Por Andrés Álvarez
En 2000, Los Andes, el milrayitas, se jugaba mucho más que un campeonato: se jugaba el ascenso y la posibilidad de jugar en Primera después de 29 años. Este es relato de un hincha, y del sueño que lo trajo hasta aquí.
Una buena historia de un club de fútbol podría ser: “Un club del ascenso, del conurbano tiene que jugar un campeonato excelente para no descender. Contra toda expectativa al final lo logra, pero no solo eso, sino que termina ascendiendo a primera división después de 29 años”. Esta historia la conozco, porque la viví.
Los Andes arrancaba muy presionado el campeonato 1999/2000 de la Primera B Nacional, estaba 5to dando vuelta la tabla y rozaba el descenso. Del plantel de la temporada anterior quedaban muy pocos jugadores, también se iba el técnico y los que llegaban eran jugadores que no habían podido explotar en sus equipos. Lo único que nos tranquilizaba, o por lo menos un poco, era que el nuevo técnico pasaba a ser el ex jugador, hincha, vecino y ya prócer del club, el “Gordo” Jorge Ginarte. La premisa era sumar la mayor cantidad de puntos para no bajar de categoría, una consigna sin muchas pretensiones en lo futbolístico. Había que sumar y Los Andes sumó; tanto que nos ilusionamos, en vez de zafar del descenso, con el campeonato.
El trago amargo fue sin dudas el 3-3 con Quilmes en la cancha del cervecero. Los Andes ganaba 3-0 y estábamos confiados en que pasábamos a jugar la final por el ascenso directo contra Huracán, cuando nos empató Quilmes sobre la hora con gol de Quiñonez. Ellos fueron a jugar la final y nosotros, al repechaje. En el repechaje dejamos afuera a San Martín de Mendoza en cuartos, a Banfield en semis y la final era de nuevo con Quilmes que venía de perder con Huracán. El partido de ida fue en el Gallardón, la cancha era un chiquero por las lluvias de toda esa semana, pero igual ganamos bien 2-0. Ahora, otra vez, se definía todo en Quilmes.
Esa semana se hizo interminable, los días parecían de 48 horas y era todo Los Andes. Buscaba lugar en algún auto para ir a la cancha, cortaba la guía de teléfonos para llevar papelitos y leía la revista Ascenso 2000, que solamente la vendía el kiosco del gallego que está en la estación. En ese trayecto de 15 cuadras las paredes metían presión con un “VolverA” pintado por todo Lomas. Lemma, el arquero de Quilmes, decía en esa semana: “Si no le podemos hacer 2 goles a Los Andes en la cancha nuestra no estamos capacitados para estar en primera”.
El partido de ida fue un sábado y el de vuelta un domingo, “para ir acostumbrándonos”, pensaba.
El partido en cuestión
Por lo general si jugábamos de visitante iba con mi viejo o iba en el auto de Alejandrito. Mi viejo ese día no fue, no recuerdo por qué. En el auto de Ale también iban el primo, la madre y el novio de la madre. Arrancamos temprano porque sabíamos que iba a estar lleno, y en el camino nos encontramos con la caravana que salía de Lomas. Eran cuadras y cuadras rojiblancas, la gente viajaba en autos, colgados de los micros y hasta arriba del techo en camiones. Ese día hacía frío así que me había puesto remera, buzo, campera y, arriba de todo eso, la milrayitas.
Llegamos como una hora antes de que empezara el partido y ya había gente en las tribunas. Pasamos el cacheo de la cana, que nos tiró la mitad de los papeles mientras los revisaba, y entramos. Fuimos arriba porque en la tribuna de abajo no se ve nada. Me acomodé en el mejor lugar, contra la baranda casi atrás del arco. No paraba de entrar gente, nadie quería perderse este partido histórico. Recuerdo que en un momento miré para abajo y estaba mi vecino. No sabía que era hincha de Los Andes, nunca lo había visto en la cancha, ni siquiera sabía que le gustaba el fútbol… pero ahí estaba, contra el córner sufriendo igual que cualquiera.
Pasaban los minutos y ya no podía disimular los nervios, las tribunas estaban llenas y con todas las banderas colgadas, los cantos, el duelo de hinchadas. De repente, salió Los Andes a la cancha, y se largó la lluvia de papelitos (que por varios minutos más que lluvia era una cascada que no me dejaba ver nada) y el “No me importa lo que digan, lo que digan los demás…” que nos salía desde el alma. Así empecé el partido: con los nervios de una final, pero lleno de confianza. Algo me decía que la tarde era nuestra.
Quilmes salió apurado a buscar el resultado. Tenía buen equipo: por un lado estaban los rústicos, Baigorria, Ceferino Díaz y Braña, y por otro los habilidosos, el “máquina” Giampietri y el “chori” Dominguez. A los 17 minutos el “pirata” Czornomaz metió de penal el 1-0 para Quilmes. Y lo puteé, lo re puteé, lo puteé de arriba a abajo y no me importaron todos los goles que había hecho en Los Andes en el 98, ni que hubiera salido goleador del campeonato cuando usaba la milrayitas, ni que lo saludaba cuando lo cruzaba por alguna calle de Lomas. Lo puteé de bronca, de impotencia, porque nos estaban dejando afuera de nuevo… ¿Y después quién se aguanta las cargadas? ¿Quién sale a poner la jeta el lunes a la mañana?
El partido era bien de la B: muy trabado en el medio, tanto que en un momento parecía el partido de los rebotes. Incluso Ferrer tuvo el empate, pero cabeceó con el hombro. En la tribuna ya no aguantaba más, no sabía si cantar, llorar o quedarme callado. De los nervios me tapaba la cara con las manos, temblaba, quería que terminara el partido a toda costa. Faltaba como media hora y gritaba con ese espíritu de técnico que tenemos los argentinos, como si los jugadores me escucharan desde 50 metros, como si fuese tan fácil pasar de la palabra al hecho.
Quedaban 10 para el final, con Quilmes no pasaba nada pero cuando decíamos “ya está” aparecía el fantasma del 3 a 3, hasta que en un despeje Levato se la bajó de cabeza a Pieters en mitad de cancha. Pieters se dio vuelta, bajó la cabeza y, sin dudar, encaró; le salió Baigorria, tiró la pelota por un lado y el pasó por el otro; le quedó para la zurda y ahí, en el momento en que le salió el arquero cuando entraba al área grande, en ese momento en que el tiempo se hace más lento, el estadio queda en silencio y dejamos de respirar por unos segundos, Pieters, con la tranquilidad de un jugador de primera, abrió el pie y definió contra el palo izquierdo. ¡Goool! Era el gol del ascenso y lo grité y me abracé con el que tenía al lado, lo grité al cielo levantando las manos medio llorando, lo grité hasta que me quedé disfónico porque se me cayó la garganta.
Terminó el partido, en realidad se suspendió por “incidentes” generados por “los inadaptados de siempre”… Me reencontré con Ale salimos de la cancha, subimos al auto y arrancamos. Fuimos bordeando la vía para volver a Calchaquí mientras volaban piedras desde todos lados. La caravana era gigante y la vuelta por Pasco ya era una fiesta. Llegamos a Lomas y estaba todo el mundo en la calle festejando. Sabíamos que el Gallardón estaba abierto así que dejamos el auto y nos fuimos directo. En la tribuna había familias enteras y adentro del campo muchos que cumplían promesas. Los jugadores llegaron a eso de las diez de la noche arriba del camión de bomberos que los esperaba en la sede social. Esa noche fue la única vez que vi la cancha de Los Andes completamente llena: había más de 35.000 hinchas Milrayitas.
Al otro día me levanté temprano y fui a recorrer kioscos para comprar todos los diarios: Olé, Clarín, Diario Popular, Crónica, La Unión y alguno más. Empecé en el de Paggio y Colombres, y terminé en el del gallego en la estación de Lomas. Todavía los tengo guardados en el placard.