Por Ana Paula Marangoni / Foto: Ramiro Smith
Darle la espalda al clamor popular, a la larga, tiene un alto costo, tal vez difícil de calcular en lo inmediato.
Narramos. Lo hacemos cuando sacamos una foto y la subimos a Instagram, a Facebook o la compartimos por Whatsapp. Inmortalizamos un momento y construimos un relato de lo que pasó. ¿Estamos sonrientes, expectantes, aparentando no mirar la cámara con aire de desinterés? ¿Solas, acompañados… de quién? ¿Qué momento decidimos retratar de esa experiencia? ¿Qué o quiénes han quedado fuera del cuadro? No es que esto no existiera antes, sino que hoy disponemos de dispositivos y redes para hacerlo a cada minuto. La práctica es un hábito con legitimidad propia, incluso como condición de sociabilidad. Narramos en imágenes, cada una de nosotras. Lo hacen los medios y lo hace cada persona infinidad de veces en su vida cotidiana.
Tal vez la palabra periodística hoy tenga el rol de enriquecer esas instantáneas con algo más de contenido. O mejor, con algo de ese otro orden más complejo que es la experiencia. Narrar lo acontecido no tiene que ver con contar “la verdad”, ni con ser objetivos. Acaso permita brindar herramientas para pensar lo vivido. Para dotar de sentido (en su multiplicidad y opacidad) a los hechos, antes de que nos abroquelemos a la instantánea que nos parezca representativa de lo que creemos que pasó. Antes de que nos encerremos en una verdad pre- existente e incuestionable.
Parece curioso que en un siglo despojado de grandes relatos como la religión o la ciencia, hayamos adquirido un modo de construir sentido con un fanatismo que incluso supera al religioso. Que una vez que nos hemos sacado de encima milenarios dogmas, volvamos a la creencia y la superstición con tan notable arbitrariedad.
Por eso, cuando hablamos de lo acontecido, ¿de qué estamos hablando? Sorteando los posibles análisis sociológicos de bolsillo, que no son aquí el objetivo, no es lo mismo hablar de dos o tres selfies que de representaciones que afectan a un Estado y, tanto simbólica como literalmente, a la vida de las personas que lo habitan.
Sin pretender impartir reflexiones morales, es posible afirmar que el encadenado de acontecimientos que viene sucediéndose en los últimos días es de una enorme gravedad institucional en materia de Derechos Humanos y marca para nuestro país un retroceso que no tiene precedentes desde el retorno de la democracia. No tiene precedentes porque nuestras fuerzas de seguridad están ejerciendo tácticas de ataque directo sobre cualquier ciudadano que decida expresarse en términos de protesta social, persiguiéndolo, golpeándolo y deteniéndolo como si se tratase de un enemigo.
La gravedad aumenta si consideramos que esto sucede en manifestaciones masivas como la del lunes 18 de diciembre, en la que se estima que había cerca de 500 mil personas. ¿Qué estado de derecho puede justificar, por más minoría violenta que retrate o encuadre (refiriéndonos a personas que lanzan piedras, lo cual hace imposible el uso de la palabra “enfrentamiento”), el uso de camiones hidrantes, armas lanza-gases a sesenta metros de distancia, la aplicación de gas pimienta a menos de un metro o el uso indiscriminado de balas de goma que dejó centenares de heridos en los hospitales de la ciudad?
Resulta difícil que una narración, cualquiera sea, y más allá del debate (que, prioridad ordena, es secundario) sobre violentos e infiltrados, pueda dar justificación alguna al accionar de las fuerzas de (in)seguridad que, con aval jurídico y bajo el mando de Patricia Bullrich, está agrediendo y poniendo en riesgo de muerte al ciudadano o ciudadana activamente opositor, abiertamente y sin reparo alguno.
La estrategia utilizada a lo largo de la funesta tarde del lunes, clarifica mucho más esta decisión de ataque directo a civiles. Pasadas las 16 hs., luego de despejar violentamente la plaza de los Dos Congresos, las fuerzas, no conformes con esto, persiguieron a balazos y gases a las y los manifestantes hasta la Avenida 9 de Julio, donde continuaron avanzando sobre las distintas columnas y grupos, disparando a quemarropa y lanzando gases. Conjuntamente, hileras de policías en moto de a dos por vehículo (uno manejando y el de atrás liberado para disparar), avanzaban por las calles laterales disparando a menos de un metro y golpeando a las y los manifestantes que, como podían, intentaban escapar. Posteriormente, filas de policías avanzaban por la avenida más ancha del mundo junto a camiones hidrantes, ostentación bélica que emula a los tanques de guerra, lo que daba la impresión de ser ya un desfile represivo.
Mientras, muchos medios tradicionales seleccionaban algunas imágenes para instalar el relato de “guerra”, “batalla campal”, “disturbios”, “enfrentamientos” o para justificar que la situación “se salió de control”. Pero ni un medio televisivo habló de lo que con esa amalgama de frases hechas acabó naturalizándose: que las fuerzas policiales y militares, bajo orden directa del ejecutivo, atacan violentamente a los civiles por el solo hecho de manifestarse. Que el saldo de heridos y detenidos es cada vez más alto, que muchas personas perdieron un ojo o sufrieron lesiones graves y que miles de personas se vieron expuestas a las consecuencias de los ataques con gas pimienta.
Otro de los recortes es que el relato de los incidentes intentó diluir el hecho de que se sesionó y aprobó una ley en el marco de una multitudinaria jornada de disconformidad y protesta, desde los centenares de personas de la tarde, hasta los espontáneos cacerolazos nocturnos en distintos puntos del país que confluyeron en una nueva congregación de multitudes en el congreso. Aun así, y a pesar de las masivas protestas, se sesionó y aprobó la ley en la Cámara de Diputados, desoyendo la petición popular de que se pueda dar un debate responsable sobre una ley que afecta directamente el ingreso de quienes menos tienen.
Esta crisis de representación, más allá de la aprobación de esta ley, nos coloca en un camino de hostilidad y desconfianza hacia la clase política, transitado ya en otros momentos de la historia nacional. Darle la espalda al clamor popular, a la larga, tiene un alto costo, tal vez difícil de calcular en lo inmediato.
En medio de una disminución de impuestos en bienes, ganancias y retenciones, con impacto directo en los sectores más ricos del país, se pretende demostrar con los discursos de “necesidad”, “esfuerzo” y la promesa de un futuro de prosperidad sin ninguna garantía material, la necesidad de esta “reforma previsional” que recorta brutalmente el ingreso de los sectores más vulnerados: jubilados, pensionados (incluyendo a Veteranos de Malvinas) y destinatarias de la Asignación Universal por Hijo. Reforma que viene a ser uno de los vértices de un nuevo modelo, aprobado e instigado por el FMI: Reforma Laboral, Previsional y Tributaria, que promete mayores ganancias para los sectores concentrados y mayor hambre y miseria para los más empobrecidos, introduciéndonos violentamente en un ciclo de negociados líquidos, endeudamiento y desindustrialización; y por consiguiente, mayor desempleo y precarización laboral.
Probablemente abunden las narraciones. Visiones efectistas que pretenden fabricar verdad de un modo maniqueo e inmediatista. Pero hay otras que se inscriben en la experiencia, que nos transforman y actualizan, irremediablemente. Que unen el presente a la memoria de nuestros jubilados denigrados del 2001, nuestros piqueteros cortando una calle para pedir trabajo, los movimientos sociales y asambleas haciendo comedores para los pibes del barrio, las ollas para dar calor a tanto desempleado desesperado. Que recuerdan y saldrán a las calles una y otra vez, porque no hay salvación individual posible cuando la opresión es colectiva. Porque hay un pasado reciente doloroso al que no queremos volver. Y esas narraciones, que representan a miles, serán muy difíciles de acallar.