Por Nadia Fink
En la segunda entrega de la sección #ElPartidoDeMiVida, el triunfo de Newell’s Old Boys de Rosario en el Campeonato 1990/1991 en la Bombonera. Una victoria que causó sorpresa y generó movimientos a partir del triunfo inesperado de quien menos poder ostentaba.
En casi todas las historias ganan quienes deben. Y ya nos acostumbramos, no hay sorpresas. Pero cuando la historia genera una sorpresa, la victoria se hace épica y, casi siempre, hay que cambiar las reglas por la vergüenza de la derrota.
Era una tarde fría y nublada, y los días de lluvia previos mostraban una cancha embarrada en la que hasta último momento no se sabía si se disputaría el encuentro. Era, además, una fecha patria.
Una adolescente escuchaba la radio encerrada en su pieza de un departamento de Buenos Aires con nervios y cábalas poco ortodoxas, como toda cábala. Del otro lado de la casa, su padre escuchaba la misma previa, confiado.
Era un 9 de julio de 1991 y se definía el primer (y único) campeonato donde el ganador de los respectivos Apertura y Clausura definían al máximo campeón.
Mi viejo, de Boca, sufría las consecuencias de las decisiones prematuras de la nena, que se había hecho hincha de Newell’s en 1986, justo cuando se conseguía un subcampeonato debajo de los eternos rivales, los canallas, que ostentaban el campeonato. Eso definiría no sólo el amor por la camiseta rojinegra, sino también el cristal del que miraría siempre a los vencidos.
Las previas de radio eran insoportables, eternas… los comentaristas sumaban la conjetura número cien cuando el partido empezaba, por fin. Un 1 a 0 de local (con gol del “Toto” Berizzo) no era demasiado tranquilizador para enfrentar al poderoso Boca de los 91 y, encima, en la Bombonera. Las quejas de la parcialidad local venían por el lado de las ausencias: Latorre y Batistuta habían sido cedidos a la Selección (en épocas donde no se discutía cederlos para que representaran a la Argentina); sin embargo, Reinoso y Gaucho llegaron prontamente “alquilados”. Newell’s, en oposición, cubrió las ausencias de Gamboa y Franco con lo que tenía a mano, con pibes del club y a lo Bielsa: reorganizando puestos, metiendo a los suplentes. Las desventajas seguían siendo notorias.
La cancha embarrada (y no es metáfora) ayudó a que el partido fuera bastante deslucido. Patadas, lucha y poca pelota que corría limpia hicieron que los 90 minutos fueran un sufrimiento para los oídos.
Newell’s aguantaba y aguantaba, con el “Patrulla” Llop más funcional que nunca. Parecía que el empate no llegaría jamás. Sin embargo, a pocos minutos del final, el gol de Reinoso le daba algún mérito a las deslucidas actuaciones de los “alquilados”. Llegaba el alargue y, con él, se acentuaba la adrenalina y el nerviosismo.
Mientras, sólo quedaba dar vueltas en la pieza, no querer enfrentarse con la otra realidad de la casa, saber que era difícil, casi imposible: que a Moya no lo habían echado a pesar del patadón a Martino (que lo sacó de la cancha temprano), que Pochettino había quedado con su camiseta hecha jirones en el área y que “Siga, siga” Lamolina no había cobrado el claro penal. Que si llegaban los penales el fantasma de la liguilla estaba muy cercano aún…
Pero Newell’s lo ganó nomás… a pura garra y corazón. El Gringo Scoponi se transformó en el héroe de la jornada al atajar dos penales (de Graciani y Rodríguez). Lo imposible estaba ahí, al alcance de la mano. David, con una pequeña gomera, venció al Goliat de los 90. El chapoteo en el barro duró unos cuántos minutos, mientras la Bombonera enmudecía y en la bandeja visitante los gritos y el llanto eran imparables.
En la casa se sentía un clima distinto: la victoria y el fracaso convivían en cuatro paredes. Los festejos y las penas fueron solitarios. Pero esa es otra historia, que duró días y meses y años. Así como la historia hizo que, a partir de ese año y ante nuevas derrotas inesperadas para los poderosos, el Apertura y el Clausura fueran campeonatos válidos. Así fue que la lepra sumó una estrella más en la era Bielsista. Y que quien escribe supiera que los más desfavorecidos también pueden saborear victorias. Un aprendizaje que no se olvida jamás, a pesar de las derrotas del camino.