Foto: Carlos Brigo.
Por Carla Perelló. La toma del predio lindero a villa 20 lleva más de tres semanas sin una respuesta por parte de la justicia ni del gobierno porteño. Una historia que una vez más desnuda la crisis habitacional en la Ciudad.
A primera hora de la mañana, las cámaras de televisión están casi pegadas a la cara de Marcelo Urquiza, delegado del barrio “Papa Francisco” de Lugano. Está detrás del alambrado que levantaron sobre Fernández de la Cruz y Pola para protegerse del inminente desalojo que el miércoles por la tarde-noche fue ratificado por la Sala III de la Cámara Penal y Contravencional de la Ciudad. Cuando el Marcelo salió a hablar ante los medios eran cerca de las 9, horario avalado por la Justicia para que las fuerzas de seguridad pudieran empezar a actuar. “Vamos a resistir”, se lo oye decir. Al cierre de esta edición la medida no había sido acatada, pese a que la jueza, María López Iñiguez, a cargo de la causa recibió la notificación.
“Estamos muy tristes porque sabemos que el Gobierno porteño nos quiere sacar de acá sea como sea”, dice Urquiza con un dejo de angustia. Los vecinos llegaron al predio el 24 de febrero. Son unas ocho hectáreas que, al principio, fueron ocupadas por alrededor de 300 personas. La mayoría eran inquilinos en la contigua Villa 20, donde pagaban entre 700 y 1200, y hasta 2 mil pesos por habitaciones donde debían vivir familias numerosas, con baños compartidos y algunos sin cocina. Ahora suman unas dos mil personas.
Según la ratificación otorgada por los jueces Sergio Delgado y Jorge Franza, la medida debe cumplirse de 9 a 19 hs., con actuación de la Policía Metropolitana con apoyo de la Policía Federal y Gendarmería Nacional. Para evitarlo, la mitad de la Cámara de Diputados porteña elevó una nota la jueza con “la intención de obtener una salida dialogada a la problemática de vivienda”.
“Le solicitamos tenga a bien no adoptar medidas que impliquen salidas que no sean consensuadas o violentas a los efectos de poder permitir una solución política”, solicitan los legisladores de la oposición. El propósito es tener un tiempo para poder tratar el próximo martes, en la Comisión de Vivienda, un proyecto de ley donde se plantea crear una mesa de diálogo donde estén presentes el Ejecutivo porteño, representantes de los vecinos, la Asesoría General Tutelar y la Defensoría del Pueblo, entre otras instituciones.
Es que los antecedentes de la toma son para tener en cuenta. Osvaldo Soto, de 30 años, murió por un disparo que recibió en una “supuesta” discusión entre vecinos. En el interín, el Gobierno porteño y el de la Nación se pasaban la pelota sin definir quién debía tomar las riendas del asunto.
Con los pies en la tierra
Mientras que las vías burocráticas continuaban congestionadas, en el barrio planeaban diversas actividades para entretener a los más chicos. Otros, jugaban a las cartas o a la pelota. Todos estaban atentos. Ninguno dejaba de darse una vuelta de vez en cuando por la carpa principal ubicada por el centro, en la vereda sobre De la Cruz, para saber las últimas novedades.
Todas las personas que allí se encuentran, al igual que resto de los que viven en la Villa, aguardan desde 2005 que el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires implemente la Ley N° 1770, que exige la urbanización, la limpieza y la descontaminación del terreno ahora ocupado, ya que antes era utilizado como basurero de autos.
Pero no es lo único con lo que incumplió la gestión a cargo de Mauricio Macri. En 2006 debió presentar ante la Justicia un plan de saneamiento y urbanización. Hecho el trámite, sólo se limitó a sacar poco a poco la chatarra oxidada hasta dejar el lugar aparentemente limpio. El pedazo de tierra de trazo irregular, inundable y sucio estaba abandonado más allá que también pesa sobre el gobierno porteño la responsabilidad de construir en ese mismo espacio viviendas para las personas que en 2010 llevaron a cabo la toma del Parque Indoamericano. “Nosotros somos conscientes de que el lugar está contaminado, pero en la villa también está igual y nosotros hace 20 años que vivimos acá”, suelta Julieta Ibarra, vecina de la zona. “Esto no es igual que en el Indoamericano, acá tendrían que haber construido las casas”, se defiende un hombre. La frase cala hondo, se aferra a la tierra. Las ganas de preservar lo que ahora tienen se replica en cada una de las personas presentes.
Por la mañana, el silencio reina en el barrio. Las nubes parecieran cargarse, se ponen cada vez más negras, pero hace calor. Hombres, mujeres, niños y jóvenes. Grandes y chicos se instalaron de a poco: primero la estructura para poner un techo, después una cama, frazadas y una tele a tubo prácticamente desarmada. “La gente ya invirtió dinero acá. El metro de plástico sale 30 pesos, nos ha costado mucho. Si desalojan mucha gente se va a quedar en la calle”, sostiene César.
A casi un mes de iniciada la toma, lo que antes eran carpas con una tela o un plástico que oficiaba de techo ahora son casillas algunas de madera de pino, con puerta, camas e instalación eléctrica. Incluso hay quienes ya cuentan con un cerco de madera. De todas maneras, la mayoría de las casillas están armadas con tela, nylon y chapa.
Cuando uno comienza a caminar por los pasillos marcados con alambres e hilos se oye un murmullo. Unas cinco mujeres –todas trabajadoras con hijos– comparten un mate, Lourdes Campusano ofrece un botellón de agua como asiento: “El 6 de diciembre de 2010 nos prometieron vivienda digna para nuestros hijos y jamás se construyó una columna acá”, lanza, en referencia a la toma del Indoamericano. Todas coinciden en que “el gobierno del PRO se acerca al barrio cuando necesita votos” y, también, en la preocupación por la orden de desalojo. “Estoy aterrorizada”, dice una de ellas. “Luchamos por nuestros hijos nada más. Nosotros somos extranjeros, pero nuestros hijos son argentinos y merecen tener un techo, queremos pagar nuestro lugar y si nos dan para construir, lo hacemos”, sostiene Mónica González, participante de la toma.
La falta de cumplimiento de las leyes y compromisos mencionados no son exclusivos en el barrio, sino que las facilidades para acceder a beneficios, también constituyen una problemática: “Hace dos años que vengo tocando puertas en el Instituto de la Vivienda, en los distintos organismos de la Ciudad y aunque estoy en blanco en mi trabajo no me dan nada”, contó Martín.
Después del mediodía comienza escucharse alguna música. En la carpa más grande, la que está al frente de todo, cada dos horas aproximadamente se arma de manera espontánea una reunión. Participan algunos de los 16 delegados, los periodistas escuchan, los integrantes de las organizaciones sociales aportan ideas para descontracturar la espera. De de vez en cuando algún que otro legislador se acerca o llama por teléfono para informar las novedades. La conclusión es la misma para todos: “Si nos vamos de acá nos quedamos sin nada. Hay que resistir”.