Por Luciana Mignoli y Marcelo Musante
Se cumplen cien años del llamado “último malón indígena”. El Estado inventó que la Masacre de Fortín Yunká fue perpetrada por el Pueblo Pilagá de Formosa. Nada se dirá de la venganza, de las muertes indígenas ni del rencor que continúa vigente tras aquel hecho. Un siglo después, la idea de enemigo interno se reactualiza en distintos puntos del país para seguir justificando la represión sobre esos cuerpos.
Inventar un enemigo, señalarlo para reprimirlo y marcar para siempre la historia a través de su circulación en los libros escolares, discursos oficiales, materiales turísticos y medios de comunicación. Así fue la invención del último malón indígena y las consecuencias represivas futuras hacia el pueblo Pilagá.
Año 1919. Formosa era territorio nacional. Una línea de fortines marcaba las fronteras. El Fortín Yunká estaba ubicado en el centro norte de la ahora provincia. Vivían siete soldados, algunas mujeres e hijos e hijas. El fortín sufrió un ataque el 19 de marzo de ese año. El Sargento 1º Fernando Leyes, seis soldados a su cargo y sus familias aparecieron muertos. Y de inmediato, se desplegó una maquinaria de violencia feroz que se perpetúa hasta estos días.
Unos días después, las tropas enfurecidas -a cargo del Teniente Narciso Del Valle y el capitán Enrique Gil Boy- asesinaron a mansalva familias pilagá y apresaron al Caquice Garcete, uno de los líderes más importantes del Pueblo Pilagá. De esa masacre feroz quedan pocos registros.
Los militares necesitaban venganza y culpables. ¿Habían sido los Pilagá? Quizás ni se lo preguntaron. No importaba saber la verdad, quién había sido ni por qué. Lo importante era el castigo. Y que el castigo sea público. Había que vengarse y que “los indios” supieran cuáles eran las reprimendas.
Se suponía que las campañas militares al Chaco habían terminado dos años antes, en 1917. Era mentira. Aquél había sido sólo un discurso, porque las fuerzas militares de las Campañas al “Desierto verde” seguirán operando hasta 1938. Así lo relatan los propios militares en sus partes.
Fortín Yunka pasó a la historia como el último malón. Así se puede leer en la una guía YPF como reseña turística. La idea que los Pilagá habían sido los perpetradores se fue repitiendo en diarios y libros escolares.
Sin embargo, sólo hace falta ir al monolito que recuerda a los caídos para ver que los militares no mencionan a los Pilagá en sus placas.
Gendarmería
Poner punto final al malón es uno de los argumentos históricos que se esgrimieron para avanzar sobre los cuerpos y los territorios indígenas. Para fundamentar una maquinaria genocida que permitiera la violenta anexión de territorios al incipiente Estado-Nación.
Cinco años después de Yunká -en 1924-, el Regimiento de Gendarmería de Línea también participó (junto a la policía territoriana del Chaco) de la Masacre de Napalpí, una represión a una protesta indígena por las condiciones de vida en la Reducción de Napalpí en la que se fusilaron a cientos de indígenas qom y moqoit.
Ese Regimiento es el antecesor de la Gendarmería Nacional, que actuó en muy diversos lugares del país destilando un odio profundo a esas otredades indígenas.
En el documental y libro Octubre Pilagá, Valeria Mapelman recupera con claridad cómo casi treinta años después del ataque, la Gendarmería Nacional perpetró la masacre de La Bomba, en cercanías de Las Lomitas, a unos 200 kilómetros de Fortín Leyes (nombre que tiene hoy el antiguo Fortín Yunká) con ansias de venganza.
El 10 de octubre de 1947 comenzó la feroz represión que extendió durante días. Durante las persecuciones, entraron a la Reducción de Indios Francisco Muñiz -donde estaban sometidas familias wichí bajo el control y sometimiento del Estado Nacional- y la mención a la venganza por Yunká también estuvo en las voces gendarmes.
En la actualidad, se puede mencionar -entre muchas otras y en distintos lugares del país- la voraz represión sobre la Comunidad Potae Napocna Navogoh, La Primavera, Formosa, que en 2010 se encargó de “liberar” la Ruta Provincial Nº 86. La avanzada de la Gendarmería Nacional junto a la policía formoseña terminó con el asesinato del anciano qom Roberto López, varias viviendas incendiadas y ocultamiento de la documentación luego de la represión.
El 1º de agosto de 2017 la Gendarmería Nacional ingresó de modo ilegal al Pu Lof en Resistencia de Cushamen en Chubut y reprimió violentamente. Ese día, en ese marco, desapareció Santiago Maldonado, que estaba acompañando a la comunidad mapuche en el corte de ruta. El 17 de octubre fue hallado muerto en el Río Chubut.
A partir de la desaparición de Maldonado, se construyó una campaña mediática para blindar la acción del gobierno obstinado en proteger a la Gendarmería Nacional en su responsabilidad por el asesinato. La ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, desligó instantáneamente a la fuerza de seguridad. Lo mismo hizo tras el asesinato de Rafael Nahuel con la Prefectura. Expresó públicamente el apoyo al accionar de las fuerzas para desalojar el territorio. Poco después, sus palabras fueron avaladas por la vicepresidenta Gabriela Michetti y por el jefe de Gabinete, Marcos Peña.
Genocidio vigente
Si para las campañas militares se necesitó construir al indígena como malonero y salvaje, ahora se lo reinventa como parte de una organización terrorista armada que ocupa ilegítimamente rutas y territorios. No importa dónde. El tema es que no se junten, no reclamen. Porque miedo del malón sigue vivo. En el norte y en el sur. Y la represalia está de guardia.
En Las Lomitas, último bastión del ejército en Formosa, existía hasta hace poco años una escuela infantil de la Gendarmería Nacional. Se llamaba “Agrupación Yunka”. Allí se reunían a niños y niñas para regar esa sed de venganza. Diversos procesos educativos dentro de las fuerzas que siempre van a hablar de esa versión de Yunká. Que van a permitir justificar cualquier represión.
Atrás quedó la verdad, enterrada. Lo que circuló fue el discurso hegemónico y la versión instalada. Los Pilagá, los supuestos asesinos de Yunká, siempre estarán en riesgo.
Ese resentimiento no sólo flotó en la Masacre de La Bomba, sino que siguió en el aire en las amenazas a las comunidades de Oñedié y Penqolé, dos recuperaciones territoriales que el Estado nunca termina de reconocer. Y que la Gendarmería Nacional se ocupa de “amenizar” con hostiles rondas nocturnas.
Nuestro país se constituyó sobre un genocidio indígena que aún no es reconocido ni por el Estado ni por la sociedad. Pervive no sólo el racismo brutal, sino también el sutil, el casi imperceptible, que lleva a desconocer estos hechos históricos y sus consecuencias que siguen vigentes.
No conocer muchos de los modos que adquirió el disciplinamiento de los pueblos originarios implica participar en la reproducción de silencios y olvidos. Porque una de las maneras en las que el Estado consigue reproducir estas prácticas sociales genocidas es justamente invisibilizando sus violencias.
Mientras no se reconozcan las represiones indígenas como parte de un proceso genocida, la muerte seguirá merodeando de noche a las comunidades indígenas. Como lo hace la Gendarmería Nacional en Formosa.