Por Víctor Gómez. Pudo haberse preguntado, como otras veces toda la humanidad, si había allí espacio para la poesía. Balas más, balas menos, el problema más fiero no era ni sería ese de los disparos, sino el de una conciencia colectiva lejana, con visos de imposibles. En un nuevo aniversario del golpe, recordamos Paco Urondo.
Todo lo que se diga sobre aquella mañana mendocina y su preciso momento, de un 16 de junio de 1976, es todo conjetura, aproximación y repetición recurrente, a su vez, casi inevitable en el devenir de los días de otoño y sus inviernos. Tal vez y apenas los testigos fueron parciales, en una ciudad ausente o cómplice del terror y sus muertes.
“La vida es joda”, dirá, o habrá dicho, sin que nadie pueda saber si era eso -y es-, más o menos bueno, o todo lo contrario. Claro, que a un mismo momento, eso de lo bueno o de lo malo es una “engañapichanga” -así, todo junto y amoroso-, o un tranquilizador de conciencias buenas, justamente. Una risa y una mueca, a merced de todos los gustos y todos los olores, se dará.
Paco, Urondo, empuñó, como tantas veces se menciona -y se lo seguirá haciendo hasta algún descanso- un arma y las palabras. Antes una cosa y después la otra, y más después, antes de otros tiempos, va rumiando poesía y párrafos sueltos en el fragor de una batalla. Después, otra vez después, así como otra vez antes, más cerca de acá, sabrá, con el sabor de la certeza, que todo eso lo hacía para buscar ese, un espacio de justicia, con y como la misma palabra. Desde que el mundo es mundo, tan claro como oscuro, no existe más que un absurdo manual de tierra prometida, pensaría en esto de pensar Paco, con tantas incertidumbres como sapiencias.
Nada le fue ajeno, nada le sigue, ni le seguirá siendo. Se encuentra en el verso, en la crónica, en el cuerpo y alma de una mujer, en más de una copa de vino, en la risa y en ese olvido para desdecirlo, en la entrevista también, en el dar luz sobre los encerrados o desarrapados, en la compañera amistad, en la trinchera, en la madrugada larga y cargada de tanto amor como de peligros, en los hijos, en la ciudad, capital, y en la tierra adentro, en el propio miedo, en cada ser que vive y que sueña, en todos los deseos. Se encuentra, está, va y viene en cualquier momento, y hoy, un 24 de marzo, quizá más, cuando no todo se ha dicho -o recién se ha comenzado-, y hay que ir entonces por mayor pelea.
Anhelante, Paco, Urondo, tuvo y tiene toda la fe en el mañana, en ese futuro que si llegó se paso de largo -y al que hay que ir de nuevo por el, por reparación y pura gana-. Entrar a su obra es compartir la vida. Como en “Fuego Noctuno”, donde “Los sueños dejan ver las libres gaviotas. Es con el hueso de tus ojos, es tu corazón que arde, atrás, con los pajonales. Y luego la calma chicha, el aire enrarecido y el deseo de volver a vivir.” Esa vida de la que dirá “vida linda y fuerte, ésta, vida grande, difícil de vivir.”
Tributó con ella, no a una dictadura incipiente y asesina, sino a compañeros y hermanos de ruta, a los de acá y a los de allá. Por todos se ofreció, sin pedir nada a cambio, salvo quizá, que no se abandone aquella pelea. De suceder esto ya no habría más, ya se estaría perdiendo y perdido, y en rigor eso, el perder, no sería otro gran problema.
De la vida, de Paco Urondo, justo un día como hoy, justo. De tan conocido, al menos por unos cuantos, es que resulta indispensable. Generará contradicciones y conmoverá hasta las piedras. Eso, ese, que de tan conocido, cada día y cada vez, nos hace saber que ha sido y es de lo mejor.