Por Camilo Genoud, Mariana Peñaranda y Juan Pablo Sorrentino / Fotos: Feliz Meléndez
Sosteniendo que la caravana migrante esconde realidades que exceden la definición de esas dos palabras, nos adentramos en una presentación de ella que se aparta de los flashes informativos y los títulos de impacto mediático. A pesar de su heterogeneidad gentilicia, ¿por qué hondureñas y hondureños se destacan por su número? ¿Qué motiva a miles de centroamericanas y centroamericanos a dejar su lugar de residencia? ¿Por qué la violencia es protagonista tanto en la “largada” como en la “meta” de esta caravana?
La caravana migratoria que se encuentra en la frontera de Estado Unidos no es la primera sino la cuarta que parte del llamado “Triángulo Norte de Centroamérica” compuesto por Honduras, El Salvador y Guatemala, que atraviesa México para poder llegar a Estados Unidos.
Esta peregrinación hacia el “Sueño Americano” implica caminar no menos de 300 kilómetros desde el cruce de la frontera Sur de México hasta Tabasco. Una vez allí podrán acceder, si la suerte los acompaña, al techo de un tren, conocido por su tristemente célebre apodo “La Bestia”, agarrado entre sus vagones, a riesgo de quedarse dormido y caer de él y (con mucha suerte) no debajo de él. En su trajín, y comprendiendo lo complejo de la empresa, los pobladores que habitan a la vera de sus vías, cada vez que lo escuchan llegar, se aproximan al tren para poder darle algo de comida o agua a los “polizontes”.
El padre Alejandro Solalinde es el encargado del albergue “Hermanos en el Camino” en Oxaca, donde se le brinda a los migrantes la estadía durante tres días para que puedan recuperar energías, alimentarse y descansar. En una entrevista del diario La Nación de Costa Rica, explica “Muchos de ellos fueron asaltados y violados. Es lamentable ver cómo les quitan su dinero, pero además los golpean y los hieren. Da una indignación enorme y a la vez es preocupante ver cuánta ceguera hay en el mundo (…) les decimos lo que les va a pasar, que van a separar a los hijos de los papás y a cada uno lo van a aprovechar comercialmente. Si la mamá es joven la van a meter a la trata y explotación sexual, al hombre lo van a obligar al sicariato para que trabaje para el crimen organizado. También a los niños los pueden vender o hay indicios de que también se está dando el tráfico de órganos”.
A pesar de las advertencias del padre, año tras año miles de migrantes se lanzan a la ruta para tratar de conseguir un futuro mejor. Uno que les pueda dar un trabajo digno, un salario decente, pero sobre todo, la posibilidad de escapar de su realidad que los envuelve en violencias que los lastiman desde todos lados. Tal es así, que en un rápido “googleo” de las palabras “Caravana Migratoria” vamos a poder encontrar decenas de artículos cuyo eje se articula alrededor de “la violencia”, cual si fuera una brote de gripe A o algún tipo de epidemia nueva. Pero la pregunta que hay que hacer es: ¿de dónde nace esa violencia?
Generosa será nuestra suerte, si morimos pensando en tu amor
Por más que el destino añorado sea el mismo, no se encuentran las mismas motivaciones en este “Triángulo Migratorio”. El caso más resonante es el de Honduras, donde apuntan todos los flashes de los grandes medios como principal aportante a la masa heterogénea de caminantes, pero ¿qué pasa en Honduras?
La sociedad hondureña es cautiva de una (mala) suerte de violencia endémica, que se apoya en el accionar de grupos organizados en “pandillas” ligadas al narcotráfico, cuyo repertorio va desde delitos menores hasta secuestros, ataques sexuales y asesinatos, que dan forma a un control territorial paraestatal que afecta a todo el país, en especial a los sectores más vulnerables.
Sin embargo, este escenario es el resultado de una compleja problemática de fondo: la existencia de un Estado “fallido”, cuyo origen se remonta al golpe de estado de junio de 2009 que llevó a la interrupción del gobierno legítimo de Manuel Zelaya, con el apoyo de las grandes corporaciones económicas hondureñas, los medios de comunicación y Estados Unidos. Ese gobierno golpista se consolidó con el triunfo en las elecciones marcadas por el fraude del candidato oficialista, Juan Orlando Hernández Alvarado (popularmente conocido como JOH) en 2014.
Portador de una carrera meteórica nutrida de estudios en el liceo militar y la Universidad Estatal de Nueva York, en 1998 y con tan solo 30 años, JOH ingresó al congreso como diputado del Partido Nacional, en un cargo que mantuvo durante cuatro mandatos consecutivos. Sus vínculos partidarios y con las elites nacionales, le permitió ser parte del Golpe a Zelaya y hacerse de la presidencia del Poder Legislativo en 2010. Una vez allí, sus esfuerzos se vincularon a desarmar la Corte Suprema de Justicia, llevando a renunciar a sus cuatro magistrados y designando otra Corte que responda a sus ambiciones.
JOH es el primer presidente de Honduras en ser reelecto, lo que no responde a un clamor popular, sino al manejo a discreción de ese mismo poder judicial, que unos años más tarde le permitió la modificación de la Carta Magna para poder habilitar la reelección presidencial, algo que históricamente fue sancionado como inconstitucional en ese país.
Este Estado en descomposición no se ancla sólo en la falta de legitimidad popular que sobrevuela el ciclo de Hernández Alvarado sino también, a mantener como marca de su gestión la falta de políticas y medidas sociales de gobierno, que ejercen una triple violencia hacia hondureñas y hondureños:
En primer lugar, porque garantiza el crecimiento de estos grupos organizados de violencia paraestatal, nutrida de jóvenes que son expulsados hacia la marginalidad e imposibilitados de las mínimas condiciones de vida dignas; en segundo lugar, porque persigue y censura el accionar de movimientos sociales locales que proponen y concretan proyectos populares que incluyen a las olvidadas y los olvidados del sistema, denunciantes del accionar de este Estado expulsivo (ejemplo prohibido de ser olvidado es el asesinato por un sicario en 2016 de Berta Cáceres, activista medioambiental que también lideraba luchas indígenas y feministas); Y por último, en la ausencia de una política migratoria humanitaria, empujando la huida de sus compatriotas hacia una ruta donde pocos salen victoriosos y muchos menos, ilesos.
Del otro lado
Si finalmente logran cruzar la frontera, los migrantes se encuentran con otro problema complejo: Donald Trump.
Desde su arribo a la Casa Blanca, el magnate comenzó a aplicar sus promesas con diversos grados de éxito. La política de prohibir el ingreso para viajeros provenientes de siete países con mayoría musulmana (muchos con visas y permisos de residencia en Estados Unidos), y la construcción de un muro que proteja la frontera de la entrada de quienes “traen droga, crímenes y son violadores”, fueron medidas bloqueadas por el Congreso o el sistema judicial, quedando hasta el momento en stand by.
Sin embargo, la política de separar a los menores de edad de sus familiares con los que llegan a la frontera como medida para desalentar la “migración ilegal”, así como el cuestionamiento y endurecimiento de la política para solicitar asilo, se mantienen vigentes y ponen en peligro a la caravana.
En este marco, el destino migrante se divide en dos: Si logran entrar, estarán expuestos a la posibilidad de ser deportados, pasar tiempo en la cárcel o incluso sufrir violencia racista de parte de la población, envalentonada por el discurso xenófobo de Trump. Y en caso de fracasar, la precariedad de su situación en la frontera los hace blanco de más violencia, tanto estatal como criminal.
Esta situación, utilizada como punto de discusión durante las recientes elecciones de medio término, ha llevado a muchos a hablar de una “crisis humanitaria” provocada por Estados Unidos, que al día de hoy no tiene una solución a la vista. Luego de ellas, tanto Trump como la prensa estadounidense han dejado de cubrir el tema, no sin antes enviar 5600 efectivos más a la frontera hasta mediados de diciembre para “contener el problema”.
Recientemente, la situación del lado norteamericano de la frontera se ha complicado para los migrantes. A finales de noviembre, la Casa Blanca autorizó a las tropas militares en servicio activo ubicadas a lo largo de la frontera para usar fuerza letal, si lo juzgan necesario. Mientras tanto, presiona a los líderes de la oposición demócrata, que han vuelto a ganar la mayoría en la cámara de representantes, para que se comprometan a apoyar sus propuestas de financiamiento para la construcción del infame muro. Llegando incluso a amenazar en televisión con cerrar las agencias de control fronterizo si no aprueban el financiamiento antes del 21 de diciembre, Trump continúa con su retórica anti migración buscando formas legales de expulsar a asilados que llevan varias décadas viviendo en el país.
Por otro lado, los casos de uso excesivo de fuerza y maltrato se multiplican en la frontera: el 7 de diciembre, una niña guatemalteca de 7 años con signos de deshidratación murió horas después de que ella y su padre fueron detenidos por agentes de la Patrulla Fronteriza en la frontera entre México y Estados Unidos. Días antes, un grupo de senadores demócratas reclamó que las autoridades de inmigración publiquen la documentación referida al caso de Roxsana Hernández Rodríguez, una mujer transgénero hondureña de 33 años que murió bajo custodia de la agencia de Inmigración y Control de Aduanas a principios de año. Cientos de niños que fueron separados de sus familias en junio siguen batallando con las secuelas del trauma que vivieron, mientras varias decenas siguen en los centros de detención, sin poder reunirse con su familia.
Y allá fui por mi “Green card”
Los migrantes se encuentran en un escenario donde paradójicamente, escapar de la violencia los conduce a enfrentarse a un camino donde ésta es moneda de cambio; sin embargo la ilusión de vivir en mejores condiciones lleva a la sociedad hondureña y a sus vecinos, a emprender un viaje cuyo destino se nutre de esperanza y dignidad, aunque se tope con realidades funestas.
Mientras el gobierno de Hernández sigue beneficiando a los ricos y desprotegiendo a los pobres, los principales mandatarios del resto de los países cargan las tintas de violencia hacia sus sociedades con tal de ir horadando el espíritu de los migrantes cuyo único pecado fue aventurarse a buscar un futuro mejor. No obstante, la caravana sigue.
Mientras Trump “reta” por twitter a los presidentes centroamericanos por “no hacer su trabajo” y envía soldados para “preservar el orden”, la caravana sigue.
Mientras los alcaldes de las ciudades de México acusan a los y las migrantes de ladrones, pandilleros, violadores y otros galardones igual de execrables, la caravana sigue.
Mientras la caravana sigue, se abre un tenue reflejo de esperanza con la asunción de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) como presidente de México. Las y los migrantes fueron destinatarias/os de sus primeras medidas políticas, aún no aplicadas, que apuntan a la regulación de la caravana y un tratamiento legal, y por sobre todo humanitario, a quienes decidan permanecer en territorio mexicano. Este programa migratorio incluye necesariamente nuevas relaciones entre México y sus pares centroamericanos, a la vez que presagia tensiones entre AMLO y su par estadounidense.
Pero lo cierto es, que mientras todos los implicados en generar una mejora en la vida de la gente, sigan gobernando para unos pocos, aniquilando los salarios y trabajos dignos y profundizando sus políticas que rematan la soberanía nacional, esta caravana, va a seguir.
Porque no hay vallas, ni balas que puedan frenar la lucha de un pueblo por un poco de dignidad. Y porque mientras se la siga privando de ella, no existen muros que puedan detener esta marea.