Una mujer embarazada y un niño, ambos wichí, fallecieron esta semana. Se suman a una cruel lista producto de las condiciones a las que son sometidas las comunidades indígenas en nuestro país y en Salta en particular. Mientras tanto, el Estado provincial responde con discursos que niegan su responsabilidad y estigmatiza a las víctimas.
Por Marcelo Musante* / Foto: La Tinta
“Los ocultan en el monte para que no los atiendan”. “Son comunidades cerradas que no aceptan ayuda”. “Sólo se puede ingresar con la policía”. El domingo se murió un niño wichí en Salta. Uno más. Y el secretario de Salud Pública de la provincia, Antonio de los Ríos, culpa a sus familias y, por extensión, a las comunidades indígenas. Los niños y las niñas wichí mueren por enfermedades curables y por desnutrición, pero antes de eso, comienzan a morir por frases como la del secretario de salud salteño. Frases que reproducen las prácticas de racismo del Estado y producen un tipo de otredad y negatividad sobre las comunidades indígenas que luego tienen consecuencias en los centros de atención de salud, en las escuelas, en el sentido común de la sociedad, en los desalojos.
Se resalta la pertenencia étnica, el hecho de ser wichí, porque las muertes encuentran una de sus causas en su identidad originaria y en las respuestas diferenciales, deficientes, que el Estado brinda por esa condición. Cuando desde el Estado provincial hablan de “esos wichí” que esconden a sus hijos definen una extrañeza, un “otro”, un grupo de personas diferentes de un “nosotros”, blanco y occidental. Y en ese vínculo no hay un reconocimiento de la diferencia intercultural, un reconocerse distintos para escucharse y plantear prácticas de de salud inclusivas, sino que hay un ejercicio del poder que les niega el acceso a atención púbica.
Los niños fallecidos son de comunidades que viven en parajes cercanos a Embarcación, Orán, Santa Victoria Este y Tartagal. Es en el Este de la provincia de Salta. También murió en su casa una mujer embarazada en la comunidad wichí de Misión Santa María, en Santa Victoria Este. Y su bebé fue trasladado al hospital de Tartagal. El gobierno provincial declaró la emergencia socio sanitaria. Pero las pésimas condiciones de vida a las que son sometidas los pueblos indígenas en la región no son una sorpresa para nadie. Denuncias de las propias comunidades, de organizaciones sociales y las propias estadísticas estatales dan cuenta de un violento proceso de invisibilización y negación.
Un proceso que deja al desnudo la falta de acceso a la salud pública y a los derechos básicos; en una de las provincias con mayores denuncias por desmontes indiscriminados y violación a la Ley de Bosques y por el “desarrollo” de un modelo de primarización de la agricultura basado en agrotóxicos en los que las comunidades indígenas son unas de sus principales víctimas.
Víctimas porque son desalojadas para que esas tierras sean privatizadas, por condiciones de explotación laboral (una repetición histórica del trabajo semiesclavo de indígenas en los ingenios salteños y jujeños desde fines del siglo XIX), por envenenamiento por contaminación de agua y suelos y también, por el armado de causas judiciales que terminan con dirigentes wichí presos cuando hacen denuncias públicas.
Justamente, el niño fallecido el domingo era de la comunidad indígena de El Tráfico, en el municipio de Embarcación, donde seis personas de la comunidad estuvieron arbitrariamente detenidas a inicios de enero y denunciaron violencia policial y torturas. Los dueños de esos poderes económicos privados también son responsables civiles de esas muertes en tanto en esos pueblos se transforman en amos y señores de la vida. Y sobre todo, de la muerte.
Cómo afirmaba Michel Foucault, el Estado moderno capitalista tiene la facultad de “hacer vivir y dejar morir”. Y “dejar morir” es una acción, no es un acto de omisión, una muerte sin querer, ni una consecuencia no deseada de un modelo económico y social. Desde el gobierno de la provincia de Salta, ahora a cargo del gobernador Gustavo Sáenz y durante los últimos doce años de Juan Manuel Urtubey, culparon de diversos modos a las comunidades indígenas víctimas.
Pero las comunidades “no se esconden en los montes” como afirmó el secretario de Salud, Antonio de los Ríos. A los montes los habitan. Las comunidades no “son reacias a la atención médica” y por esa razón “ocultan a sus enfermos”. Le temen a un sistema que las discrimina y estigmatiza. A un sistema de salud fantasmal que cuando aparece, lo hace con prácticas violentas, racistas e inconsultas. Las comunidades “no se encierran en su cultura”. Proponen un diálogo para buscar soluciones conjuntas que tengan en cuenta la interculturalidad y no resoluciones paternalistas urgentes, efímeras, unilaterales y forzadas. No es que las comunidades deban entender que “ya no sirve seguir sosteniendo costumbres que las llevan a la muerte” y que por eso “tienen gastroenteritis o se deshidratan”. Hace años que reclaman al gobierno provincial por el acceso a agua potable y no son escuchadas.
Transformar a las víctimas en culpables es una práctica discursiva que no es novedosa. Para las comunidades indígenas fue moneda corriente durante el proceso de conformación del Estado argentino. Sus territorios, y a las familias que los habitaban, “debieron” ser violentados por no encuadrar en el modelo propuesto y ejecutado por las clases dominantes. Fueron culpables de hablar otras lenguas, de sus diversidades étnicas, de sus culturas. Eran el “desorden y pasado” para el proyecto de “orden y progreso” organizado a punta de armas, asesinatos masivos y traslados forzados.
Esas comunidades wichí que hoy sufren las muertes evitables de sus hijos e hijas, algo imperdonable en las condiciones tecnológicas de la salud en el siglo XXI, siguen siendo culpadas por la violencia estatal que se ejerce sobre ellas. Hay muchas muertes más que se dan en las comunidades por las pésimas condiciones de vida y por desnutrición pero cuyas actas de defunción figuran como paro cardiorespiratorio o shock séptico y que funcionan como eufemismos para ocultar las verdaderas causas en las estadísticas oficiales. Para que las prácticas estatales no continúen “dejando morir” a las comunidades indígenas una de las formas es escuchar lo que tienen para decir. La interculturalidad aparece como una práctica llena de posibilidades, pero para eso hay que hacerse cargo del racismo y la discriminación que cruza las relaciones sociales entre los pueblos indígenas y el poder del Estado.
Ahora es momento de la urgencia de las muertes, pero con un Estado que siga teniendo una mirada de no reconocimiento pleno de las comunidades indígenas como sujetos de derecho y sin considerarlas como interlocutoras legítimamente válidas para que sean también parte de qué respuestas dar en la emergencia socio sanitaria, la lista lamentablemente va a seguir creciendo. Ya sea por desnutrición, enfermedades curables y también, además, por violencia física y represiones. Porque también ahí hay una discrecionalidad de la violencia estatal por pertenencia étnica.
El secretario de salud de la provincia de Salta, Antonio de los Ríos, dijo -en medio de todas las muertes de bebés y niños wichí- “que esto ocurre por múltiples factores relacionados con la forma de vida de las comunidades aborígenes, especialmente wichí, que son reacias a la atención médica”. Es una frase que trae el recuerdo de otra que también fue utilizada para estigmatizar. En las palabras del secretario de salud salteño resuenan discursos que dejan entrever que si los que mueren son wichí, es “porque algo habrán hecho”.
*sociólogo