Por N. F*. Polémico dentro y fuera de la cancha, René Higuita fue el arquero artífice del buen juego de la selección Colombiana en los ochenta y los noventa. Desde su intención siempre ofensiva del juego, supo ser goleador y hacedor de la mejor pirueta de todos los tiempos.
Si decimos que es el 7 de septiembre de 1995 y que el lugar en el que se desarrolla la acción es el estadio de Wembley. O que la selección Colombiana jugaba un partido contra la de Inglaterra los datos resultan insuficientes.
Pero con sólo escribir dos palabras, el misterio se devela de inmediato: “El escorpión”; y cual un “abracadabra” de un mago, un cuerpo ondulante empieza a desplegarse en nuestras cabezas como proyección de pantalla de cine; el pelo largo y enrulado, manos con guantes y una pirueta imposible: Es René Higuita, arquero de la selección colombiana, que desafía las leyes de gravedad y las de formalidad deportiva.
Entonces sí vuelve ese día y la jugada clara: desde afuera del área le pega Jamie Redknapp; la pelota sigue su curso y desciende hacia el arco. Higuita espera, agazapado, bajo los tres palos. Embolsarla sería la opción más fácil, clásica. Pero El loco tiene tiempo para pensarla: se tira hacia delante, en palomita, pero no responde con la cabeza (lo que ya sería, de por sí, una osadía para un arquero): es el chicotazo de sus pies el que devuelve la pelota. La jugada sigue, la pelota se aleja del área, el relator se alborota y se emociona de incredulidad, las cámaras toman las caras que en las tribunas y el banco de suplentes desbordan sonrisas y asombro.
Después del partido, cuando los micrófonos y filmadoras pedían una definición para el arte mismo, el propio Higuita la definió como “una chilena al revés”, que se le había ocurrido jugando con pibes para una publicidad televisiva.
Pero no es la única osadía que nos mostró El loco –como lo llamaban, y ya no hace falta preguntarnos porqué–, también pudimos verlo saliendo a buscar la pelota dividida, pararla de pecho, tirarle un sombrerito al rival, gambetear al próximo, que se acerca presuroso esperando el error, que pasa de largo y se queda mirando.
No hablamos de un delantero ni de un mediocampista habilidoso, pero nuestro jugador engancha hacia adentro, sale con la pelota pegada al pie, esquiva a uno, dos rivales, le cometen falta en la mitad de cancha. O patea un tiro libre de afuera del área y la pelota sale presta elevándose sobre la barrera y se clava en el ángulo izquierdo.
Dante Panzeri escribió que sólo los pibes atorrantes saben jugar bien a la pelota, que en los potreros se forjan los futbolistas; pues bien, René Higuita había nacido en Castilla, una barriada de Medellín. El hijo de una madre soltera que murió cuando él era todavía un pibe y que siguió al cuidado de su abuela, que laburó de vendedor de diarios y de toda changa que hubiera para parar la olla, jugaba en la calle con sus amigos siempre que tuviera un tiempito libre.
Y aunque suene inverosímil, cercano al realismo mágico de la Colombia de Macondo, René era, desde su infancia, un goleador. Pero el día en que fueron a elegir a los mejores jugadores de la escuela a la que concurría para el Independiente de Medellín, el arquero se lesionó, e Higuita fue quien tomó su lugar: desde aquel día, vaya paradoja, nadie lo movió del arco.
Años después, ya en el fútbol profesional, El loco fue artífice del juego de la selección colombiana de los ochenta y los noventa. Aquella ofensiva y de muy buen juego en la que también se destacaban Carlos Valderrama, Freddy Rincón, el Tren Valencia y Faustino Asprilla, entre otros.
Ese equipo al mando del director técnico Francisco Maturana tenía la premisa de salir jugando desde abajo, e Higuita pasó a ser un arquero-líbero que salía cortar las jugadas afuera del área y, con gambeta, riesgo y toque, empujaba a todo el equipo desde bien atrás. Incluso llevó, después de las jugadas espectaculares que desplegó en el mundial de Italia 90, a que se pensara en una nueva regla para forzar a que los arqueros salieran jugando con los pies: a partir de ese momento, si un futbolista devuelve a su propio arquero la pelota con los pies, el portero no puede agarrarla con las manos.
Polémico, dentro de la cancha con sus jugadas arriesgadas –que alguna vez le salieron mal y por las que lo culparon de eliminaciones y derrotas, por ejemplo en la Copa América de 1995 que se jugó en Uruguay. En el partido contra Brasil, el volante brasilero Juninho pateó un tiro de esquina e Higuita, intentando rechazar, metió el balón de lleno en el arco colombiano–; fuera de ella por su relación con Pablo Escobar, a quien fue a visitar a la cárcel y de quien contaba que se conocían desde pibes, cosas de barriadas populares; por su suspensión durante seis meses después de que le diera positivo de cocaína el examen posterior a un partido en 2004 y el más grave de todos cuando el 4 de junio de 1993 fue arrestado por estar implicado en un caso de secuestro. Se supone que Higuita medió en la liberación de la hija de un amigo, quien había sido raptada pero pasó 6 meses preso hasta que quedara en libertad.
Pero más allá de vaivenes y polémicas, lo cierto es que Higuita jugó su último partido en noviembre de 2008, con 42 años, con su físico, la osadía y el buen juego intactos. Que sigue conservando el tercer puesto en el ranking de los arqueros más goleadores de la historia con 44 goles convertidos (alguna vez ocupó el primer puesto, pionero en la materia). Que aún quedan en las retinas sus voladas para mandar la pelota al córner con la punta de los dedos; su capacidad para llegar a los palos como un resorte y ser un gran atajador de penales (a Olimpia de Paraguay, dos veces les atajó cuatro en la serie de penales); su gol de tiro libre a River, ése que se clavó en el ángulo izquierdo del arco que defendía Burgos; y, por supuesto, una y otra vez, el escorpión: la audacia, el juego y el lujo dándose la mano para regalarnos a nosotros, espectadores de ojos abiertos y asombrados, la mejor pirueta de todos los tiempos.
* Nadia Fink