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    Sin categoría

    Pasto. La tierra de la abundancia (I)

    27 agosto, 20137 Mins Read
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    Pasto. La tierra de la abundancia (I)

    Por Tomás Astelarra*. Primera parte de un nuevo relato del autor sobre nuestra América profunda. Mañana, la segunda y última entrega.

    “Según la prensa internacional, estos territorios están plagados de bandidos, narcos, guerrilleros y terroristas enemigos de occidente, el cristianismo y del capital americano. Una gran campaña publicitaria demoniza estos pueblos para luego exterminarlos, robar sus recursos, destruir sus ciudades y, después reconstruir todo a imagen y semejanza. La gente en la calle se sorprende de nosotros como nosotros de ellos. En lugar de demonios, encontramos gente común y corriente, amable, curiosa, hospitalaria”. (Viruta y Sudor, titiriteros caminantes de Bolsón en su libro de viajes por Medio Oriente).

     

    Mi amigo Papelucho llegó a Colombia apenas con una moneda de doscientos pesos que le había regalado su novia Nidia. Como mucho podían financiarle un cigarrillo o un tinto. Tenía una desordenada maraña de pelos y una barba con restos de polvo de varios días de viaje por Ecuador, unos yins que aunque negros se notaban sucios, unas botas emparchadas con cinta aisladora y una vieja campera verde militar comprada en una feria americana de Lima. Cargaba como siempre con su guitarra y un discreto bolso con algunas remeras, libros, papeles arrugados con letras de canciones, púas, golosinas, cuerdas y papelillos para armar. No fue difícil requisarlo. No llevaba armas ni drogas. ¿Qué tonto puede entrar con drogas a Colombia?

    -¿Cuánto tiempo piensa quedarse en el país? -le preguntó de mala manera el oficial a cargo de la ventanilla de aduanas viendo su pasaporte chileno.

    Si hubiera sido ecuatoriano o peruano, venezolano, y hasta quizás argentino, se hubiera dado el lujo de rechazarlo. Pero en Sudakamérica, se sabe, los chilenos ya cargan casi categoría de gringos.

    -Tres meses -respondió el Papelucho consciente de antemano del plazo máximo estipulado por las leyes migratorias.

    -¿Y con que efectivo cuenta para solventar su estadía? -siguió increpando el gendarme.

    -Todo esto -afirmó orgulloso mi amigo mientras apoyaba enérgicamente su moneda de doscientos pesos en el mostrador.

    Magia. Si hay algo que saben valorar los colombianos es el atrevimiento, la sinceridad y el buen humor. Papelucho dio claras muestras de las tres. El gendarme sonrió, hizo un gesto de resignación, miró para los costados y tras cerciorarse de la ausencia de cualquier mirada indiscreta, celebró la osadía de aquel vagabundo dándole noventa días de visa.

    Del pueblo fronterizo de Ipiales la ruta serpentea verde y exuberante adentrándose en la ancestral cordillera de Los Andes. Los ojos se abren grandes, el corazón se ensancha, los sentidos saborean el momento y especulan maravillados con lo que vendrá. El Papelucho saca la cabeza por la ventana para lanzar un grito de excitación mientras yo me pierdo en una rápido repaso antropológico de los habitantes del bus, mulatos reggetoneros con gorras de beisbol y cadenas de oro, indígenas de coloridos atuendos y mercancías, gringos hippies, campesinos latinos, regordetas amas de casa, mafiosos, rateros de poca monta, señores de saco y corbata y una buena dosis de policías o militares. Abundancia, exotismo, y una gran dosis de excitación genera el ingreso a tierras colombianas. Y no solo por el paisaje, las músicas, comidas o gentes que rápidamente pueblan la retina de cualquier viajero o turista, sino también por la leyenda que inevitablemente antecede esa mirada.

    Es que así como cuesta explicar qué pasaría si uno nunca hubiera visto el mapa con esa sensación de fin del mundo que genera la Tierra del Fuego, tampoco se puede aislar del paisaje colombiano las miles de películas e informaciones que recorren el planeta retratando las innumerables formas de violencia que por alguna extraña razón parecen haber elegido estos parajes para instalar una de sus principales sucursales. Una sensación de miedo o alerta se sella en el inconsciente colectivo mucho antes de que los gendarmes pongan su visa en nuestros pasaportes.

    En el caso de los viajeros sudakamericanos, esa sensación es compensada por los innumerables mitos acerca de las bondades de este misterioso país con sus baretos del tamaño del dedo gordo de un niche caleño, sus bandejas paisas y corrientazos por dos luquitas, el arrojo y desenfreno de las amazonas pereyranas, la poesía nadaista o el calibanismo de Andrés Caicedo, los ancestrales ritmos de la cumbia o la dulzura de las gaitas que empuñan los sabios de la Sierra Nevada de Santa Marta.

    Para cualquier visitante receloso de las verdades que impone el poder, palabras como hospitalidad, imaginación, magia, diversidad o alegría suplantan la violencia impuesta en el inconsciente colectivo por los cómplices de este sangrante presente globalizado.

    Apenas llegamos a Pasto la exhuberancia sigue apoderándose de las caderas de las mujeres y los puestos de mercado, los sonidos callejeros y la cortesía de la gente. En un barrio periférico de la ciudad, después que el chofer del bus advierta que nos hemos pasado de nuestro destino, nos vemos sorprendidos por su decisión de parar el micro para interceptar otro colega que nos haga el favor de llevarnos gratis en sentido contrario. Lejos de molestarse, la variopinta tripulación de nuestro primer transporte urbano en Colombia, festeja la decisión y nos ayuda con las maletas.

    Cargados de realismo mágico, alquilamos un cuarto en una vieja pero pulcra pensión del centro de la ciudad y nos dirigimos para el parche. Allí nos recibe en un abrazo Pipe, artesano y estudiante de historia de Medellín, viejo conocido de aquellas interminables noches pluriculturales en la casa del papacho Marcelino en Copacabana.

    -¡No, parceros, bienvenidos a Locombia! ¿Ya lo pegaron? ¿cómo? ¿Qué no ha probado la bareta pastuza caraeloco? ¿Cómo así marica? ¡Habráse visto! ¡¿Todavía no ha fumado ganja en Colombia?! Venga pues, que mientras lo armamos lo voy llevando hasta la mismísima olla.

    La nube de marihuana que exhalo sobre el cielo azul de Pasto serpentea cuesta arriba por las callejuelas de colores mientras los negocios desaparecen y los manchones de cal invaden la pintura de las casas coloniales. Los amplios balcones de madera comienzan a derrumbarse con su tropicalidad de sogas y regordetas señoras de desconfiada mirada esquivando borrachos y bazuqueros de gesto perdido.

    Sobre la esquina un par de adolescentes con pinta de hiphoperos relojean la situación con autoridad casi policial. Nos observan por debajo de sus viseras con la mano atenta, apoyada sobre una riñonera cruzada al pecho.

    Pipe parece conocerlos. Los saluda. Ellos, aunque ya lo han visto varias veces, apenas inclinan imperceptiblemente la cabeza en un gesto de aprobación mientras sacan la mano de la riñonera.

    A pesar de su apresurado y nostálgico parloteo, mi viejo amigo parece nunca perder el control de la situación. Sus pasos surcan el aire balanceando el cuerpo al ritmo de una canción de salsa que no se escucha pero se siente cercana. Me acuerdo de Héctor Lavoe, calle luna, calle sol, “camina padelante, no mires pal lado, ten cuidao”. Comienzo a comprender esa dosis justa de atrevimiento y prudencia que cargan casi todos los malucos colombianos que he conocido en mis viajes por Sudakamérica. Algo en el aire me llama a silencio y prende una sensación de alerta que casi no me abandonará en mi transitar por Colombia. Con el tiempo, ya pasados varios meses de estadía en el país, aprenderé a utilizar a mi favor ese miedo, dominando la certeza de que en esta región todo es posible.

     

    *Tomás Astelarra es economista, periodista, escritor y músico. Ha recorrido sudamérica como miembro de la Domingo Quispe Ensamble. Fue corresponsal para Rolling Stone, Hecho en Buenos Aires, Sudestada, Al Margen y otros medios. Escribió los libros Aforismos Ronateros (cuentos patafìsicos, 2003), Haikus Sudakamericanos (postales, 2007)), Polski Slownik (diccionario polaco, 2008), Andanzasenabarcas (cuentos de viajes, 2011) y compiló la antología de crónicas periodísticas Por los Caminos del Che (Sudestada-Ed. Continente, 2012). El presente relato es un adelanto de su libro Colombia Tierra Querida.

     

    www.astelarra.blogspot.com

    www.domingoquispe.blogspot.com

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