Por Silvana Melo
Los ataques sexuales en la historia de la ciudad. La impunidad en un mundo diseñado para el placer machista. Las violaciones en la empresa de turismo. Las violaciones en manada de la Olavarría de los segundos 70. La reacción, en otro contexto social e histórico. Las chicas empiezan a hablar. Las adultas también, de lo que les pasó hace años. Las redes y la desnudez. La enajenación y la recuperación de un cuerpo femenino apropiado por la impronta patriarcal.
Y son ellas las que salen a la calle a llorar, a gritar, a disputar en todos los territorios la recuperación del cuerpo. El cuerpo como matria propia, contra la apropiación histórica y cultural que se vivió silenciosa y naturalmente durante siglos de patriarcado cementario (y cementerio). Son las chicas, las mujeres, re-escriturando su cuerpo en las calles cada vez que el ataque sexual vuelve a saquearlas. En estos días terribles de Olavarría, cuando tres hombres ejercieron su impunidad para la violación de dos adolescentes, cuando hace apenas un mes otro ejecutó y quemó a su esposa y a sus dos hijitos, las historias –las actuales y las antiguas- se arrancan los velos y salen a la luz. Y en ese segundo plano social que son las redes, se habla con nombre y apellido, se multiplican los abusos con los mismos nombres y con otros, en otros boliches, en la casa en que crecieron pero ya no es propia como no es propio su cuerpo. Es tal la erupción de este volcán, que ya provoca consecuencias palpables en quienes no pueden soportar un escarnio que los expone ante sus propias familias.
Cuarenta años atrás una banda –o tal vez dos- de apellidos notorios, hijos de dueños de la ciudad, tomaban la noche en plena dictadura. Y se adueñaban de los cuerpos de las pibas que no tenían ni la fuerza para denunciar ni el aval de un estado que castigaba a los castigados ni el abrazo de una sociedad que se encerraba en sus casas para no ver ni oír. Corría 1979. Para algunos memoriosos fue un par de años antes. Para otros, alguno después. Al menos tres de los delincuentes -que, salvo alguna excepción por su no pertenencia social, no fueron a la cárcel-, ya han muerto. Algún otro sigue ocupando un lugar en la burguesía agroganadera de la ciudad. Pero todos quedaron en la memoria generacional -de los que visitan y superan los 60 años- como los violadores. Casi una categoría social que no tuvo censura ni judicial ni desde la mayor parte de una población sombría, con una triste tendencia a condenar a las víctimas.
Cuarenta años atrás no hubo calle, ni #NoesNo, ni #Niunamenos. No hubo resistencia a la apropiación del cuerpo, porque el despojo físico en esos tiempos incluía tortura, desaparición, robo de niños y, también, violaciones en los campos de exterminio. Entonces una o dos chicas ultrajadas en una quinta o en un departamento, por los playboys de los segundos setenta, no eran ni más ni menos que la continuidad del terror estatal en los ámbitos privados.
Saqueo naturalizado
Pero el saqueo del cuerpo de las mujeres fue naturalizado durante décadas después. La propiedad ejercida desde el toqueteo impuesto, desde el apoyo en un amontonamiento, hasta forzar una relación sexual no consentida, la violencia de los golpes y la muerte final. Centenares de abusos, violaciones, muertes han pasado por la historia sin que a la ciudad se le moviera un pelo en su cabeza cana de ciento cincuenta años. Sin embargo hoy las chicas saben. Pueden torcerlas, nublarles la conciencia con sustancias, presionarlas desde el poder. Pero ellas van a hablar. No se van a callar más. Ellas son las que están diciendo donde quieran escuchar, quiénes son los que las fuerzan, las que les cambian –o pretenden hacerlo- en la ciudad sexo por entradas a un boliche, por una categoría deportiva, por consumición gratis ilimitada. Pero también empiezan a recordar qué dentista las forzaba en su consultorio cuando les revisaba la ortodoncia, qué vecino, qué comerciante, qué tío, qué padre. Qué sacerdote. Todos desde un territorio de poder sobre ellas. Sobre sus cuerpos.
En cada rincón de la ciudad se habla. Se dice. En las redes. En los gimnasios. En los consultorios. En las colas de los supermercados. Que las víctimas son muchas. Que los boliches son más. Que hay sustancias que les provocan amnesia y a las chicas les suceden cosas que después no pueden recordar.
En la marcha, cuando salieron a la calle en medio de una lluvia torrencial, muchas lloraban atravesadas por la angustia. Porque empiezan a hablar. Las chicas, de lo que les pasa ahora. Las adultas, de lo que les pasó hace 20, 30, 40 años. El #metoo de las mujeres de Hollywood, el yo también de las anónimas de estas tierras lejanas.
Así hablaron
Así hablaron las cuatro pacientes que denunciaron por agresiones sexuales al ginecólogo Jorge Lescano, entre 2008 y 2010. Cuando todavía no había estallado la reacción de las mujeres ante la apropiación. Lescano también era dueño de los cuerpos. Y creía tener potestad sobre la genitalidad y el goce de sus pacientes. Sin embargo, muchas otras mujeres salieron a la calle para defenderlo.
Así habló Romina Balaguer sobre su padre, por el horror que vivió durante 18 años. Que la hundió en un infierno del que huyó volando hacia España, hace años. Pudo volver el año pasado, ya con 36 y el único propósito de recordarle a su padre, Antonio Cisneros, lo que le hizo vivir. Lo filmó con su celular. Lo viralizó. Y pudo quitarse el nudo en la panza y en el alma.
Aunque el delito de su padre prescribió porque pasaron veinte años. Urge una reforma del Código Penal para que los delitos sexuales a los niños, que no se denuncian a veces jamás y otras veces a las tres o cuatro décadas, no prescriban nunca.
Así hablaron las chicas que denunciaron al todavía prófugo Agustín Casado por abusos, a pesar de ser quien es.
Así habló Mariana Solange, para denunciar a Guillermo y Osvaldo Sosa, su padrastro y su abuelastro, que abusaron de ella y de sus hermanas durante dieciséis años. Mariana se enamoró de Rocío en un programa de televisión donde se hablaba de infiernos como el suyo. A Mariana la policía la detuvo por besar a Rocío en la calle. Mariana se apropió de su cuerpo de una vez. Y provocó un besazo nacional. La calle es de las mujeres. Y la palabra también.
No hubo quién salvara, en la noche oscura, el cuerpito de niña de Jenifer Falcón. Ni espalda que sostuviera a Magalí Giangreco. Su horrible muerte, su crimen sexual impune también por 2010. Sin apropiador. Sin asesino. Un crimen de poder como el de Mara Navarro, reivindicada con el nombre que quería tener, con el género al que sintió que pertenecía. Impune también, como tantos. En Olavarría se asesinó impunemente a mujeres que ejercían la prostitución y se condenó por el crimen de un travesti que se incendió en un colectivo sin que nadie sepa quién fue. Huesitos sin nombre ni historia ni cumpleaños. Chicas muertas por ser mujeres. Mujeres en situación de desprecio.
Manadas
Como hace cuarenta años los hijos de los señores; como ahora, los dueños de la noche, los que se apropian los cuerpos de las chicas, se mueven en manada. Como los españoles, tratados con cuidado y sutileza por la justicia. Allá, salieron en multitud, a pesar de que las mujeres siguen callando mucho todavía. Aquí se habla.
Dice el psicólogo Jorge Garaventa: “la violación en banda es un crimen muy frecuente en Argentina, que se denuncia poco, por verguenza, por culpa; los violadores suelen contar con la complacencia social porque lo que ocurrió fue por irresponsabilidad de la mujer que incurrió en conductas de riesgo en un mundo diseñado para el placer machista”.
Hoy las chicas están defendiendo su cuerpo como la patria propia. Como la matria conquistada. Los apropiadores comienzan a saber que podrán torcerlas, nublarles la conciencia con sustancias, presionarlas desde el poder, lastimarlas y matarlas. Pero van a hablar. Ahora van a hablar. Y ésa es su victoria.