Por Ezequiel Adamovsky. Nueva entrega de los Fragmentos de historia popular que solemos publicar mensualmente en Marcha. En esta ocasión, “el mundo popular urbano a inicios del siglo XX: los sectores no obreros”.*
Los trabajadores manuales ocuparon un lugar central en el crecimiento de la mano de obra asalariada que acompañó la expansión del capitalismo en Argentina. Pero junto con ellos había importantes sectores no obreros que componían las clases populares de las ciudades.
Comencemos por el mundo de los empleados. Dentro del universo de los asalariados de “cuello blanco” podía haber situaciones muy disímiles en lo que respecta a sus ingresos y a su prestigio social. Dedicarse a funciones “intelectuales” otorgaba una cierta jerarquía frente al resto de los trabajadores. Pero las diferencias de función, calificación o nivel salarial podían crear entre este tipo de asalariados grandes brechas. Un funcionario estatal se sentía por encima de cualquier otro tipo de asalariado; el empleado bancario gozaba de mayor estima que uno de una tienda; a su vez éste se consideraba superior a otros de funciones muy similares, como los dependientes de almacén. Entre los empleados del Estado, por debajo de los de cierta jerarquía, existían situaciones muy variadas, que incluían las de los oficinistas de poca monta y las de obreros manuales con escasa calificación y prestigio, como los de la recolección de residuos o los de talleres viales. La pertenencia a la administración municipal, provincial o nacional (y dentro de cada una a diferentes reparticiones) podía significar grandes diferencias de sueldos, de condiciones laborales y de prestigio.
En el sector privado la heterogeneidad no era menor. El escritor Roberto Mariani nos ha dejado un triste panorama de la vida de los oficinistas. Santana, uno de los personajes de sus Cuentos de la oficina (1925), vivía una vida gris con su familia alquilando dos piezas en un conventillo, siempre tiranizado por sus jefes y siempre con temor de ser despedido. Otros llevaban una vida algo mejor. De todos los empleados en actividades comerciales, los bancarios eran probablemente los de mayor prestigio. Este estatus no siempre estaba en relación con los sueldos que obtenían –que podían ser muy variables– sino más bien con la posibilidad de ascenso y “progreso” dentro de las firmas. En efecto, hacia principios de la década de 1930 la mayoría de los bancarios cobraba sueldos menores a $250 mensuales (muchos cobraban menos de $150, que por entonces era un salario común entre obreros manuales). Pero una porción nada despreciable de ellos, dependiendo de su jerarquía y antigüedad, llegaba a cobrar entre $500 y $750, con casos menos frecuentes de sueldos gerenciales que podían trepar hasta $1000 o $2000. Por supuesto, una gran parte de los empleados jamás alcanzaban posiciones jerárquicas y quienes tenían los sueldos más bajos con frecuencia se sometían a toda clase de esfuerzos y se endeudaban para mantener una apariencia distinguida.
Bastante peor era la situación de los empleados de comercio. Los testimonios nos hablan por esa misma época de condiciones laborales muchas veces deplorables y humillantes. No era raro que los dependientes vivieran y comieran en las propias tiendas o almacenes, sufrieran malos tratos y cobraran sueldos menores que los de un obrero (a pesar de lo cual su ocupación gozaba de mayor prestigio). Por estas condiciones solía llamárselos “los esclavos blancos”. En 1932, por ejemplo, el dependiente de una fiambrería, que dormía en el mismo comercio, testimonió trabajar una jornada de 7.30 de la mañana a 11 de la noche, con media hora de almuerzo y sólo medio franco los domingos, todo esto por un paupérrimo salario de $75 mensuales. Sin embargo, en comercios en los que los empleados debían vender productos más sofisticados o tratar con clientelas adineradas su situación solía ser sensiblemente mejor. El mundo de los empleados era tan heterogéneo que resulta difícil establecer por dónde pasa allí la línea donde comienza el universo de las clases populares. Sin dudas el dependiente de la fiambrería caería dentro. Pero seguramente no la mayoría de los orgullosos empleados de banco ni una buena porción de los estatales.
En estos años, al menos una parte de los comerciantes pertenecía a las clases populares. Así como el trabajo por cuenta propia podía ser un refugio temporal para quienes, voluntaria o involuntariamente, quedaban fuera de toda relación de dependencia, también el comercio podía funcionar como medio para una precaria subsistencia. Entre los comerciantes, los había prósperos y respetables dueños de establecimientos, tanto como pequeños almaceneros o verduleros de respetabilidad dudosa e ingresos cercanos a los de un asalariado. Del total de personas ocupadas en el comercio minorista a mediados de la década de 1940, más del 40% eran sus propios dueños, acompañados por un 17% que eran sus familiares; un dueño de almacén recibía un ingreso que era, en promedio, apenas 35% más que lo que ganaba un empleado del ramo. Indudablemente, poco antes de abrir sus boliches muchos tenían un empleo asalariado y probablemente una buena porción fracasarían en su empresa, retornando a una situación más claramente “popular”. En cualquier caso, como sucedía con el universo de los empleados, la línea de separación entre clases populares y sectores medios se volvía allí difusa.
Por otra parte, la experiencia del trabajo no era definitoria para la totalidad de los habitantes del universo popular. Por fuera de ella se encontraba el mundo de la “mala vida”, que en estos años era bastante extenso. Entre sus numerosos pobladores se contaban “malvivientes” de todo tipo: mendigos, ladrones, rateros y estafadores de poca monta, malevos y proxenetas. Sus dominios se extendían de las orillas de la ciudad hasta las calles del centro y de los numerosos burdeles a los no menos abundantes despachos de bebidas, donde alternaban con personas de trabajo en sus ratos de descanso. Los delitos en las ciudades crecieron en estos años a un ritmo más veloz que el del aumento poblacional. En Buenos Aires, por ejemplo, se multiplicaron por seis en los años que van de 1885 a 1910. Entre los “malvivientes” detenidos por la policía, la mayoría eran inmigrantes. Indudablemente no todos los malhechores lo eran de manera permanente: el mundo de la mala vida tenía puntos de contacto con el del trabajo y múltiples pasajes en un sentido y el otro.
*Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012.