En el marco de un 24 de marzo diferente, signado por la cuarentena obligatoria impuesta por la amenaza de contagio del virus Covid-19, el cronista llega a Plaza de Mayo. La nostalgia se mezcla y las reflexiones llegan solas, entre la importancia del cuidado y de seguir sosteniendo la memoria.
Por Ignacio Marchini | Fotos de Sole Quiroga
Versión (muy libre) de un poema de Li Po (701-762)
Todavía no han regresado…
Y nosotras, tenemos que cuidar
unos pañuelos blancos
como nuestros cabellos
para los amargos días venideros.
Sin ustedes a nuestro lado
esos días serán muy tristes
por eso juntamos nuestras fuerzas de mujer
y cantamos tan fuerte
que quizás lo oigan
llegando el estruendo
a través del aire.
(Carlos Indio Solari)
Es imposible eludir la nostalgia que produjo la jornada de ayer. Los pañuelos blancos improvisados que colgaban de los balcones ladeaban el trayecto hacia una Plaza que olía a ausencia. Las calles de una ciudad vacía latían al ritmo de un calor opresivo que no era mero reflejo del clima. Las pocas personas que transitaban miraban con desconfianza a la cara, tratando de descifrar en cada uno y cada una el motivo que la forzaba a romper con el aislamiento obligatorio. “¿Estará justificada tu imprudencia?”, parecían decir en sus ojos atentos.
Las ventanas decoradas de blanco y la bandera ocasional que exigía “Justicia” contrastaban con la única presencia constante y monótona de la Avenida de Mayo. Los hombres y mujeres uniformadas de azul escrutaban por arriba del barbijo a cada transeúnte, inquiriendo arbitrariamente a quien pasase cerca. El tono amable de las fuerzas de seguridad no disimulaba la impaciencia y la soberbia de quien se siente dueño de la ciudad. Que la policía monopolizara las calles que debían estar repletas de fotos en blanco y negro y pañuelos que ondearan profundizaba el desasosiego del día.
En la Plaza, el silencio era absoluto. La monotonía solo se rompía con un pibe que pedía una moneda, violando una medida que nunca lo contempló, sacando provecho de encontrarse, por fin, con otra presencia humana. Un hombre lloraba mientras denunciaba que él, como tantas otras y otros que viven en la calle, eran desplazados constantemente por los uniformados a quienes poco les importaba que no tuvieran a dónde ir. “Ya no nos dan comida, no sé qué hacer. La están llevando toda a la provincia de Buenos Aires”, contaba mientras se enjugaba las lágrimas.
La sensación era desconcertante. ¿Cómo es posible conciliar las ausencias con el día en que se las denuncia con la máxima potencia? ¿Cómo sobrellevar la decepción de la falta, por primera vez, del acto político más importante de la historia argentina desde hace 36 años? ¿Qué conclusión sacar de actos individuales y hogareños que saben a poco en comparación con un marcha abrumadora que pasa por encima de cualquier “revisionismo histórico”? Entre tanta rareza, los pañuelos pintados en el suelo de la Plaza recordaban a aquellas Madres y Abuelas que comandan las búsquedas.
Quizás contextualizar ayude a responder a este desasosiego. Porque somos, ante todo, seres sociales y comunitarios. Pensar que una cuarentena obligatoria y preventiva puede ser casi lúdica cuando se tiene un techo, un trabajo y gente que te quiere. Que el aislamiento social es sencillo cuando pensás en la clandestinidad de los y las jóvenes que dieron la vida (y más) por un sueño que parecía cercano y prometía una utopía. Que las Madres y Abuelas nos enseñaron del cuidado y el amor al prójimo y que es este el momento para aplicarlo contra el único demonio existente que es el individualismo. Que cuando no se puede salir a buscar a nuestrxs hijxs y nietxs (porque son de todxs nosotrxs), se puede enseñar a un hijx o nietx sobre el miedo, el terror, el aislamiento y contraponerlos con la esperanza insobornable de mundos distintos. Que el abrazo que no pudiste darle a Estela o a Norita se lo podés dar en una llamada a tu abuela asustada por una “amenaza invisible” real, no la elucubración de un Estado genocida dispuesto a la muerte antes que a la igualdad.
La nostalgia de una Plaza vacía se combina con la nostalgia de quienes no están. No están porque fueron desaparecidas, y sabemos que siguen faltando 30 mil compañeros y compañeras. Nuestras Madres y Abuelas faltaron porque se cuidan, mientras nos cuidan, mientras las cuidamos. Eso que nos enseñaron en todos estos años y que hoy le compartimos un poco a ellas, aunque sea desde los balcones, las redes sociales o las puertas de las casas. Ayer hubo ausencia de gente en las calles, sí, como estos días donde la incertidumbre es transitoria y tiene fecha de vencimiento. Por las que siguen viviendo la incertidumbre de una ausencia irreparable, que lo que nunca nos falte sea la Memoria.