A un año de las elecciones en México que consagraron el triunfo de Andrés Manuel López Obrador, un análisis desde las organizaciones populares.
Por Fernando Munguía Galeana[1] Foto: Archivo Web
El 1º de julio de 2018 más de 30 de millones de votantes decidieron la elección por la presidencia de la República a favor del candidato del Movimiento Regeneración Nacional y, con ello, se puso fin al continuismo del régimen dominante. De entonces a la fecha, en particular desde la toma de posesión del gobierno morenista en diciembre pasado, diversos claroscuros han surcado la política nacional, generando críticas y oposiciones no ya de quienes históricamente detentaron espacios de poder económico, político y aun cultural que claramente siguen usando sus inagotables recursos para intentar desestabilizar con poco éxito hasta ahora, sino incluso entre quienes desde tiempo atrás expresaron su simpatía y preferencia por Andrés Manuel López Obrador y de otros tantos que desde una postura no institucional valoraban, entre un pesimismo inteligente y cierta voluntad optimista, los aires de cambio por venir.
Es ese último grupo que, ubicado en el campo amplio y potencialmente irreductible de la izquierda mexicana, el que me interesa relevar en estas líneas pues siguen siendo esas organizaciones y sujetos populares los que, surgidos de una prolongada lucha por la democracia, podrán dotar de un sentido específico a las tendencias de transformación en curso.
Crisis de la democracia conservadora.
Los casi cuarenta años de reformas e intentos de apertura incipiente del sistema político mexicano que antecedieron a la alternancia partidista del año 2000, se entienden no solo por la inexistencia de proyectos partidistas sólidos o por la insuficiencia de espacios de participación política ciudadana. El transformismo arraigado y reproducido por la clase política dominante desde entonces se cifró como un dispositivo de control con el que lograron imponerse a las conquistas de las clases trabajadoras, desmanteladas y expulsadas del campo político.
La forma de la democracia representativa que se instaló en ese contexto venía ya con la impronta de la ortodoxia liberal como canon único de participación y, con aquella operación previa de anulación de lo popular, le fue relativamente fácil barrer con los proyectos de transformación colectivos que habían sido gestados por largo tiempo por los movimientos de trabajadores, de estudiantes, de campesinos y de pobladores urbanos durante las décadas precedentes.
Cuando a finales de 1970 se comenzó con la reforma política y en los años siguientes se dio cabida a diversos partidos de oposición, para luego institucionalizarse con el IFE (habría que recordar que el IFE, ahora INE, se funda en 1990), el tablero estaba ya condicionado por la máxima de la competencia electoral y la atomización de los colectivos populares en votantes; el discurso liberal de la ciudadanía y de la sociedad civil tomó el lugar del conflicto de clase, de las mediaciones de los sindicatos y de las luchas de los movimientos. Convertidos en ciudadanos consumidores de propaganda electoral antes que, en miembros de una comunidad política, la historia de disputas y contradicciones parecía ya no tener cabida y la memoria subalterna dejar su lugar a la diversidad ficticia del presentismo. Ir a votar, en ese contexto, se convirtió en lo que las derechas conservadoras y reaccionarias querían que fuera: un impulso individual, desconectado de las matrices de articulación y disputa colectiva.
En el arco temporal que va del cardenismo a finales de la década de 1970, las experiencias de los sectores populares y las izquierdas fueron proyectadas desde múltiples matrices ideológicas y sus prácticas y formas organizativas cubrieron un amplio repertorio de acciones que configuraron una cultura política en la que la izquierda se fundió con lo popular y que resultó fundamental para identificar, denunciar y luchar contra los mecanismos de dominación y represión así como frente a los límites del reformismo hegemónico instalado en el aparato de Estado. Antes y después del movimiento estudiantil y popular de 1968, las izquierdas organizadas en movimientos, partidos, sindicatos, colectivos, células guerrilleras, entre otros, fueron capaces de dar impulso y materializar diversas demandas de los sectores subalternos y, en escalas disímiles, plantear desafíos radicales al sistema político mexicano, anclado en el autoritarismo presidencialista y el corporativismo como formas de dominación y de desactivación del conflicto.
De aquéllas formas de lucha, variadas y complejas en sus aberturas, fisuras y articulaciones se desprende también la insurgencia del neozapatismo en 1994, que combinó de manera inédita la experiencia histórica de las comunidades indias rebeldes del sureste con elementos organizativos y programáticos de ciertas expresiones ideológicas del comunismo y del socialismo del los sesentas y setentas pero articuladas con prácticas y expresiones organizativas que, en el turbio mar del neoliberalismo salvaje, han sido desde entonces una matriz interminable de politización para las generaciones jóvenes desde el fin de siglo y hasta la actualidad, que han estado presentes en diversas luchas, como la huelga estudiantil de la UNAM y las movilizaciones populares de la APPO y Atenco, entre otras, y aún como estímulo y acervo de aprendizajes constantes, actualizados por activistas y organizaciones populares, como se ha dejado ver en las pasadas coyunturas electorales, de 2012 y 2018 y que perviven entre los grupos y colectivos que hoy luchan por la defensa de los recursos naturales y en contra de los proyectos de construcción de infraestructura predatoria; entre quienes siguen bregando por la justicia y la búsqueda de los miles de desaparecidos; o quienes disputan espacios de defensa de derechos laborales y formas dignas de trabajo no precarizado.
Apertura de horizontes populares.
Con esta configuración sociohistórica, vale replantearse entonces el sentido de las disputas políticas por la democracia e interrogarnos si luego del pasado 1º de julio de 2018, un año ya de aquel acontecimiento histórico de ruptura, estamos efectivamente en condiciones de asistir a la cuarta transformación de México, como afirma reiteradamente el gobierno actual.
Como un elemento no menor en esa reflexión, hay que reconocer que el contexto de la disputa política ha cambiado de manera sustantiva, al menos como posibilidad de despliegue de alternativas desde el campo popular. Pero, al mismo tiempo, hay que enfatizar que esta modificación en la correlación de fuerzas se debe fundamentalmente a la acumulación de experiencias y al tejido, muchas veces subterráneo, de prácticas de resistencia de múltiples organizaciones, responsables de la apertura de horizontes de transformación, más que en la capacidad articuladora de un partido y menos de un líder en específico.
En este sentido los claroscuros del programa de gobierno impulsado en estos breves siete meses no pueden pasarse por alto, no para indicar las falencias o errores, mismos que en verdad no pueden valorarse aún con todas sus implicaciones, sino para tratar de encontrar las asintonías con las otras formas de disputa política y las organizaciones que las impulsan.
Lo más visible de dicho programa está en los cambios institucionales, no menores, que promueve desde la lógica de la administración con un sentido social, como es el combate a la corrupción y el despilfarro de recursos públicos. Si bien esta propuesta está orientada a desmontar una estructura férreamente construida durante el ciclo anterior y que dio pie a diversos mecanismos prebendales y de reproducción de privilegios, lo cierto es que las formas en cómo se han impulsado las primeras medidas no abonaron en claridad ni en efectividad en tanto generaron afectaciones puntuales a trabajadores largamente precarizados, tal como ocurrió con las prácticas de recorte y redireccionamiento de inversión en ciencia y tecnología, mismas que detonaron la preocupación y diversas críticas de las comunidades académicas del país.
Otro caso es el de la búsqueda del fortalecimiento de mecanismos redistributivos a través de la construcción de infraestructura, la activación de la producción y del mercado interno; por ejemplo, con los proyectos del Tren Maya en la Península de Yucatán, el corredor Transístmico, entre los estados de Oaxaca y Veracruz, que busca conectar los océanos Pacífico y Atlántico o, bien la construcción de una séptima refinería de petróleo en Dos Bocas, Tabasco. En este ámbito, las críticas fundamentales a dichas estrategias de crecimiento económico provienen de las propias comunidades campesinas y pueblos originarios pues afectan sus prácticas sociales y su capacidad de reproducción material y simbólica, constantemente asediadas por los intereses del capital privado hasta cobrarles la vida, como ocurrió con Samir Flores comunero en Morelos, opositor a la termoeléctrica y el gasoducto del Proyecto Integral Morelos (PIM), en Huexca, asesinado el 20 de febrero. Samir ha sido otro de los ya más de quince defensores ambientales asesinados este año.
Desde dos puntos disímiles de la cartografía política, con recursos y repertorios de acción también distintos, estos dos ejemplos convocan a pensar, por tanto, en las múltiples expresiones que asume el conflicto sociopolítico en México actualmente. Más aun, en no olvidar que son esas y otras fuerzas y sujetos populares, quienes constituyen las expresiones concretas de la constelación histórica y actual de las izquierdas mexicanas y del proceso de acumulación de experiencia y politización de los sectores medios y populares que, ahora, ante la apertura de un ciclo inédito, podrían ser fundamentales en la construcción de una sociedad y estatalidad democrática.
Es por ello que las polifonías clasistas de la resistencia, que se engarzan con las largas luchas por la democracia, permiten plantear que la crisis del Estado ampliado y el prolongado ciclo de subalternidad impuestas por el neoliberalismo y el transformismo democratista comienzan a expresar sus límites y a emerger los actores que habían permanecido bajo la égida de sus formas de dominación: trabajadores y trabajadoras, estudiantes, pueblos indios, pobladores y campesinos, sectores medios precarizados, movimientos y organizaciones feministas y Lgbtttiq+.
Quizá sea cierto ánimo utópico, en todo caso el mismo ánimo que se proyecta históricamente en todo proceso de rebeldía o insubordinación y que lleva a imaginar un futuro distinto, el que hace sugerir que un año atrás algo profundo cambió y que ahí comenzó una forma de transformación que trasciende el ánimo hegemonista actual. Fue un acto de dignidad, de oposición al continuismo y una apuesta por la sobrevivencia que desborda a las instituciones, de una transformación que no lleva prefijo numérico alguno (sabemos que no es la primera, pero seguramente tampoco será la cuarta), porque no atiende a una cronología específica, que no deja ser también cierta forma de teleología; ésta se ubicaría más cerca de aquellas imágenes de estallido, de irrupción intempestiva en la historia subalterna que toma formas específicas según coyunturas puntales.
En el contexto de un presente agónico, con el pasado aciago que llevamos a cuestas y frente a un futuro incierto, la alternativa de apertura de un horizonte popular no deja de estar cruzado por aquellas potencias plebeyas, comunitarias, ciudadanas; creativas y radicales que efectivamente habitan entre las izquierdas mexicanas. Como suele ser de obstinada la historia, esta transformación tomará más de un sexenio pero, de hecho, había empezado ya desde antes que éste iniciara.
[1] Sociólogo mexicano. Profesor del Centro de Estudios Sociológicos, FCPyS, UNAM.
*Fé de erratas: Por desprolijidades propias del medio en la edición del texto original volvemos a publicar la nota corregida con título “México: desbordar la cronología, tejer desde lo subterráneo” de la fecha 01/07/2019