La política actual se entiende más por la literatura que por los hechos en sí. Lo dijo un escritor que pasó de ser autor a personaje (voluntaria y conscientemente) de la televisión argentina. Y que entre chimentos cortesanos y un entendimiento del peronismo (de sus astucias y banalidades), más por haberlo vivido que leído, desliza cada tanto una verdad ineludible, lo que hace que siga siendo escuchado; porque tiene cosas para decir.
Por Ana Paula Marangoni
Para hablar de personas más célebres, también lo entendió David Viñas, y mucho antes lo entendió Rodolfo Walsh. Incluso, si se quiere, lo entendieron los dos Rodolfo Walsh, el de Operación Masacre, que deja el ajedrez porque escucha desde el interior de su casa cómo fusilan a alguien en la calle, y el de la Carta abierta a la junta Militar, el mismo que hace su denuncia doble, al gobierno de facto y a la conducción de Montoneros, sabiendo que la agudeza no lo salva de las dicotomías, y que su carta abierta es quitarse el chaleco anti balas a través de la denuncia pública. Su ciclo se cierra y él deja de ser el hombre que escucha atemorizado desde el interior de su casa para ser aquel al que van a fusilar. Su asesinato cumple con ese destino cuidando los detalles estéticos: Rodolfo no pasa los últimos días de su vida en un centro clandestino de tortura y exterminio, muere en ese espacio visible que eligió tomar, a balazos limpios. En plena calle.
La Argentina se comprende más por sus relatos que por su historia, reza la tesis. También lo observó Ricardo Piglia, cuando leía El matadero de Echeverría. Un texto que siempre se lee por primera vez, que es más atroz por su circular actualidad que por lo desopilante que ocurre allí, narrado con morboso (¿y placentero?) detalle. En un lugar mugroso de Barracas, en medio de las inmundicias de uno de tantos mataderos de la zona, el jefe matarife hace cosas brutales: tortura y mata gente como si fuesen reses.
Echeverría quiere mostrar lo salvajes y bestiales que son los rosistas, y el rosismo mismo como sistema. Pero igual que el Sarmiento del Facundo cae en la trampa de su propio relato. Porque serán los futuros presidentes quienes instalen el exterminio y la tortura como modus operandi del gobierno. Esto no excusa las andanzas de Rosas ni lo santifica. Pero sin duda lo trasciende y supera. El matadero se torna más interesante por lo involuntario que por la intencionalidad de quien lo escribe. Esa alegoría pesadillesca se transforma en premonición del país que se viene.
Ese relato que explicita la crueldad propia desplazándola hacia el bando enemigo, funda ese enorme agujero negro de las dicotomías fusionadas entre política y literatura. Ese relato impecable que nació para conformar un país por un conjunto de unitarios solitarios llegó a su apogeo durante la Conquista del desierto. Momento en que la metáfora desértica se convirtió en algo palpable, a fuerza de saqueos, invasiones y masacres masivas de los y las pobladoras originarias.
Hubo un momento (no el único, pero sin duda uno muy contundente) de ruptura, y lo marcó el peronismo. Es el otro gran relato de la historia argentina. Un relato con poca literatura propia. Narrado más desde afuera que desde dentro. Un relato sucio, mixto, y plagado de misceláneas e impurezas. Potente por la eficacia en el goce de los y las sin nombre, plebeyo en sus ideas, nunca correctas del todo, nunca aptas para puristas ideológicos. Era la reivindicación de los que no escriben literatura, esas negras y esos laburantes del matadero que poco entendían de órdenes, planes o gobiernos. Esa gentuza que podía gozar en medio de la mierda y las vísceras de vaca.
La literatura en nuestro país es unitaria, predominantemente. Incluso se vanagloria de los unitarios que se meten un poco en la mierda para narrarla. Y cada tanto perdona a quienes expresan su simpatía hacia lo plebeyo, voluntaria o accidentalmente.
Leer esos relatos nos ayuda a leer los de hoy, y dan una clave de lo que se juega en las elecciones de este año.
Macri actualiza un relato unitario, aunque este se despoje de su potente simbolismo político. Un gobierno que demostró ser más corrupto que el anterior, que volvió a restaurar el abismo entre una minoría rica y una enorme población desprovista de derechos, que garantiza los negocios inmobiliarios para amigos, facilitados desde el estado, y que devaluó la calidad de vida fatalmente para la mayoría de la población.
Que volviera a ganar Macri sería la demostración de que el arco narrativo sostenido históricamente es más potente que cualquier demostración empírica. Y ya sabemos cómo termina. La anacronía tiene ese encanto de pronosticar hacia el pasado. El país de los unitarios termina literalmente reventado, colapsado, en un baño de sangre.
La otra fórmula emergente con chances de ganar reúne una cantidad de características que, por su innovación, se torna predecible en el círculo vicioso de nuestra historia. En momentos de inestabilidad social suelen emerger personajes políticos más improbables, algunos mejores y otros pésimos. Alberto Fernández cumple con el bautismo de la anomalía, de la figura que escapa de los blancos pre establecidos, y por eso se torna más peligrosa para sus adversarios. Fernández está fuera de la grieta, aunque no del todo. ¿Dónde está? No hay causas judiciales, ni archivo que pueda exponerlo lo suficiente. Clarín y La Nación deponen armas y hurgan detrás de él para re encontrarse con su añorada Cristina, a quien supieron, a fuerza de relato, debilitar.
Fernández parece ser el prototípico emergente para los momentos críticos del país, precisamente porque no es posible crear relatos a su sombra, de ninguna índole. Porque nadie lo elegiría en sí mismo como presidente, de no ser por la coyuntura. Porque nadie, en ningún partido, lo hubiera postulado: hubiese sido un quemo.
Si Macri gana, estaremos reabriendo un capítulo sangriento de nuestra historia. Si Fernández gana, evitamos el final suicida y trágico, pero no hay en ese camino épica ni alegría, apenas el alivio de apostar a no empeorar o estar un poco mejor.
¿Quién es ese Fernández? Ese tipo impensado, ese que pensamos votar con tal de no seguir así; ese que tiene un hijo Drag Queen y que puteaba por Twitter como uno más; ese que habla de despenalizar el aborto, pero yendo de a poco; ese que se peleó con Cristina por la 125; ese que habla tranquilo y parece tener todos los pares de medias juntos; ese que dice las palabras mágicas: desarrollo industrial, para enseguida hablar de minería; ese que no imaginamos bailando en la rosada frente a La Cámpora; ese que no agrada ni desagrada demasiado a nadie.
El presente define un conflicto entre la potencia de un relato y el pragmatismo del bolsillo. Tal vez sea momento de ser pragmáticos sin dejar de ser lúcidos. Y estar preparados para el devenir, de cualquier forma.