Por Víctor Gómez. Ramplón juego de palabras, pero cierto. Pasaron varias épocas y un puñado de días desde donde lo establecido, y lo que no, hablaron y hablan sobre quién sabe lo que fue Cortázar y una de sus obras. Rayuela, la mayor, o la más conocida, cosa bien distinta.
Se mencionan, en términos muy generales, las formas y recovecos de capítulos o párrafos de distintas partes y momentos de lo escrito por Julio Cortázar. Aunque del vasto registro, en términos muy generales también, se suele ir y venir en un espacio bien acotado: el de la novelesca Rayuela de la Maga, Oliveira, París, cierto amor, alguna intelectualidad y Buenos Aires. No hay más, o eso parece en esta historia de formas a ensamblar.
Pero en el no hay más lo relativo juega su juego, claro, y oscuro, así como lo incierto de la búsqueda. Y por eso el parece, en el qué hay de eso y otro tanto que se va desmarañando, si se tienen ganas y tiempos –un privilegio para aquellos que hacen magia de verdad en la situación de seres explotados-, de andar descorriendo velos y aclarando rincones.
Pero volviendo, hay, está quien escribe, y hay, están quienes se fueron y se van convirtiendo en lectoras y lectores especialistas de ésta, una novela, que tiene desde el principio –allá por el 63, el año-, una especie de carácter mítico. Como tal, para esa caracterización que se extiende en el tiempo, y la fundamentación que fuese que pudiera avalarla, harían falta una tanda de esos especialistas “cortazarianos”, que a propósito de los redondos cincuenta años de esta publicación, aparecen y se reproducen hasta algún hartazgo, en estos los días que nos toca vivir. Todos hemos leído a Cortázar, como todos hemos leído a Borges, -cuando no a Walsh, quizá-, parecen querer decir quienes citan de memoria un capítulo 7 como se recuerda una formación de la Argentina de la mano de algún dios –siguiendo en la hilera de años mojones-. Todos han leído un par de libros –con toda la suerte de un par de mundos-, y unas cuantas citas que en estos tiempos veloces se consiguen a la mano de manera variada y rápida, claro, pueden sospechar o inferir unos cuantos otros. Como sea, es ese, el apenas referido, otro punto que se trasluce en esta historia, y que podría quedar para un segmento de aproximación analítico de la publicidad, su trabajo, y la causa y el efecto en la mercancía llamada cultura.
Suplementos, ediciones aniversario, espacios de televisión, un disco compacto en un diario, charlas, mesas, redondas, o más o menos redondas, hacen a la historia. Y bastante más, además, de un circo colorido y parlanchín que habla y dice sobre las maravillas de un escritor que siempre aparece atento al bien andar y decir, justamente, como para la foto en el momento preciso, para ciertas mayorías –siempre pocas en el todo, siempre en clave “clasemediera”- que precisan, como el aire que respiran, a quien adular, decir que han leído, de manera bienpensante.
Todo por Cortázar, otro tanto o algo por Rayuela, recorrida de un tirón y seguido, o, como sugiere el autor, a la manera de él mismo, es que cada vez, con alguna parte de una nueva generación se empieza la historia, exaltadamente. Explicar de qué va y cómo resulta ocioso, sino atenta como cuando uno, alguien, quiere decir qué quiso decir una poesía, esa, que atravesó cierta parte del alma sin que se tenga muy claro por qué, pero que gusta y conmueve, y punto, y todo.
Rayuela, a cuestas de Cortázar, generó y genera adhesiones incondicionales. Cada cual, con su ejemplar nuevo o muy usado, quiere ser y es un personaje de la historia. A todos, los de allá y los de acá, los del papel y los que lo siguen palmo a palmo, los encuentra y une la orilla, el desorden, el desamparo. Parece que se van a caer y quizá lo hagan; deambulan con la única certeza de lo incierto y en ese, tal vez, lugar común, se da lo que no se ve y que hace que cualquiera, todos, sean –y seamos- los mencionados Maga, Oliveira y hasta el mismo Rocamadour, juntados con Etienne, Pola, Morelli, Gregorovius, Traveler, Talita y Gekrepten, a la intemperie del absurdo, la vida. Como marco y fondo puentes parisinos desandados sin más, por sobre ellos, o en un resguardo oscuro debajo, otra vez en la orilla, en un borde tan ahí como imposible de evitar. Se fuma, se bebe, se escuchan músicas, se devanea sobre lo que no existe, que es todo también, sin aparentes esperanzas. No se añora Buenos Aires, o sí, y por eso se vuelve.
Algo así como que nada está perdido, si se tiene el valor de reconocer que todo está perdido, y que hay que empezar de nuevo, es alguna de las especies de sentencias que Oliveira despliega en el ir y venir de esos devaneos. Enfrente una mujer, una más pero solo ella, musa de esa y varias camadas de personas que la imitan o desean sin saber como es, aproximándose apenas en cierto vestido o un andar que se sugiere lánguido y seguro, inquieto siempre, aún en la melancolía que pueda llevar consigo de otras tierras de más acá, apenas tras un charco. Solo Cortázar, con el cuerpo y el alma del imaginador, pudo darse una idea, el lujo de ella en su cabeza. Hay una Rayuela para cada uno, también una Maga. Hubo y hay una Rayuela cada vez, allá en el sesenta y tres, y acá, en el dos mil trece este. Se dice que con jóvenes siempre, que en las distancias replican estéticas, acortan o anulan las épocas, juegan su propio juego y así andan aún de viejos, con la sonrisa adolescente, que ni la más tupida barba logra ensombrecer.
Se fue el mes, anecdótico, en ese invento llamado tiempo, y queda Cortázar, para siempre, o para cuando uno tenga la idea y ganas de literatura, de la buena. No es que ésta escasea, pero resulta y resultará saludable no dejarla pasar en tal puntual vez, cobijada por la segura promoción, cuando además el autor es un personaje risueño, sino entrañable, que ha acompañado en las mejores horas de los momentos más oscuros.
Queda en Rayuela Cortázar, o viceversa y en bastante más. Hubo, hay y habrá una profusa hilera o pila de cuentos, más novelas, poesías y ensayos que esperan. Zarpazos de retratos de épocas de aquí y de allá. Hubo, hay o habrá que ir, sin imperativos, por el solo hecho andar, malabareando historias, completándolas.