Por Kurt Lutman / Ilustración: Diego Abu Arab
El relato del ex jugador habla de las derrotas. De las resistencias. Pero, sobre todo, de los equipos en las derrotas. ¿Cómo seguimos siendo compañeras y compañeros cuando el triunfo es esquivo? Tal vez la respuesta nos sirva para la cancha pero, más que nada, para la vida…
No puedo olvidármelo, no debo.
El mejor partido de mi vida fue contra Platense en quinta división. 16 años teníamos, y empezamos ganando uno a cero.
No parábamos de tirar paredes y tocar de primera. Éramos una máquina y llegó el segundo gol. En medio del festejo, reparé en algo que me llamó la atención. Los pibes de Platense no discutían entre ellos. Se mantenían firmes. El aquero, sin encanar a nadie, fue a buscar la pelota al fondo de la red.
Llegó el tercer gol y ahí sí, los miré sabiendo que empezarían a quebrarse. Entre el segundo y el tercer gol en este deporte los equipos se quiebran anímicamente y empiezan los reproches. Es la forma que tiene el cuerpo de liberar el estrés y las responsabilidades. Ellos no.
Llegó el cuarto y el aliento entre el equipo enemigo se intensificó. Palabras sagradas para ellos iban y venían de boca en boca.
Le metimos 5 esa tarde, y yo estuve frente a un equipo tremendo.
Al término nos saludamos y envidié no haber perdido con ellos. Con 16 años no entendí que pasó, solo me recorrían unas ganas enormes de haber estado del otro lado.
No entendí que pasó en ese partido hasta 16 años más tarde.
En el hospital de niños de Rosario acababa de entrar mi hija por una neumonía fulera que la tuvo ahí 25 días. Mi hija Francisca dio una batalla física, emocional y mental enorme hasta que salió.
Hoy tiene 12 hermosos años.
Como equipo, ella, su mamá y su hermano Juan dimos una batalla tremenda y la atravesamos.
Ahí entendí la enorme ingeniería de resistir.
Un equipo, mis amigos, no son once vestidos con la misma camiseta.
Resistir en la mala.
Resistir sin chistar.
Resistir.