…y no es una forma de decir, es la pura literalidad. Rato eterno, a metros del centro comercial de Villa del Parque y a las seis de la tarde, momento del día en que las mamás nos transformamos en remiseras de hijxs que entran y salen de prácticas de fútbol, natatorios y clases de inglés. Justo ahí, en ese mismísimo ínterin, me quiso robar el celular.
Yo grababa un audio y lo vi venir hacia mí. Supe enseguida lo que pasaría. Adiviné el forcejeo, el griterío, los sopapos, el tackle, los raspones, la bronca. Lo que no imaginé fue lo que siguió. Porque me miró desde arriba, con mi celular en su mano, sonrió, dijo “lo necesito” y se fue caminando. CAMINANDO despacito. Muy despacito y tranquilo. Sin siquiera girar la cabeza. Sin preocuparse por si lo corría. Se sabía impune. Contaba con mi no reacción, porque está(n) acostumbrado(s) a nuestra imposibilidad de reacción.
Pero entonces exploté. En una fracción de segundo se me vinieron a la cabeza las infinitas apoyadas en los colectivos, los exhibicionistas masturbatorios que me fumo desde los 11, las tocadas de tetas, de culo, las obscenidades por la calle, en los taxis, las veces que dije no pero insistieron… y exploté otra vez. Y lo alcancé. Lo empujé de atrás, lo rasguñé, le arranqué la remera de un tirón y lo insulté con el odio acumulado de todas las veces que no me animé.
Pero aspirante a minimosca no vence a gallo en el ring, ni en una esquina. Me pegó. Me llevó a rastras media cuadra mientras me estrujaba el cuello. Me lastimó.
“Sos brava Camacho”, “Si así te quedaron los nudillos, con un guante lo desarmás”, “¡No te podés resistir! ¡Tenés un hijo! ¿Querés que te maten y se quede solo?” “Qué ovarios negrita”. Familia, amigas, amigos, compañeros y compañeras de trabajo festejaron y amonestaron con la misma intensidad. A todos y a todas repetí que no, que no soy brava, que no pretendí desarmar a nadie y mucho menos dejar huérfano de madre a un nene de nueve años. Sencillamente estoy HARTA.
Harta de que hagan con nosotras lo que se les canta. Me vi tirada en la calle, mientras el agresor volvía a casa caminando y me harté más. Me harté del miedo a defenderme, a mí y a lo que es mío. Me harté de la sonrisa altanera después del abuso. Me harté de saber que a un varón jamás lo van a ningunear así.
Como dice Malena Pichot… me enojé hermanas, aunque me haya cagado a trompadas.
…
Banqué la media cuadra con su mano apretujando mi nuez porque esperaba refuerzos. Esperaba que los (hasta el momento) pasivos espectadores de la violencia se acercaran para que en conjunto pudiéramos retener al agresor, evitar que se hiciera humo con el celular y mi impotencia.
Esperaba ayuda porque en mi cabeza imaginaba un contínuum de pasos a seguir: llamar a la policía, acercarme a una comisaría, dejar asentada la protesta que generó el abuso y bla. Claramente, mi horizonte de probabilidades no podría haber spoileado jamás ese final. El momento en que cuatro muchachotes bíceps-crossfit rodearon a mi agresor y, literalmente, le volaron la cabeza de un palazo.
Aun con el fulano en el piso, la escalada virulenta tardó en tocar techo: montones de patadas y de puños cerrados contra un cuerpo que se retorcía y rebotaba contra el pavimento, todo a la vez. El salpicón de sangre parecía, además, enardecer a esta versión humana de tiburones. Machirulos justicieros haciendo sonar al machirulo desobediente.
Yo esperaba que me ayudaran a retenerlo, no que lo mataran, no que lo dejaran inconsciente, hecho jirones. Esperaba transitar el agravio acompañada por una comunidad contenedora, no asesina; por una comunidad respetuosa del Estado de derecho, no una que se relame en la venganza. Esperaba no vivir una segunda violencia.
Encima, cuando (¡finalmente!) los hacedores del correctivo lograron saciarse, el cotilleo concurrente les achacó: “¿Cómo no lo mataron? ¡¿Lo dejaron ir para que siga robando?!!” Entonces no pude escuchar más. Sin que nadie lo notara (porque en realidad a nadie le importé en esa escena), agarré mi celular del piso, agradecí (¿?) y me fui… “en busca de la vereda del sol”.
Por Mariana Fernández Camacho / Foto: Archivo Marcha
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