Por Hernán Ouviña
A 100 años de aquellos históricos sucesos, y sin desmerecer las notables distancias que nos obligan a repensar sobre nuevas bases nuestra praxis pedagógico-política, consideramos que hoy estamos en presencia de lo que quien fuera el autor del Manifiesto Liminar de la Reforma caracterizó como “un mundo preñado de acontecimientos”, por lo cual muchos de sus planteos cobran plena vigencia en la actualidad.
Es conocido que el 15 de junio de 1918 el estudiantado de Córdoba decide la ocupación de la Universidad y declara la huelga general, para impedir la votación de un nuevo rector que, de triunfar, consolidaría a la casta profesoral y a los sectores más retrógrados en el gobierno, que no eran sino “academias vitalicias en perpetua gestación de ancianidad” según el Manifiesto que ese mismo día difunden. No obstante, si bien esta jornada funge de momento bisagra, sería erróneo concebirla como el grado cero o el punto de inicio del movimiento en favor de una reforma integral de las Universidades. La lucha estudiantil comienza por supuesto muchísimo antes, y su devenir contempla no sólo a los sucesivos meses de aquel convulsionado 1918, sino incluso a los años venideros tanto en Argentina como en el resto de América Latina.
Pero más allá del carácter complejo y procesual de este emblemático aniversario, qué mejor que revitalizar algunas reflexiones lanzadas durante esta rebelión estudiantil que, a poco de andar, cobró proyección continental al calor de las luchas revolucionarias y anti-imperialistas que proliferaron como hongos en ese entonces. Lo que siguen serán, por tanto, un conjunto de simples balbuceos teóricos ordenados bajo la forma de hipótesis, que rescatan del olvido ciertas frases lanzadas de manera provocativa por el joven iconoclasta Deodoro Roca (1890-1942) en varios de sus escritos. A 100 años de aquellos históricos sucesos, y sin desmerecer las notables distancias que nos obligan a repensar sobre nuevas bases nuestra praxis pedagógico-política, consideramos que hoy estamos en presencia de lo que quien fuera el autor del Manifiesto Liminar de la Reforma caracterizó como “un mundo preñado de acontecimientos”, por lo cual muchos de sus planteos cobran plena vigencia en la actualidad. Tamaña oportunidad ésta, entonces, para ofrendar sus ideas a modo de apuntes sueltos, en pos de sacudir la modorra intelectual y militante en estos tiempos también revueltos. He aquí el convite:
- Ir a nuestras Universidades a vivir, no a pasar por ellas (“La nueva generación americana”, julio de 1918)
Para Deodoro, habitar la Universidad implica desentenderse de este espacio simbólico-material como mera instancia de tránsito. Ambas dinámicas son inversamente proporcionales: dejar de concebirla como lugar de paso es la condición de posibilidad para vivenciarla en tanto territorio conflictivo pero propio, constituido menos por un conjunto de descascarados muros y vetustos pizarrones, que por vínculos humanos específicos (muchos de ellos, por cierto, jerárquicos y autoritarios, aunque en tensión y disputa permanente con iniciativas democráticas y disruptivas que pugnan por desbordarlos). Quizás pueda leerse como síntoma de este obtuso capricho despolitizador, que para un sector importante de la militancia universitaria los pasillos (lugar cada vez más de pura peregrinación) sean la instancia prioritaria y casi exclusiva de activación estudiantil. Habitar la Universidad resulta sin duda un ejercicio esquizofrénico, en la medida en que nuestra lucha es al mismo tiempo dentro, contra y más allá de ella misma. Pero se sabe: solo se trans-forma aquello que se conoce, y solo se conoce aquello de lo que se es protagonista (con)vivencial y no meras víctimas ni espectadores circunstanciales.
- El mal de las Universidades es un mero episodio del mal colectivo. La institución guarda una correspondencia lógica con las demás instituciones sociales (“La Universidad y el espíritu libre”, enero de 1920)
No es posible, nos dice Deodoro, imaginar a las Universidades como islas ensimismadas. Frente a la tentación de “encapsular” la problemática educativa dentro del estrecho horizonte que delinean cuatro paredes o un sin fin de monótonos contenidos curriculares, es preciso entender que su núcleo traumático se encuentra a la vez dentro y fuera de ella. Es la totalidad social (el “sistema capitalista, patriarcal y colonial”, para denominar a las cosas por su nombre y dejar de apelar a eufemismos genuflexos) quien le da sentido y fundamento último a esta parte maldita que habitamos. De ahí que sea una tarea acuciante visibilizar las interconexiones que ligan y condicionan no solamente a las Facultades e instituciones educativas entre sí, sino también y sobre todo a éstas con el resto de la sociedad. A ello apunta la conocida consigna del mayo francés “de la crítica de la Universidad a la de la sociedad de clases”, aunque no como derrotero lineal e inevitable, sino en tanto devenir contradictorio y desnaturalizante, en donde el proceso mismo de lucha funda nuevos vínculos e imaginarios de significación rupturistas.
- Es necesario ponerse en contacto con el dolor y la esperanza del pueblo, ya sea abriéndole las puertas de la Universidad o desbordándola sobre él. Que de la acción recíproca entre la Universidad y el pueblo surja nuestra real grandeza (“La nueva generación americana”, julio de 1918).
En consonancia con la tesis anterior, y varias décadas antes de que el Che pregone que la Universidad debe “pintarse de pueblo”, Deodoro postula la necesidad de una dinámica bilateral entre la praxis universitaria y el pensar-sentir-hacer de las y los de abajo. No hay, como pretenden muchos militantes ortodoxos, una acción unidireccional, sea ésta desde la Universidad, arremangándose los pantalones para sumergirse en el subsuelo de la patria, o bien partiendo unívocamente de los sectores y clases subalternas, que asomarían su nariz en el armazón institucional facultativo, gracias a la utilización de una “escalera” construida a base de huesos de políticos traidores, como reza el clásico cántico estudiantil (que dicho sea de paso, omite cuestionar el hiato de la Universidad burguesa como “alta” casa de estudios, la cual por supuesto se encuentra por encima de nuestras cabezas y subalterniza o incluso ningunea a aquellos saberes y prácticas que existen por fuera de ella). Más bien lo que acontece es una relación dialéctica, de mutua contaminación, metamorfosis y enriquecimiento, en pos de una transformación radical (léase: de raíz) de las relaciones que configuran esa misma totalidad social, ya que tal como afirma Antonio Gramsci, se debe ir del sentir al saber y de éste a aquel; o mejor aún: realizar un convite sentí-pensante que aúne conocimientos teórico-prácticos con experiencias diversas y complementarias, en un ida y vuelta donde la relación pedagógica se extiende a toda la sociedad, tendiendo a disolver progresivamente toda arbitraria distinción entre ambas esferas.
- Hacer estallar una revolución en las conciencias (“La revolución de las conciencias”, octubre de 1918)
Este ejercicio cotidiano requiere gestar, en palabras deodorianas, una “nueva sensibilidad”, que debe tener como punto de partida “la conquista de la cultura”. Nuevamente, es asombroso el paralelo con las tesis de Gramsci -en ese entonces, también un joven militante socialista y anti-positivista- quien apela a la transformación del sentido común y a la construcción de una nueva cultura política, que presuponga una crítica civilizatoria de lo existente y, en paralelo, la gestación de lo que Paulo Freire caracteriza como inédito viable. Esto es algo olvidado por muchas organizaciones de izquierda, que hoy parecen restringir la lucha universitaria a la disputa por una cantidad X de ladrillos o a la puja mezquina de puestos de poder institucional, recluyendo y cosificando las relaciones sociales en un conjunto de paredes a revocar o de lugares físicos a ocupar, sin cuestionar un mínimo las reglas de juego, el orden jerárquico y las lógicas de extractivismo académico que nos impone el sistema educativo y la sociedad capitalista. Aun cuando no desmerecemos este tipo de demandas (como puede ser la del edificio único en el caso de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, que todavía resulta una exigencia por la que luchar, así como el salario para las y los docentes “ad honorem”, otro eufemismo que avala la precariedad laboral), cabe reflexionar en torno a esta operación que transfigura lo que debería constituir el piso desde donde pararnos para (re)pensar la actual Universidad en crisis, en techo infranqueable de nuestros deseos y utopías en tanto comunidad educativa. Asimismo, esta hipótesis es complementaria de las dos anteriores, que pueden leerse como llamados de atención tanto para ciertas agrupaciones “independientes” (que restringen su disputa a juntas de carrera y consejos directivos, abstrayéndose en forma total de lo que acontece por “fuera”, y haciendo caso omiso del precepto de Deodoro Roca que expresa que “el universitario ‘puro’ es una cosa monstruosa”), como para no pocos de los movimientos y agrupaciones de izquierda (que reducen a la Universidad a un aséptico espacio de donde extraer militantes, e instrumentalizan cualquier actividad o proyecto que vaya a encararse en el seno de las Facultades, como un mero medio para un fin externo y corporativo: el suyo en tanto “orga”).
- Estar siempre dispuesto -cualquiera sea la edad y la circunstancia de la vida- a volver a ser estudiante (“La nueva generación americana”, julio de 1918)
La humildad y apertura, la escucha y el diálogo, conforman de acuerdo a Deodoro el acicate constante del aprendizaje como precepto general de toda práctica pedagógico-política, cualquiera sea el territorio en disputa. Y esto incluye, en primer lugar, a la propia Universidad, que se pretende ajena a lo que el trovador cubano Santiago Feliú llama la sabiduría de desaprender. El “no lo sé” debe ser una brújula a la cual acudir sin miedo como estudiante de la vida misma, toda vez que se reconozca que no hay itinerario preconcebido, en la medida en que -mal que les pese a los “alquimistas de la revolución”- carecemos de modelos. La verdadera educación, según Deodoro, “debe ser siempre abierta. Y no debe fomentar la fe, sino la duda; no la credulidad, sino la oportuna y desnuda pregunta”. Y es que debemos convencernos de que, por definición la revolución es anti-definicional. Por ello hay que desconfiar de aquellos que se pretenden iluminados-poseedores de la verdad (obrera o universitaria, poco importa), más que de quienes recurriendo al método (auto)crítico asumen que la aplicación de axiomas es siempre dogmatización. De ahí que el tener como motor militante la pregunta inquieta, sin “calco ni copia”, lejos de equivaler a pasividad, tiende a operar como un filoso aguijón para perezosos y perezosas.
- Naturalmente, la Universidad con que soñamos no podrá estar en las ciudades. Sin embargo, acaso todas las ciudades del futuro sean universitarias (“La nueva generación americana”, julio de 1918)
Podemos arriesgar que lo que está planteando Deodoro aquí es una crítica civilizatoria, que nos obliga a (re)pensar no solo a la Universidad, sino incluso a ésta vis a vis la relación campo-ciudad, sobre bases totalmente nuevas y opuestas a las vigentes. Si resulta “natural” considerar que la Universidad con que soñamos no podrá radicarse en las ciudades, será entonces necesario cepillar a contrapelo a esa urbanidad moderna e inhumana, en donde hoy se enquistan nuestras atareadas “casas de estudio”. Una nueva realidad espacio-temporal, oficiará de arcilla sobre la cual se amalgamen esas ciudades en ciernes, no ya compuestas por cemento, vorágine, racionalidad instrumental y alienación extrema, sino por un cúmulo de prácticas popular-comunitarias, geo-pedagogías, formas de sentir y saberes insumisos múltiples, que irradien una subjetividad “muy otra”, cuya noción del tiempo quizás haya que rastrear más en ámbitos rurales que en urbanos. ¿Se generalizará acaso ese tipo de dinámica dialógica de enseñanza-aprendizaje mutuo y producción colectiva del conocimiento, que tiende a impugnar y prefigurar la superación de la escisión entre dirigentes y dirigidos/as, deviniendo las ciudades del futuro universidades a cielo abierto, al punto de disolverse toda distinción entre unas y otras en la topografía de la sociedad “autorregulada” de la que nos habla Gramsci? No lo sabemos. Para conocer la respuesta no queda otra que comprometer a diario nuestra praxis crítico-transformadora con la realidad, y continuar exigiendo lo imposible. Porque como dice un poeta cubano, de lo posible ya sabemos demasiado.
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