Tercer entrega del Especial “Francia Fluorescente”, un libro que se propone ampliar la mirada y problematizar las dicotomías surgidas en el gobierno de Macrón en Francia durante el año pasado con la manifestación de los “chalecos amarillos”. En esta entrega, Las vías inciertas de la democracia fluorescente El gobierno de cualquiera.
Por Jérémy Rubenstein desde Francia / Foto: @pitinome/Collectif OEIL
Desde el principio de esta larga “crisis de representación” en la cual los Chalecos son tan solo un episodio más surge una vieja pregunta institucional: ¿cómo organizarnos para que seamos políticamente iguales? En el fondo, se critican todas las representaciones (políticas, judiciales periodísticas, culturales) porque rompen con el ideal de una igualdad entre las voces que se encuentran en el corazón del paradigma democrático. Por eso todos los cuestionamientos –los síntomas de crisis, es decir las rebeliones- se combinan de un momento a otro con la idea de “horizontalidad”, a veces se vuelve casi obsesivo el temor a que alguien dentro del “nosotros” acapare nuestra voz colectiva. Obviamente se habla acá de los movimientos interesados en la cuestión de la “horizontalidad” o, mejor dicho, de la igualdad. Entre la derecha es un no-tema, y más bien se buscan –o se incrementan- formas institucionales que ratifiquen las desigualdades sociales y/o raciales.
En Europa, esa pregunta se convierte a menudo en discusión sobre las formas o procedimientos para prohibir o limitar esa acumulación de poder que conlleva la representación. No es una cuestión nueva, es la que plantea entre otras Aristóteles cuando describe los sistemas políticos de cada polis griega. El autor clásico explica que el sistema de Atenas se llama “democracia” pero se trata más bien de un sistema híbrido entre un procedimiento aristocrático –el voto- para elegir los diez estrategas (que vendrían a ser un equivalente de nuestros “poderes ejecutivos”) y un procedimiento democrático que es la elección por sorteo de los miembros de la Boulé (la asamblea, equivalente de diputados).
El sorteo es entonces considerado como el procedimiento de elección democrática por excelencia ya que permite el gobierno de cualquiera. Ese “cualquiera” obviamente es limitado a los miembros de la polis, es decir que excluye las mujeres, los extranjeros y los esclavos. Sin embargo así es el procedimiento democrático: una elección por sorteo dentro de un “nosotros” predefinido, mientras que el procedimiento del voto es identificado con la parte aristocrática del sistema ateneo, ya que se supone que se vote por los mejores (el sentido etimológico de “aristocracia” es “el gobierno de los mejores”). Se entendía entonces que los “mejores” eran los que mejor hablaban, lo que explica que la aristocracia ya sea identificada en aquella época con un estatus social: se habla mejor porque se pudo recibir la mejor educación.
Esa educación dispensada por los sofistas era muy cara, es así que, paradójicamente, el personaje más identificado con la democracia atenea, Pericles, sea también un aristócrata proveniente de una de las familias más prominentes (y pudientes) de la polis.
Vieja discusión entonces, de la cual los términos fueron desvirtuados hasta decir lo contrario de lo que decían. Es así que el término “democracia” perdió su sentido inicial para convertirse en un sinónimo peyorativo de anarquía durante la primera parte del siglo XIX y, después, en un supuesto gobierno de la mayoría a través del voto –el procedimiento aristocrático por excelencia. En este contexto de confusión –y por lo tanto de contradicciones evidentes- sobre los sentidos de las palabras que designan nuestros gobiernos, es bastante lógico que estas cuestiones emerjan a menudo cuando se reúnen personas que cuestionan la distancia entre el ideal que les enseñaron desde chicos (el gobierno del pueblo para el pueblo) y la realidad: un entramados de élites que gobiernan para mantenerse, sea distribuyendo riquezas a ciertas partes del pueblo, sea fortaleciéndose en contra de otras partes del pueblo. Esa crítica de corte institucional del régimen llamado democrático aparece en Jacques Rancière, quién explica muy claramente que lo democrático sería precisamente el gobierno de cualquiera o de quien sea.
Pero el filósofo no es muy conocido fuera de los ámbitos universitarios y de izquierda. Actualmente en Francia este tipo de crítica se asocia a un personaje mucho más confuso y ambiguo: el bloguero Etienne Chouard. Este se hizo conocer a raíz de la campaña del referéndum del 2005 convocado para ratificar la “Constitución europea” (las comillas son para subrayar que aquel largo y técnico texto no era una constitución –que suelen ser cortas y suficientemente claras en sus principios para que todos puedan entenderlas. De hecho, su intitulado oficial no es “Constitución” sino “Tratado por el que se establece una Constitución para Europa”, lo que dice mucho de la confusión organizada por las élites que lo escribieron). Bastante antes de las redes sociales, los textos del bloguero Chouard, también docente de escuela técnica, son difundidos por millones de personas y participan en la victoria del No a la “Constitución” (que juntó a los electores que suelen votar a la izquierda de la izquierda –es decir no por el Partido Socialista- y a los que votan a la extrema derecha nacionalista). El tratado termina por ser firmado sin embargo (con ciertos cambios al margen) por el gobierno de Sarkozy, de manera que es un momento fundador del rechazo masivo al sistema actual ya que es una prueba contundente de que votar no sirve de nada.
Desde entonces Chouard sostiene su crítica al régimen, esencialmente llamando a escribir desde abajo una nueva constitución ya que, según él, el pecado original de todo texto fundacional es que sea escrito por la misma gente que gobierna. De manera que hay una suerte de conflicto de intereses que piensa resolver si son los gobernados (y no los gobernantes) los que escriben las reglas. Pero Chouard también desarrolla la idea de Referéndum de Iniciativa Ciudadanía (RIC) –que es hoy la principal reivindicación constitucional de los Chalecos-, y que está constituido por preguntas que surgen desde abajo, siempre y cuando los peticionen cierto número de personas (un poco como en Suiza), sea para revocar un gobernante o para que se vote una nueva ley.
El RIC es visto con gran sospecha desde los ámbitos politizados, especialmente desde la izquierda. Y es que hay una larga tradición francesa en la cual tanto los referéndums como el sufragio universal directo juegan en contra de lo democrático y a favor del autoritarismo, o del bonapartismo: la primera experiencia de voto directo para un presidente remonta a 1848 cuando Napoleón III se impone (no dejaría el poder hasta 1870 y durante esos 22 años usaría varias veces el referéndum para fortalecer su poder). Es por eso que, un siglo después, cuando De Gaulle quiso restablecer el sufragio directo para presidente, toda la izquierda lo consideró como 119 Crónica viva de los Chalecos Amarillos antidemocrático –un “golpe permanente”-. En realidad, en Francia siempre se entendió el referéndum como un plebiscito.