Por Redacción Marcha | Foto de Oscár De la Vega
En un año electoral decisivo para la continuidad de Cambiemos, la reforma del sistema penal juvenil vuelve a ocupar la agenda pública. La baja de edad de imputabilidad, un recurso que se repite cada año impar cuando las urnas asoman, ocupa una vez más las tapas de los diarios. ¿Qué tiene de particular esta vez?
El debate sobre la baja de la edad de imputabilidad es recurrente, por lo menos en los últimos 10 años de historia argentina. El disparador suele ser algún asesinato perpetrado por un chico de menos de 16 años que sirve como punto de apoyo para reavivar la discusión sobre la reforma del sistema penal juvenil.
Invocando a la “puerta giratoria” y una justicia inoperante que sólo garantiza los derechos de los asesinos, los medios masivos de comunicación refuerzan la demanda con una secuencia de noticias, repetidas hasta el hartazgo, que buscan instalar una versión de la realidad según la cual bandas de delincuentes juveniles atemorizan día y noche a los y las ciudadanas ilustres. El Señor de las Moscas sería un cuento de hadas en comparación a vivir en un barrio del conurbano bonaerense.
Hagamos memoria
Esta discusión viene de largo en la agenda política del país. Podemos retrotraernos a 2008 para escuchar al entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires y candidato a presidente en 2015, Daniel Scioli, reclamando en una entrevista la baja de edad de imputabilidad para delitos graves, hecho que él mismo se encargó de rescatar de los archivos hace 2 años, vía Twitter. Un año después, respaldado por su entonces Ministro de Justicia Ricardo Casal, y ante el asesinato del camionero Daniel Capristo en abril de 2009, cometido por un chico de 14 años, el ex motonauta volvió a reclamar la baja de edad de imputabilidad. A fines de ese mismo año, un proyecto de ley obtuvo media sanción en Senadores pero no logró pasar la votación en la Cámara Baja y perdió el estado parlamentario.
Dos años después se repetía la secuencia con el asesinato de Fabián Esquibel por un muchacho de 15 años. A los reclamos de Scioli y Casal se sumaron el actual presidente Mauricio Macri, Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires en ese momento, y el exdiputado bonaerense Francisco De Narváez.
En 2013 Martín Insaurralde, intendente de Lomas de Zamora y candidato a diputado en ese entonces del Frente para la Victoria (FPV), reavivó el debate y fue ampliamente repudiado, incluso por compañeros de su propio armado electoral como Juliana Di Tullio o Carlos Kunkel. Tres años después, el massismo presentó un proyecto de ley con la misma propuesta.
En 2017, la actual gestión cambiemita puso el tema nuevamente en agenda de la mano del Ministro de Justicia de la Nación, Germán Garavano, proponiendo bajar la edad de imputabilidad penal a 14 años para delitos gravísimos (homicidios, violaciones y robos con armas) y a 15 años para delitos muy graves.
Medios al servicio
Cambian los nombres y los partidos pero la demanda siempre es la misma. Los antes mencionados son sólo algunos de los pedidos recurrentes para endurecer el sistema penal juvenil en los últimos tiempos. Este año, el oficialismo vuelve a la carga proponiendo bajar la edad de imputabilidad a 15 años y cuando se trate de “algún delito reprimido con pena máxima de 15 años de prisión o más en el Código Penal”. ¿Volverá a caer la criminalización de los y las jóvenes en saco roto?
Dejemos de lado el insípido argumento de que se trata de una estrategia del gobierno para “distraernos” de la profunda crisis económica en la que están sumergiendo al país. La manipulación informativa es una constante a tener siempre en cuenta, pero resulta insuficiente para hacernos olvidar de la pérdida de poder adquisitivo o de la inflación más alta de los últimos 27 años. Con esa misma lógica se argumentó que la discusión por la legalización del aborto “tapó” las brutales corridas cambiarias del año pasado. Como nos dijera Pablo Alabarces en relación al Mundial de Rusia, “la política, la economía, los problemas sociales, la falta de trabajo o lo que fuere, no se difunde por los medios, se experimenta como vida cotidiana”.
Doctrina de las “nuevas amenazas”
Si se tiene en cuenta que el pedido de endurecer el sistema penal viene fracasando desde su reforma en 1983, en el ocaso de la dictadura, y la enorme solidez de los argumentos en contra de la baja de la edad de imputabilidad (ya sea la regresividad jurídica que implica, la mínima injerencia de menores en delitos graves o el punitivismo como única respuesta estatal), ¿qué podría llegar a indicar que esta vez la reforma será real?
El tinte diferencial que tiene esta discusión esta vez es la suscripción del gobierno nacional a la doctrina de las “nuevas amenazas”, elaborada por el Comando Sur de Estados Unidos, con el pleno respaldo de otro Estado bélico: Israel. Estas relaciones exceden ampliamente lo teórico y ya se tradujeron en compras de hasta 2 mil millones de dólares en armamento de guerra a la primera potencia mundial y software de espionaje al Estado sionista. Tal como lo manifestara la Ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, en aras de la “lucha contra el terrorismo y el narcotráfico”.
Esa doctrina ya se puso en práctica con la desaparición seguida de muerte de Santiago Maldonado en el marco de un operativo de Gendarmería y el asesinato de Rafael Nahuel a manos de la Prefectura, con el aval explícito del Poder Ejecutivo Nacional. Lo mismo sucedió con el policía Chocobar que asesinó al ladrón Juan Pablo Kukoc por la espalda, o los cientos de casos de gatillo fácil que suceden cotidianamente en los barrios populares, tal como relevó la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi) con alrededor de mil casos en tres años.
Esta doctrina coloca a la “seguridad nacional y el orden público” como los principales bienes a ser protegidos, por encima de la vida de cualquier persona. Como si el terrorismo fuera una preocupación real para el país. Esta noción tiene efectos nefastos en la concepción de la seguridad interior, con un recrudecimiento de la represión policial y con la habilitación a las Fuerzas Armadas de actuar en tareas internas. Una doctrina que se impone en toda la región casi al mismo tiempo.
A esto se suma el gasto sideral en armamentos, con el argumento de garantizar la seguridad para la Cumbre del G20 que tuvo lugar en Buenos Aires el año pasado. Son significativos también los recortes en Educación y Ciencia destinados a engrosar el presupuesto en materia de Defensa y la compra de pistolas Taser (catalogadas como elementos de tortura según la ONU) para equipar a las fuerzas de seguridad en aeropuertos, subtes y trenes, entre otras decisiones políticas en pos de militarizar a las fuerzas represivas nacionales. En este contexto, la persecución punitiva de los y las más jóvenes toma un significado mucho más preocupante, mientras se desarticulan políticas públicas de contención y se cierran escuelas para las infancias vulnerables.
El Estado policial que propone el macrismo pareciera más una reacción a las demandas de la sociedad apaleada por la crisis que a una real amenaza terrorista. Producto de una creciente desocupación y conflictividad laboral, sumado a la eliminación de políticas públicas de protección, el gobierno se enfrenta a un movimiento sindical de larga tradición combativa (más allá de los obsecuentes de siempre), a los movimientos sociales, partidos políticos de izquierda y al creciente movimiento de mujeres y disidencias sexuales.
Criminalización de la protesta
Mientras tanto, el Poder Judicial avala la persecución de quienes se enfrentan al proyecto neoliberal que encabeza el gobierno de Cambiemos a través de la criminalización de referentes sociales y manifestantes, con el fin de limitar la acción colectiva. El caso de Milagro Sala, presa sin condena hace tres años, fue señero e inaugural en el accionar del Poder Judicial asociado al poder político y sus conveniencias. Una detención arbitraria y sin garantías constitucionales mínimas, sin respeto a la presunción de inocencia y la libertad durante el proceso penal. Han llegado a desoír incluso un dictamen de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) al respecto del caso.
Cuando el Estado reniega de su función social y entiende que su única obligación para con la sociedad es el castigo, los y las más vulnerables son quienes más sienten las políticas punitivas: niños, niñas y adolescentes, sobretodo de los sectores populares.
Es probable que el gobierno intente ir a fondo con la reforma penal juvenil, envalentonado por el efecto Bolsonaro que promete un retroceso en materia de derechos humanos muy grave en Latinoamérica. Será cuestión de medir fuerzas con los distintos actores sociales, quienes han logrado torcerle la mano al macrismo en más de una ocasión, como en el amplio repudio a la ley conocida como “2×1” que obligó a retrotraer la medida. El fascismo latente en nuestras sociedades del Cono Sur, al igual que en otras regiones, asoma los colmillos. Y lo hace cada vez con menor disimulo.