the inside) Chris se ve obligado a hacer a lo largo del programa. Un proceso que encuentra su punto cumbre en el irrisorio examen sobre identidad mexicana que sus compañeros del restaurante le fuerzan a pasar.
Ese adecuado uso del humor se ve reforzado además por la deliberada decisión de sus directores de no recurrir al recurso fácil de los estereotipos con los que Hollywood suele representar a los latinos: la violencia de las pandillas, el narcotráfico, el crimen.
Lejos de eso, sus protagonistas, provenientes de un elenco plurinacional e inclusivo, son personajes inteligentemente creados: esforzados migrantes y sus descendientes, de primera y segunda generación, divididos de manera permanente entre los valores y tradiciones de la cultura que dejaron atrás y aquellos de una sociedad de acogida que no termina de asimilarlos. Trabajadores situados siempre ante la disyuntiva de no ser ni suficientemente latinos ni suficientemente estadounidenses. Hombres y mujeres empujados a situaciones extremas donde muchas veces se ven obligados a decidir entre sus propios sueños y afectos o los fuertes lazos que los unen a su comunidad.
Y que, a pesar de todas las vicisitudes continúan luchando y resistiendo, trabajando y esforzándose por sobresalir en sus respectivos campos: ya sea obtener una estrella Michelin, laborar en Stanford o exponer su arte en las grandes galerías del país.
Lemus y Chávez, descendientes ellos mismos de inmigrantes latinos en Estados Unidos crean de esa manera con Gentified un sentido homenaje en spanglish a sus raíces, su herencia y su historia. A una identidad, al fin y al cabo, que está en constante cambio y que, en muchos casos, como en Boyle Heights, corre el riesgo de ser desplazada por el implacable paso de la gentrificación.