Por Fernando Munguía Galeana (*)
El pasado 3 de septiembre estudiantes del Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH) Azcapotzalco se movilizaron a la rectoría de la UNAM a manifestar pacíficamente la demanda de atención y mejoras académicas en el plantel. En la explanada del edificio fueron atacados con violencia inimaginable por grupos de choque plenamente identificados que actuaron con la permisibilidad de las autoridades.
Hubo distintas épocas en las que hablar de movimiento estudiantil en México fue sinónimo de movilización antiimperialista y proyectos nacionalistas o, en otro momento, de agitación ideológica marxista y vanguardia intelectual que aspiraba a la revolución total, permanente. En contextos de crítica a los revisionismos y dogmatismos de otrora, los estudiantes no llegaron tarde a sus citas con la historia y formaron parte de varias de las manifestaciones con más hondo sentido popular en el país.
Ya mediando el siglo XX, vinculados en su mayoría a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) o el Instituto Politécnico Nacional (IPN), instituciones rivales desde su concepción y hasta en los enfrentamientos deportivos, había sin embargo algunos denominadores comunes entre ellos que disolvían las diferencias a la hora de la lucha política. En principio, la cercanía socioeconómica y una serie de aspiraciones compartidas en el marco de una “sociedad en desarrollo” que resultaba cosificante para la imaginación de liberación que ellos reclamaban. En lo político, en particular durante la década de 1960, la demanda de apertura, libertad y democracia resultaba un filo radical en el seno de una sociedad paternalista, machista y presidencialista. Así, liberarse del yugo doméstico era también una disputa por la nación a construir y para romper con el tipo de control que el aparato estatal había logrado imponer sobre amplios sectores sociales.
En esos años de crítica, el movimiento estudiantil y popular de 1968 tuvo la capacidad y valentía de configurar esas nociones como una suerte de sentido común, de conciencia utópica que enlazaba contenidos heredados pero reactualizados con el espíritu de rebelión de la época y proyectarlos en sociedad en crisis y con procesos de transformación que se irían materializando en los años siguientes. La represión y la masacre operada desde el aparato estatal el 2 de octubre cerró un ciclo, pero definitivamente no pudo frenar la lucha por la democracia, bastión siempre recuperado por todas las organizaciones y expresiones populares en resistencia.
Décadas después, en el huracán de las privatizaciones, cuando la educación pública mereció el título de mercancía de parte de los tecnócratas formados en Harvard y Yale, otra vez, las y los estudiantes, irrumpieron en la escena política para levantar la voz de los sectores populares, disminuidos por la precariedad laboral y la crisis económica. Defender la gratuidad y autonomía de la educación superior iba más allá de oponerse al régimen neoliberal; con ese paso, los “cegeacheros” (apelativo para los militantes del Consejo General de Huelga de 1999-2000) de la UNAM, visibilizaron la cuestión central de la restitución de un sentido de comunidad pues la educación científica y de calidad no tendría porque ser patrimonio del pasado sino una urgencia constante del presente y un horizonte del futuro para las generaciones por venir. Ubicada justo en el pasaje de siglo, esta experiencia condensó muchas de las virtudes y vicios históricos de la organización estudiantil y, aunque la conclusión del conflicto resultó con diversas pérdidas, logró salvaguardar el propósito de asegurar la diversidad frente a los cánones del pensamiento único y mantener abierta la trinchera universitaria.
Aquellas experiencias de movilización y lucha estudiantil no quedaron perdidas ni arrinconadas en el armario de la historia. Cada cierto tiempo resurgen, así sea por fragmentos y en repertorios simbólicos. Con mayor o menor intensidad, sus ecos se escucharon en las jornadas de 2012, cuando el #YoSoy132 alcanzó una articulación interuniversidades poco tiempo antes de las elecciones federales de ese año y, definitivamente, se hicieron presentes también el pasado miércoles 5 de septiembre cuando miles de estudiantes llegaron a la explanada de la Rectoría a demandar a las autoridades el cumplimiento de las demandas de seguridad y la destitución de los responsables, por acción u omisión, de la violencia y agresiones sufridas dos días antes, el lunes 3.
El contexto inmediato
Estudiantes del Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH), plantel Azcapotzalco, en paro de labores desde el 27 de agosto, acudieron el día 3 de septiembre a la rectoría de la UNAM a manifestar pacíficamente la demanda de atención y mejoras académicas en el plantel. En plana explanada del edificio y, ante la pasividad de los encargados de vigilancia y seguridad universitaria, fueron atacados con violencia inimaginable por grupos porriles (grupos de choque no identificados) que actuaron con la permisibilidad de las autoridades, poniendo en riesgo la vida de dos alumnos.
Estos grupos de choque han actuado sistemática e históricamente en estrecha relación con distintos niveles de autoridad, política y universitaria, al menos desde la década de 1930, y su desarrollo está vinculado también a las lógicas de control y represión del priísmo dominante hasta finales de siglo. En ese sentido, no es únicamente una ramificación de la violencia institucional, sino una forma de articulación que genera lealtades y compromisos que perduran más allá de los gobiernos y partidos. De ahí que en los años recientes, en el proceso de vaciamiento de la legitimidad del régimen político, estas formas de organizaciones ilegales hayan encontrado medios suficientes para seguir operando, dentro y fuera de la universidad, en un contexto nacional y local de permanente precarización.
El desafío para la movilización estudiantil, por tanto, no es menor ni aislado. En una coyuntura de cambios porvenir, pero también de profundas continuidades estructurales, este movimiento se inserta, de hecho, en el corazón mismo de la resistencia y lucha por la democratización del país en tanto que el derecho a la educación pública, gratuita y científica está de nuevo asediada por los intereses del capital. La muestra de unión y solidaridad de la comunidad estudiantil y universitaria en estos días de paros y asambleas, es expresión inconfundible de que la memoria de las luchas pasadas está más activa que nunca: la demanda de seguridad actual es también por el respeto a las diferencias y contra la violencia de género, por una universidad libre de discriminación, en paz y democrática.
Los días y semanas próximas, con el horizonte del cuarto aniversario de la desaparición de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa y la marcha masiva por el cincuentenario de la masacre del 2 de octubre de Tlatelolco, además de otras actividades programadas por los comités formados en las asambleas, pondrán por delante la fuerza, dignidad y creatividad de estos colectivos. Serán, otra vez las y los estudiantes, quienes señalen la posible trayectoria de la transformación popular en México.