Siempre admiré a las mujeres de los 60´s y 70`s, aun mucho antes de poder enmarcarlas desde la teoría feminista. De alguna manera me daba cuenta de que estaban haciendo algo nuevo. Mi hijo, mi sobrina, les hijes de mis amigues y familiares vivirán en un mundo mejor por lo que ellas nos legaron.
Por Mariana Fernández Camacho
Sábado 08.30 am. La tía Nora reenvía un video a un grupo de WhatsApp de la familia. Adelanta que son historias de mujeres españolas silenciadas por los libros. “Me lo mandaron mis amigas feministas de la serie La otra mirada”. La noche anterior había cenado en casa de mis viejxs. Mi papá contó que señaron un 0 KM y que pronto “podremos firmar la titularidad”. Habló en futuro, porque a los trámites siempre les falta un papel, pero sobre todo habló en plural. No alcanzó. Mi mamá interrumpió convencida: “Claro que voy a firmar la compra del auto. Si querés no vayas vos, pero yo voy a firmar”.
Mi papá habló en plural, y ni siquiera soslayó durante la charla (ni durante la vida tampoco) la posibilidad de que mi mamá no fuera parte de los bienes de la sociedad conyugal que construyen desde hace quichicientos años. Pero mi mamá necesitó decirlo. Fuerte y claro. Y su claridad no se sintió como grito de guerra, sino más bien como la satisfacción que da confirmar un montón de ideas, a las que ahora les pone un nombre: feminismo.
Mi mamá y la tía Nora cumplieron 65 años. Son primas políticas, pero sobre todo son amigas de toda la vida. Se conocieron en el Normal 4, siguieron juntas el profesorado de Letras, embellecieron montones de infancias narrando cuentos y le pusieron el cuerpo (también la mente y el corazón) a cargos directivos en escuelas que consiguieron por exceso de puntajes y trayectorias. Ellas son la generación que “salió de las casas”, las que a patadas ingresaron a esa metáfora interesada que es el mercado laboral. El mercado que no ofrecía frutas y verduras, sino trabajos más baratos, condiciones precarizadas, techos de cristal y pisos pegajosos para las mujeres.
Recuerdo a mi mamá recordando las quejas de su mamá (o sea, mi abuela materna): “¿Para qué trabajas tanto? ¿Para qué seguís estudiando?”. Mi abuela Lala no lograba concebir el “sacrificio” si existía un marido (o sea, su yerno/mi papá) capaz de proveer económicamente. También la recuerdo recordando los comentarios de su suegra (o sea, mi abuela paterna), en tono de súplica casi violenta: “No se te ocurra dejar de trabajar después de tener hijos eh. Mantené tu independencia”.
Siempre admiré a las mujeres de los 60´s y 70`s, aun mucho antes de poder enmarcarlas desde la teoría feminista. De alguna manera me daba cuenta de que estaban haciendo algo nuevo. Porque nuestras abuelas nunca habían trabajado afuera. Nuestras abuelas cocinaban rico, sabían tejer pulóveres de todos los colores y coser dobladillos casi sin mirar, pero jamás recibieron un salario (ni reconocimiento) por esas tareas. Mi mamá, la tía Nora, la tía Susi, algunas (no todas) mamás de compañeras y compañeros del colegio fueron las primeras que no se quedaron hasta el final de los actos porque las esperaban en sus trabajos.
Bastante tiempo después pude ubicar esas decisiones en un contexto histórico, entender el tupé
que tuvieron de rebelarse contra lo doméstico como LA condición sine qua non femenina, pude desandar sus andares a tientas, sin muchos ejemplos para seguir en una tríada de prueba-error-y culpa. Las mujeres de los 60`s y 70`s nos la hicieron más fácil y naturalizaron nuestras iniciativas. La Bubu, por ejemplo, no creyó necesario seguir machacando con estudiar y trabajar cuando estrenó bisabuelazgo. Estaba tranquila: yo ya estaba seteada.
Nosotras subimos la vara: salimos a trabajar, pero también visibilizamos que ganamos menos que los varones en cualquier lugar del planeta, que nos hacemos cargo de extenuantes dobles (¡y hasta triples!) jornadas laborales, que hacen falta políticas públicas de cuidados pero no siempre hace falta jurar amor “hasta que la muerte nos separe”, que nos importa que las descendencias lleven nuestros apellidos pero tanto más que se críen en hogares libres de violencias…
La revolución de las hijas está en marcha y llega a la televisión, al cine, a la radio, al taxi y a la calle. De saberlo me estalla el cuore. Mi hijo, mi sobrina, les hijes de mis amigues y familiares vivirán en un mundo mejor. Pero me estalla el cuore por partida doble porque también es la revolución de las abuelas. De aquellas mujeres que hoy se reconocen feministas, se dejan crecer las canas, y pueden ponerle palabras, conceptos y fundamentos a todo lo que vivieron, a todo lo que desearon y se animaron a hacer en sus juventudes.
Luchamos contra el machismo, en sus múltiples variantes. Todavía no le ganamos. Pero cada vez somos más, en una red de generaciones unidas.