Un recorrido por la historia de los levantamientos populares y el surgimiento del MAS para entender las próximas elecciones en Bolivia
Por Vladimir Mendoza Manjón desde Cochabamba
En medio de la fiebre electoral de cara a las nacionales de 2019, el gobierno del MAS centra su campaña política en mostrar kilómetros de asfalto, toneladas de cemento, la ampliación institucional del Estado y, no menos importante, la estabilidad social. Pero los logros tienen que ser valorados no sólo desde un enfoque funcional y pragmático, sino también estratégico. El actual proceso boliviano no puede entenderse ni menos desvincularse de los levantamientos populares de 2003 y 2005 que provocaron una fuerte crisis social y política en el país. Por diversas razones, el MAS terminó capitalizando las fuerzas sociales que provocaron la caída del gobierno del MNR en 2003 y la primera rotunda victoria electoral de Evo Morales el 2005.
Marx caracterizó como “ascendente” a la primera etapa de la revolución francesa de 1789, que se apoyó y finalmente encumbró a la corriente más radical, los jacobinos, y como “descendente” a la revolución de 1848 debido a su retroceso estratégico en cada una de sus fases recorriendo rutas más conservadoras y restauradoras. En el proceso boliviano el MAS se apoyó en la movilización de masas que puso en jaque al sistema liberal de partidos y procedió con reformas políticas y económicas (nueva constitución, renegociación de contratos de explotación de gas con las petroleras, estatización de algunas empresas de servicios) que en gran parte consolidaron su liderazgo. En su actual fase, el “proceso de cambio” ha conquistado estrechas relaciones con el núcleo más fuerte de la burguesía criolla, los agroindustriales, y ha desplegado políticas de altos incentivos a la inversión extranjera con la finalidad de profundizar el patrón primario exportador de la economía. De alguna manera, la fase “ascendente” del proceso boliviano tendió la alfombra para que se deslice la “descendente”. Una lectura del programa electoral del MAS y de su llamada agenda patriótica deja en claro la completa ausencia de reformas sociales, económicas o políticas de peso que siquiera retóricamente apunten a una transición postcapitalista. La transición efectuada en Bolivia es la de una situación altamente explosiva a la relativa calma, para ello el régimen político “plurinacional” tuvo que domesticar, estatizar y cooptar con prebendas a una gran parte de las organizaciones populares. Los elogios del FMI, de los analistas financieros liberales, del propio Bolsonaro y, por supuesto, del empresariado nacional y extranjero a Evo Morales son, además de lo dicho antes, la evidencia de que el MAS es el actual partido del orden.
A poco de celebrarse las elecciones nacionales, Bolivia tiene un escenario altamente contradictorio y complejo, donde las tendencias sociales y políticas de un nuevo ciclo aparecen todavía opacas, mientras en la tarima principal todavía siguen sonando ideas repetidas en 15 años de dominio político del MAS que sólo logran sobrevivir porque nuevas tendencias y fuerzas, en el campo obrero y popular, son todavía demasiado germinales e inmaduras.
La clave de la gobernabilidad
El MNR que tomó el poder después de la insurrección de abril de 1952 es el antecedente de partido “populista” más análogo al actual MAS, pero el devenir de la “revolución nacional” que dirigió el MNR estuvo fuertemente marcado por la coyuntura económica. Si bien su gobierno realizó medidas de impacto largo (nacionalización de las minas y reforma agraria), las condiciones internacionales le jugaron en contra: la baja cotización de los minerales y la fuerte dependencia de los ingresos fiscales respecto a la “ayuda externa” le obligaron a dictar bien pronto medidas (“Plan Eder”) que chocaron rápidamente con el movimiento sindical, sobre todo minero, arruinando rápidamente sus relaciones políticas con la clase obrera, hecho que produjo también un reposicionamiento de las fuerzas de izquierda en ese ámbito. En la actualidad, sin que haya habido modificación alguna del capitalismo rezagado en el país, las condiciones para proveer materias primas al mercado mundial han favorecido a los países más atrasados: los históricos ingresos por la extracción del gas y en menor medida de los minerales le han dado al régimen de Evo una estabilidad política difícilmente conseguible en otra situación de la coyuntura económica.
Bolivia es un país tradicionalmente exportador de materias primas al mercado capitalista mundial. La dependencia de este patrón de acumulación hace que sus ciclos económicos de auge, recesión y depresión están directamente relacionados con la demanda y precios de sus recursos naturales exportables en el comercio exterior. El reciente ciclo de expansión económica que vivió el país es fundamentalmente producto de un crecimiento de los ingresos promedio por venta de gas de 888 millones de dólares, para el período 2000-2005, a 4 mil millones anuales desde 2006 hasta la fecha. De otra parte, si se suman además los ingresos de dólares por la exportación de otros rubros como los minerales, la quinua o la soja, tenemos el cuadro de una inyección económica del mercado mundial que es inédita en la historia del país. Este peculiar contexto económico explica, aunque no agota la explicación, el amplio margen de acción política que tuvo y todavía tiene el gobierno de Morales para resguardar desde el Estado las condiciones de esta forma de reproducción económica de capitalismo rezagado.
El relato político y las contradicciones sociales
La ideología no es sólo la pintura que recubre el edificio del régimen político sino también el cemento con el cual se montan los ladrillos. “Proceso de cambio”, “plurinacionalidad”, “soberanía económica”, “gobierno indígena” y un largo etcétera de nociones funcionan también como legitimadores del orden social. El gobierno ha contribuido enormemente a “normalizar” el capitalismo en términos materiales y simbólicos, esto es, a encarrilar la vida de los trabajadores y las demás masas populares a las reglas del intercambio de mercancías, procurando deshacer los “obstáculos” culturales para que ello suceda. Ahora es motivo de orgullo oficialista la visibilización de la burguesía de origen aymara, que además de potencia económica ostenta también poder simbólico con sus ceremonias sociales (“prestes”) o el estilo neoindigenista en su arquitectura.
Las múltiples manifestaciones de expansión en el consumo de masas (grandes centros comerciales, el fomento a la compra en supermercados empresariales a través de la transferencia directa del salario como el subsidio de lactancia o el 15% del doble aguinaldo), extienden no sólo la posesión de cosas (mercancías) sino también de símbolos (estatus, poder, autoestima) a grandes masas, antes material o simbólicamente excluídas: en tanto que las mercancías adquieren formas sociales –pensemos en el indígena rural que posee una vagoneta de lujo -, su posesión ejerce un poder sobre los individuos dirigiéndolos a adaptarse con mayor convicción a las relaciones sociales dominantes al tiempo que da a éstas más regularidad. Es la incorporación al mercado (“formal” o “informal”) de grandes porciones de la población donde tiene asiento el relato de la inclusión, de la cual el MAS se viene jactando como logro del proceso de cambio. Sin embargo es obvio que la “inclusión” al mercado es siempre selectiva. La capacidad de acumular mercancías está en directa relación con la posesión de medios de producción. La clase obrera que produce valor está completamente informalizada en un 70%, con sueldos bajos y sin derechos laborales vigentes, a su lado convive la enorme masa de gente que se dedica al comercio chico. Enormes porciones de la población tienen muy escasas oportunidades de fungir la “inclusión” que el gobierno pavonea y eso que cumple el “requisito”: posee condición indígena. De modo que la plurinacionalidad que declaran los documentos legales (la CPE, la ley contra el racismo y otras) sólo la pueden ejercer los que cuenten con el suficiente poder material para hacerlo.
El poder económico que concentran los grupos capitalistas en la sociedad global es la causa del abismo cada vez más grande entre los derechos y facultades políticas que la democracia liberal otorga al individuo y la desigualdad social y económica que produce y reproduce el sistema social. Asistimos actualmente en la región a un ataque sin precedentes a las condiciones de vida del pueblo trabajador. Por ejemplo, el gran capital transnacional se dirige a ubicar los salarios de los obreros latinoamericanos a los niveles más bajos de la historia. El salario real promedio de un obrero argentino es de 200 dólares, el del obrero venezolano es de 4 dólares. Para llegar a esos mínimos históricos, la cantidad de “derechos” escritos en la superestructura jurídica de cada país es irrelevante: el chavismo en Venezuela y el macrismo en Argentina, ideológicamente distantes, se parecen por su grandioso aporte político en la función de depauperar a la clase trabajadora.
En Bolivia, la Constitución ha otorgado derechos colectivos a las comunidades indígenas e incluso a la naturaleza pero igualmente mantiene el derecho a la propiedad privada y a su modelo de gestión económica que reconoce como un elemento fundamental la gran empresa. Entre ambos derechos formalmente reconocidos en la esfera jurídica se impone siempre la invulnerabilidad del poder económico frente al sistema democrático. Pensemos en la empresa “San Cristóbal” (de propiedad de la Sumi Tomo japonesa), el emprendimiento transnacional más grande en el ámbito de la minería en Bolivia. Para asentarse ha conformado en la práctica una republiqueta empresarial, afectando las formas de vida social y cultural de las comunidades cercanas a los yacimientos, manejando discrecionalmente los recursos naturales usados para la explotación minera (como el agua), estableciendo formas de explotación ambiental que ningún país europeo permitiría, etc. Recientemente (septiembre de 2019), los obreros de dicha empresa han sostenido una huelga general indefinida exigiendo el cumplimiento de un laudo arbitral ya emanado del Estado y que la empresa simplemente se niega a ejecutar. En el capitalismo, el asalariado sin propiedad ciertamente puede gozar de libertades e igualdad juridicas e incluso derechos políticos, sin que, no obstante, pueda tener la probabilidad de privar al capital de su poder de apropiación, y aún más allá, de su poder de hacer respetar su “derecho” a plusvalía por encima del “derecho” del trabajador a una explotación “justa”.
Otro de los ejes discursivos del MAS ha sido que la Constitución promulgada el 2009 pretende superar la democracia liberal por la vía otorgar derechos colectivos, por ejemplo las autonomías de los pueblos indígenas, habilitando jurisdicciones donde los ejerzan. No obstante, la propia dinámica del actual ciclo político boliviano ofrece elementos para conclusiones más generales. En el famoso conflicto del TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure) que tuvo sus picos más altos el 2012, queda demostrado ampliamente que los mecanismos de “consulta previa” fueron manipulados por el gobierno central y en ningún caso sujetas a un requisito básico de cualquier decisión: la información y la deliberación colectiva libre de presión. La razón obvia es que el Estado tiene prioridades dictadas por el tipo de expansión económica vigente que no puede tolerar manifestaciones democráticas, pues la construcción de una carretera por medio de un parque natural y territorio indígena es el acceso más llano a la mercantilización de todo ese espacio. Los más actuales ejemplos de las comunidades en Tariquía apuntan en el mismo sentido que el TIPNIS; el Estado aúna intereses materiales con transnacionales como la Petrobras para dirimir a través de la coerción institucionalizada a favor del poder económico, usando métodos muy al uso: división de organizaciones populares, compra de dirigentes, amenazas si todo lo anterior no funciona y por último la represión policial franca. En un mundo en el que el estatus jurídico o político no es el principal determinante de nuestras oportunidades de vida, en el que nuestras actividades y experiencias se encuentran en gran medida fuera del alcance de nuestra identidad legal o política, la libertad definida en estos términos deja mucho sin considerar. Sólo en el capitalismo se ha vuelto posible dejar intactas en lo fundamental, las relaciones de propiedad entre el capital y el trabajo y permitir al mismo tiempo la democratización de los derechos civiles y políticos, esto debido a el carácter fundamentalmente “autónomo” de la explotación capitalista respecto a la superestructura jurídica, explotación que dirime el antagonismo social y las divisiones de clase y por tanto el poder económico y social.
MAS y movimientos sociales
En tanto que partido nacido de los movimientos campesinos, de gran acción social y ya con proyección política desde los años 90, el MAS tuvo que, de manera sobre todo pragmática, ajustar sus mecanismos de cohesión y acción colectiva una vez que tomó las riendas del Estado. Se bautizó a sí mismo como “gobierno de los movimientos sociales”, pero, y esto es clave, los mecanismos de participación de los colectivos sociales funcionaron, en el mejor de los casos, como factor de presión sobre el presidente y su círculo de poder más íntimo. Una de los conceptos claves de la izquierda, de tradición socialista, es precisamente concebir la profundización de la democracia no sólo como una modificación en las formas de la representación política sino en la posibilidad de que el pueblo organizado delibere y resuelva aspectos fundamentales de su vida social y económica. El socialismo rompe con la democracia liberal no sólo porque es mucho más avanzado en los propios términos de ésta (la revolución rusa estableció por vez primera el voto universal) sino que rompe con la separación entre democracia política y democracia económica y social. En el caso boliviano la fidelidad de las organizaciones sociales al gobierno está asentada en el asistencialismo (“me apoyas y te construyo caminos, escuelas, hospitales o sistemas de riego”) y no en una actividad propia de abajo a arriba que permita hablar de una real transformación social.
Es esencial el componente “inversión pública” como el cemento material e ideológico que fortalece la identificación étnica y simbólica con un gobierno “propio”. Es, sin lugar a dudas, una red clientelar que permite regimentar al movimiento campesino también a través de la creación de una sólida cadena de mando de dirigentes sindicales que definen el destino de dineros del Estado. Esta red, como no podía ser de otra manera, tiene como un elemento central la corrupción tanto estatal como sindical. La experiencia venezolana sobre este tipo de relaciones entre organizaciones de base y el Estado son lo suficientemente claras como para sacar conclusiones de lo perverso del asunto.
Bolivia es un país que está viviendo un proceso de urbanización tardía, de sus 11 millones de habitantes el 70% vive en áreas urbanas. El dato muestra la declinación de la agricultura familiar campesina que, tradicionalmente, ha sido la producción destinada a la canasta alimenticia de los trabajadores de las ciudades. La producción agraria que sí ha repuntado es la de la agroindustria, abastecida por el latifundio y por la pequeña producción incorporada a la producción de mercancías de exportación como la soja. El dato no es menor, pues sirve para pensar un proceso de campesinización de un vínculo más sólido con la producción capitalista, donde el individuo y su propiedad se desarraigaron de la comunidad a medida que la producción quedaba cada vez más fuera de las reglamentaciones comunitarias.
A modo de conclusiones
Cuando el MAS perdió el referéndum para la modificación de la Constitución con el fin de re-postular al binomio Evo-Álvaro, una parte de la base electoral tradicionalmente antimasista (asentada en la clase media profesional, principalmente) procuró organizar el rechazo de la mayoría que votó por el “no” a la reelección en una movilización social que, además de ideas como “respeto a la democracia” o rechazo a la corrupción, no pudo desarrollar un programa más amplio que incorpore a sectores populares, lo que redundó en el aislamiento de las llamadas “plataformas ciudadanas”, replegándolas después a los partidos de la oposición electoral.
En Bolivia no existe una oposición política con capacidad de movilización social real que enfrente al gobierno del MAS. La última oposición de este tipo se suicidó políticamente el 2008 montando actos desesperados semi-golpistas que la condujeron a su derrota. Por supuesto, todo relato que intentara mostrar una victoria “revolucionaria” sobre la reacción movilizada tiene más elementos de fantasía que otra cosa. Contrariamente a lo que ocurriría en Venezuela del 2002, donde el chavismo fue depuesto por una asonada derechista que a su vez fue derrotada por las masas movilizadas, dando al chavismo un impulso de radicalización política e ideológica, en Bolivia, una vez que se derrotó el “golpe”, el MAS decidió seducir a la fracción de la burguesía que lo había intentado liquidar desplegando una serie de políticas favorables como pactar modificaciones en el texto de la constitución que garanticen el latifundio (“pacto” que sesionó al margen de la constituyente), la aplicación de normativa y gestión de recursos para lograr el potenciamiento de toda la clase empresarial y latifundista, sobre todo la asentada en el oriente del país, idilio que arriba en un virtual “cogobierno” entre el MAS y los entes corporativos de la burguesía agroindustrial como la CAO (Cámara Agropecuaria del Oriente) y ANAPO (Asociación Nacional de Productores de Oleaginosas y Trigo) pues todos los logros de la oligarquía son obtenidos en “encuentros” y “mesas de trabajo” compartidos que después se traducen en políticas públicas casi todas nefastas, como el reciente incendio provocado en los bosques de la Amazonía y Chiquitanía.
La agenda del gobierno boliviano actual es seguir apostando por una economía nacional estable a través de la exportación de productos primarios como el gas y los minerales, contrarrestando su caída con ingresos provenientes de la agroindustria y la carne, principalmente, y utilizar los dólares ingresados para destinarlos a la inversión fiscal en infraestructura y en menor medida en algunos “bonos” (asistencia social) para sectores de la población. Esa es toda la magia económica de la llamada bonanza. Con todo, el éxito relativo de esta política económica le permite al gobierno realizar una campaña electoral de carácter impresionista: carreteras aquí y allá, teleférico…mucho cemento y asfalto. De la otra acera, la oposición electoral tiene poquito que criticar y nada que ofrecer: se queja de la corrupción y su principal caballito de batalla es el no respeto de parte del gobierno a los resultados del 21 de febrero de 2016 donde el MAS perdió el referéndum, un caballito de patas cortas y que llegará a las elecciones de Octubre agotado y, probablemente, derrotado.
En el campo popular, la situación es más contradictoria. Incluso en el área rural el gobierno ha enfrentado desgastantes combates con sectores que una vez le fueron adherentes (pueblos indígenas de tierras bajas, cocaleros de los Yungas, población de Achacachi). Entre los sectores urbanos el avance del MAS en controlar el 95% de las dirigencias sindicales no parece tener un efecto completo: recientemente el citado conflicto minero en la empresa más grande del país, los todavía tímidos intentos de la clase obrera industrial de las ciudades del eje y un conflicto ya largo con los trabajadores en salud son síntomas de una relación con posibilidades de conflicto ascendente.
Es innegable que el gobierno de Morales tiene todavía el vigor suficiente que lo coloca como puntero en todas las encuestas y que, posiblemente, le otorguen un nuevo mandato desde el 2020. La clave de su fortaleza es el pacto de la estabilidad económica con amplios sectores de masas. Si ese pacto tambalea, las cosas se modifican, no necesariamente en sentido progresivo o de izquierda, claro está. El factor de una oposición de izquierda prácticamente inexistente en el panorama político no deja mucho margen para ilusionarse en una salida anticapitalista. Si bien sabemos que nada aparece de la nada, los espacios de lucha y autonomía política que algunos movimientos populares pueden abrir son escenarios donde los núcleos de la izquierda pueden intentar influir y sacudirse su traje todavía fantasmagórico.
Cochabamba, septiembre de 2019