Las elecciones legislativas generales de España se tendrán que repetir el próximo 10 de noviembre tras la incapacidad de los partidos para pactar. De esta forma se refuerza la repetición del actual presidente Pedro Sánchez, quien considera que con este contexto facilitará su investidura.
Por María García Yeregui desde España
Nueva convocatoria electoral en el país ibérico. Seis meses después del resultado del 28 de abril, se volverá a las urnas porque Pedro Sánchez nos explica que “los españoles tienen que decir aún más claro su voluntad”. Se votará otra vez para que la ley electoral traduzca los votos emitidos en escaños del poder legislativo, a favor de las fuerzas más votadas. Un poder legislativo que, a su vez, en un sistema no presidencialista terminará conformando -en esta próxima votación sí: cuando el PSOE y el PP, presumiblemente, recuperen diputados- el nuevo ejecutivo del Estado.
Serán las cuartas elecciones generales desde 2015; además de una moción de censura exitosa que cambió el gobierno de manos: del PP de Rajoy al PSOE de Sánchez. Un Pedro Sánchez que llegaba de esta forma a La Moncloa con los votos de todos los grupos del Congreso excepto los diputados de las dos derechas españolistas con representación en la cámara de entonces -allá por junio de 2018-, el Ciudadanos y el propio PP desbancado del gobierno.
La nueva cita para ‘votar bien’, perdón, quiero decir, siguiendo a Sánchez, para ‘votar mejor’ -“más claro”-, será el próximo 10 de noviembre. Felipe VI, tras su ronda de consultas con los líderes de los partidos con representación en el Congreso -en función de los resultados de las últimas elecciones, lo que incluye por vez primera a Vox, la extrema derecha explícita-, no designó candidato a la investidura. Por tanto, la disolución automática de las cortes tuvo lugar el lunes 23 y el país quedó abocado a elecciones. El jefe del Estado, dicen desde el Palacio de La Zarzuela, no propuso
presidenciable para una nueva ronda de investidura porque no hay candidato -Sánchez concretamente- con suficientes apoyos en la cámara para salir nombrado presidente.
Con esa decisión, dicen, han evitado la repetición de la escena: las dos votaciones en diputados que perdió Sánchez en la investidura fallida del pasado julio. Investidura fallida y candidatura presidenciable según sistema parlamentarista con disciplina estricta de voto para los grupos parlamentarios de los partidos, que rige en el país. Aún me estoy recuperando, primero, de lo que significa esta repetición electoral, después, de que no haya habido una nueva convocatoria de investidura; por último, dentro de los parámetros del imaginario progresista del país, de que no haya existido un acuerdo entre PSOE y Unidas Podemos, en función del mínimo respeto a los resultados electorales de unos comicios fundamentales, como los del pasado 28A. Dichas elecciones contaron con la participación más alta de la historia reciente, desde el final de la transición, en un país donde el voto no es obligatorio. Como dijimos en su día, esa movilización del “voto útil” contra las derechas hizo que España zafara del “trifachito” (PP, Ciudadanos, Vox, que cuentan con pactos en municipios y comunidades).
Recordemos, la realidad es que hubo un empate técnico en votos entre el bloque neoliberal-españolista y el progresista-estatal. A lo que hay que sumar dos cosas: la recuperación de poder territorial del PP en las elecciones regionales y municipales de mayo; y sobretodo la evidencia de que la dispersión del voto, en este sistema electoral, es lo que deja fuera a la derecha de la posibilidad de gobernar. Aprendizaje para unos votantes, los de derecha, también menos movilizados ahora que a finales de abril, pero con un fuerte pragmatismo del mal menor y, por tanto, históricamente mucho menos abstencionista por decepciones que los progresistas y muchísimo menos que los izquierdistas. Con esto, la convocatoria de una repetición electoral era, y es, jugar con fuego. Pero es cierto que, prácticamente seguro, los dos partidos mayoritarios volverán a recuperar parte del espacio político perdido durante esta crisis de la hegemonía bipartidista del turnismo PP-PSOE que empezó hace 5 años. Sin olvidar la función de la
llegada al ámbito nacional de Más Madrid, como Más País, el partido de Iñigo Errejón, tras su escisión de Podemos.
Lo cierto es, que pese a diagnosticar la existencia de un proceso de restauración eficaz en medio de la inestabilidad política, estoy sorprendida. Y esa es la razón de que mi sorpresa venga aderezada, no porque las elecciones no estuvieran siempre presentes en los medios y el discurso de Sánchez, todo lo contrario, sino por haber infravalorado la posibilidad de una jugada táctica que apunta a ser final en esta partida, para la restauración del régimen político en crisis. Y es que el estrés por la ultraderecha que acompañó a las anteriores elecciones, la consideración del resultado entre bloques teniendo en cuenta la ley electoral, sumado a la consideración estandarizada del papel de un rey en una monarquía parlamentaria moderna, le pueden obnubilar a una para ver esta posibilidad.
Un movimiento táctico ejercido por el rey de la mano de Sánchez, como figuras centrales del régimen político que son. Recapitulemos a brochazo impresionista. Tras la ronda de elecciones -generales, locales y europeas, junto a la mayoría de las regionales-, en algunas frecuencias analíticas la pregunta era qué lectura hacer, en términos de proceso, de los resultados del país tras la crisis territorial catalana. Los análisis se dividían en torno a si la crisis del
régimen político de la Constitución del 78 -el que salió de la transición política- seguía abierta o, si por el contrario, estábamos ya en la consumada enésima restauración del orden político, para más inri, borbónica. De hecho, uno de los episodios fundamentales de las estrategias restauradoras desplegadas con éxito, relativo, pero éxito al fin, fue el
recambio de monarca. El que fuera hace 50 años elegido por Franco como sucesor, Juan Carlos I, abdicaba en favor de su hijo hace cinco años, un 19 de junio. Como ya explicamos en julio, fue una orquestada operación a cargo de uno de los ‘hombres de Estado’ del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, fallecido a finales de mayo, unas semanas después de las elecciones generales en las que el PSOE resucitó como espina medular
que es, del llamado ‘régimen del 78’.
Rubalcaba hacía así su último papel, tras haber sido el relevo de Rodríguez Zapatero cuando la crisis económica se llevó por delante su gobierno. Una crisis que había dado comienzo a la, también, enésima crisis de la socialdemocracia europea. Una socialdemocracia del viejo continente que vendía con la denominada ‘resurrección de Sánchez’ -aunque solo fuera propagandísticamente y reduciendo la presencia del caso portugués- el comienzo del retorno a la renombrada centralidad del tablero por ser España el cuarto PBI de la zona euro. Un establishment europeo que, en esta fase de la acumulación capitalista y su geopolítica, reproduce su poder cipayo institucional con
altos beneficios de clase en la Unión Europea.
Recordemos que Sánchez había sido expulsado como secretario general en un golpe interno dado por la ejecutiva del PSOE, tras negarse a dar la abstención para la gobernabilidad de Rajoy después de la repetición electoral de 2016. Desbancado éste por tanto como secretario general, en la segunda votación el PSOE se abstuvo y Rajoy pudo ser investido presidente. Pero en las primarias del partido, Sánchez recuperó la secretaría contra la candidata del aparato –él había ese candidato en las primarias anteriores-. Y finalmente terminó ganando la moción de censura contra Rajoy -tras la condena por corrupción al PP- con apoyo también, sin condiciones, de independentistas
catalanes y nacionalistas vascos, por mucho que las derechas hicieran propaganda con los inexistentes pactos oscuros contra ‘su España’.
Tras 10 meses en Moncloa, Sánchez ganó pírricamente las elecciones el pasado abril, frente a la debacle del PP que tenía dos competidores a la derecha. Lo hizo pues sin suficientes diputados como para formar gobierno, menos para uno estable; ¿tocaba negociar? No, tocaba hacer pinza, a modo de chantaje, para intentar desgastar a Unidas Podemos presentado al partido como culpable de que en España no haya un gobierno progresista. Primero utilizando un trauma bastante extendido en el sentido común progre: ‘la no unidad de la izquierda’ (incluyendo al PSOE en significante izquierda); y, después, las crisis: el principio de estabilidad frente a la económica que viene, la
emergencia climática y sus reformas necesarias, sin olvidar la de la unidad nacional respecto al conflicto catalán.
Para obtener los 176 escaños de una mayoría absoluta necesaria en la primera vuelta de la investidura, los números daban con Ciudadanos. No obstante, el relato sobre la imagen de Sánchez como líder, a partir del golpe interno y su destitución como secretario general, venía marcada por los gritos de su militancia en la celebración de su
victoria la noche del 28 de abril: “con Ciudadanos, no”. Cánticos en oposición a lo que ya había hecho Sánchez después de las elecciones del 2015, cuando vivió su primera investidura fallida: “convenció al rey” para que, siendo el segundo candidato más votado por los ciudadanos, lo presentara como presidenciable, ya que Rajoy -el más
votado y sin apoyos- no había querido ser propuesto por el rey como candidato para ir a una investidura de seguro fallida. De hecho hubo repetición electoral. Rajoy volvió a ganar con más votos los comicios y fue investido en la segunda votación del congreso debido a la mencionada abstención ‘sociata’, aquella que había forzado el aparato del
PSOE destituyendo a Sánchez que seguía con su “no es no”.
Como explicamos, cada investidura cuenta con dos posibles sesiones, en la segunda no hace falta mayoría absoluta, el presidente puede ser nombrado por mayoría simple: más ‘síes’ que ‘noes’ en la cámara de diputados. Por tanto, para este septiembre, la segunda sesión se estimaba fundamental y, de hecho, es una de las claves para
explicar la jugada táctica de Felipe VI y Pedro Sánchez. Pero volviendo a la relación PSOE-Ciudadanos: en el pacto de 2016 –con los primeros resultados electorales de la crisis del bipartidismo, en diciembre de 2015- ambos partidos no sumaban en cantidad de escaños con su pacto, pero esta vez con los resultados de abril, sí. Sin embargo, Ciudadanos apostó, dado su españolismo, por competir por la hegemonía de la derecha. Esa fue la apuesta de su líder, Rivera, en este ciclo -cuyo eje central de conflicto está en lo nacional como consecuencia de la crisis catalana- tras no haber terminado de aceptar que los resultados de las elecciones del 28A también demostraron una resistencia al viraje reaccionario, nacionalista español y neoliberal, que en la coyuntura del pasado año terminaron de evidenciar que
representan. De hecho, el ‘fenómeno Vox’ se ha quedado con un techo del 10%. Frente al ‘no’ de Ciudadanos, a Sánchez le quedaba el juego del bloque progresista, y por supuesto no estaba dispuesto a un gobierno de coalición: incluso vetó a Iglesias, quien aceptó el veto en la jornada antes de la primera sesión de investidura de julio. Como consecuencia, con ritmo de varieté antes de la segunda sesión, Sánchez hizo finalmente una propuesta -acompañada de documentos manipulados filtrados a la prensa, mientras seguía reclamando abstención a PP y Ciudadanos- en la que no ofreció ni peso proporcional de representatividad ni poder real de gestión para UP. Una quimera, pero propuesta para la galería, con escenificación de estrés para el país, que caducó de cara a este septiembre.
Pues bien, mi análisis del proceso era que habíamos estado frente a exitosas estrategias de restauración, como las mencionadas: recambio de la corona en crisis de imagen; competidor de la mano de las elites, ante la emergencia de Podemos, encarnado en derecha españolista -exacerbada a partir de la fase abierta por el clímax del conflicto territorial en Cataluña- y neoliberalismo europeísta, con el lanzamiento nacional a un partido nacido en Cataluña, es decir, Ciudadanos; y, de forma paradójica pero fundamental, la recuperación de la centralidad del PSOE. Mecanismos y estrategias, pues, que se habían puesto en marcha desde el primer momento de la crisis del sistema de partidos, de cara a un proceso de clausura. Crisis abierta a raíz de la respuesta política movilizada en la calle frente a la crisis económica y contra las políticas de ajuste, que había abierto un ciclo de conflicto evidente como ventana de posibilidad para la ruptura en el sistema político. Por supuesto, cuando se habla de clausura en esta inestabilidad manifiesta, es hasta nuevo aviso de crisis estructural, dentro de este mundo de ríos de lava, sólo solidificada en la superficie.
No obstante, quedaba una última jugada de los actores institucionales, hoy centrales, del régimen: coronando esta transición lampedusiana reloaded, dedicada a este Borbón. El susodicho dio lugar a otro intento de investidura y así se precipitó la disolución de las cortes y, por tanto, el decreto real del jefe del Estado, con la nueva convocatoria de elecciones. Una jugada táctica que posiblemente terminará con la recomposición restauradora, incluso con el mismo bipartidismo PP-PSOE, en las regiones de España que no tienen nacionalismos centrífugos. Aunque desde luego el
tema territorial es otro cantar.
Desde la institucionalidad del partido de este régimen político, nacido en la Constitución de 1978, el PSOE, parece haberse infravalorado los riesgos de una victoria de las derechas, capitaneadas por el PP. Por ello, Sánchez ya habló antes de la investidura fallida, al puro estilo transición lampedusiana –las cosas tienen que cambiar para que nada cambie-, con el nuevo líder del PP, Pablo Casado, para reformar el artículo 99 de la Constitución, según el modelo griego. Lo que asegurará la gobernabilidad parlamentaria no pactista, mientras en Grecia, como sabemos, se cerró el
ciclo postmemorándum con el retorno de los conservadores, junto al amén ortodoxo. Lo cierto es que no vi en julio que el riesgo de convocar elecciones y que ganara la derecha era más relativo de lo imaginable para el partido de régimen, el PSOE. Me lo motivó, primero, el miedo al neofranquismo en las instituciones centrales del Estado;
segundo, pese a algunas encuestas que daban a Sánchez el 30% antes del anuncio de que no existirían los dos intentos de investidura en septiembre, la probabilidad que tiene de perder el gobierno por una mayor abstención que, con la ley electoral vigente, dé paso a un pacto de gobierno de las ‘tres derechas sin filtro’. Todo esto, combinado con una reducción, inconscientemente institucionalista y naif, del papel que podía tomar el rey con su rol en este entuerto, y su voluntad de incidencia. Esto me impidió ver que podía no convocarse una nueva ronda de investidura.
Incluimos, en esta miopía lógica, a Pablo Iglesias: ahí están tanto sus análisis de cara a su función de estabilidad ante las crisis no resueltas del Estado, como sus declaraciones tras la reunión con el rey hace dos semanas. Lo cierto es que los actores de poder no hacen nuevas alianzas protagónicas ni con su carácter de ‘gato pardo’: no optaron por ‘el abrazo del oso’. Esto es lo que ahora Iglesias considera demostrado de cara a movilizar su voto en la nueva campaña
electoral. En definitiva, Sánchez corre este contundente riesgo para reducir a UP a una fuerza testimonial. Y la Casa Real ha colaborado en esa vía hacia este turnismo PP- PSOE, ya clásico en España. No vimos venir esta jugada del PSOE en tándem con la Casa Real, ahora bien, lo cierto es que desde agosto se vislumbraba, de cara a septiembre, que seguir por parte de unidas Podemos con la presión del gobierno de coalición, perdía sentido cuando el PSOE tenía definitivamente la sartén por el mango.
Con la correlación de fuerzas existente en esta coyuntura, los imaginarios hegemónicos y sus lógicas reinantes en los sectores progresistas e izquierdistas del país, con un PSOE sin ninguna voluntad de coalición para un gobierno con Unidas Podemos, con la competencia que se vislumbraba con Errejón y, a modo de cénit que apela a la dignidad, con la desvergüenza de las declaraciones del ministro de Fomento y la vicepresidenta en funciones, acerca de la multa al barco Open Arms por socorrer y salvar la vida de migrantes que se ahogan en el Mediterránea, en función de una nueva legislación de la Marina española que, de hecho, contradiría el derecho marítimo, las leyes del mar y los derechos humanos; parece que mirar a Portugal y a sectores dentro de Podemos que hablaban de apoyo para investir y oposición para pactos, pese a que Sánchez contara con las derechas para otros acuerdo, no era baladí. Ahora la suerte está echada, veremos.