Por Darío Cavacini
Los 80 años de la creación de la “Lobotomía”, una práctica cruel que pretendía curar enfermedades mentales graves, son un disparador para pensar la utilización de los psicofármacos en la actualidad y las prácticas psiquiátricas que generan mayor vulnerabilidad y dependencia en pacientes.
“Matamos la vida para salvar la vida, matamos una vida con sentido, aunque duela y dure poco, para crear una vida como supervivencia, una vida donde está ausente el dolor, pero donde también está ausente el sentido, donde la vida es vida genérica, vida de especie. Ese es el callejón sin salida. ¿Qué vida vale la pena vivir, y hasta qué punto se puede matar la vida para salvar la vida, para hacer durar la vida, para proteger la vida?”
Jorge Larrosa
“Prodigioso accidente”, titulaba el diario Vermont Mercury el 22 de septiembre de 1848. Unos días antes, en Nueva Inglaterra, un capataz de construcción sufría los efectos de un terrible descuido que le cambiaría la vida y, sin saberlo, también modificaría la historia de los tratamientos médicos para el padecimiento mental.
Phineas Gage (1823-1861) trabajaba para el Ferrocarril Rutland y Burlington, preparando nuevos caminos, haciendo volar roca de granito para lograr la ruta donde se instalarían rieles y durmientes. Su tarea requería de gran concentración, especialmente cuando se trataba de preparar las detonaciones.
En un descuido, Gage apartó la vista de su tarea y la carga le explotó en la cara. El capataz fue lanzado sobre su espalda unos cuantos metros. Todos quedaron impávidos con el accidente. Al acercarse, desesperados, observaron que la barra de hierro, que se utiliza para atacar la pólvora provocando las explosiones, había penetrado la mejilla izquierda de Gage, había perforado la parte frontal de su cráneo y salido a gran velocidad a través de la parte superior de la cabeza.
Milagrosamente, el capataz sobrevivió y mantuvo la conciencia durante el accidente. Incluso pudo conversar con sus compañeros quienes, todavía aturdidos por el accidente, lo llevaron con urgencia hasta el Dr. John M. Harlow, médico del pueblo. Uno pocos meses después se consideró que Gage ya estaba recuperado y que, sin parálisis en extremidades o en su lengua, la única secuela que le había quedado era la pérdida de la visión del ojo izquierdo; por lo que ya pudo volver a su trabajo.
Sin embargo, con el accidente no sólo había perdido parte de su visión, sino también las inhibiciones sociales, lo que dio lugar a alteraciones en la emoción y la personalidad, provocó conductas socialmente inapropiadas y dificultades en la capacidad de planificación.
Tal como explicó el Dr. Harlow: “El equilibrio entre su facultad intelectual y sus propensiones animales se había destruido”. Su personalidad se había transformado radicalmente: de ser una persona con hábitos moderados, una mente equilibrada, un negociante astuto, enérgico y persistente, con metas bien definidas y concretas, se había convertido en una persona irreverente, caprichosa, vacilante, irrespetuosa con sus colegas e impaciente . Tan radical había sido su cambio que pocos podían reconocerlo: “El problema no era la falta de capacidad física o destreza; era su nueva personalidad”.
Al poco tiempo, perdió su trabajo y su matrimonio. Trabajó luego como atracción de feria y se mudó por algunos años a Chile, intentando rehacer su vida.
El médico que lo atendió en aquella oportunidad había quedado tan impresionado con el resultado del accidente que, 20 años después, presentó un informe en el que se detallaban los cambios de personalidad debidos a la lesión que sufriera Gage en el lóbulo frontal de su cerebro.
A partir de aquel momento, las modificaciones en la conducta del capataz estadounidense serían tema de debate, durante décadas, en diferentes congresos de neurología y psiquiatría. Dicho incidente traería grandes repercusiones dentro de la neurología, ya que se descubriría que las lesiones en la corteza prefrontal podrían provocar modificaciones en ciertas áreas de la conducta, y que se mantengan –supuestamente– intactas el resto de las funciones cerebrales.
Fue tan grande la revolución producida que, cien años después del accidente (en 1949), el neurocirujano portugués Egas Moniz recibió el Premio Nobel de Medicina por el “descubrimiento” del valor terapéutico de la Leucotomía prefrontal en ciertas psicosis. La intervención quirúrgica presentada se basaba en el seccionamiento de los tejidos nerviosos entre los lóbulos prefrontales y el tálamo, para romper con los patrones repetitivos de pensamiento de aquellos cuadros. Con esta técnica se intentaba disminuir la agresividad, el estrés y la ansiedad que presentaban los pacientes.
Así surgió la psicocirugía, la que creía poder producir una interferencia sobre los comportamientos indeseados y socialmente inconvenientes que algunas personas llevaban a cabo de manera “completamente descontrolada”, a causa de su “enfermedad mental”.
La realidad indica que las únicas pruebas que presentó Moniz acerca de la supuesta validez de la leucotomía prefrontal era que, durante un corto período, en las y los pacientes intervenidos había disminuido el estado de agitación y de excesiva emotividad que presentaban.
Sin embargo, nunca se hizo referencia si este estado era duradero o temporario, si podían llevar a cabo algunas de las actividades de la vida cotidiana y cuáles podrían ser los efectos adversos de la intervención (infantilismo, déficits en el comportamiento social, dificultades cognitivas graves). A pesar de ello, para el neurólogo portugués los pacientes tratados con su técnica estaban clínicamente curados.
Crueldad en nombre de la Ciencia
Entonces, uno de sus discípulos, el neurólogo estadounidense Walter Freeman (el mismo que introdujo el electroshock en Estados Unidos), lograría una de las mayores deformaciones de esta técnica, para generar una de las más grandes aberraciones psiquiátricas del siglo XX.
Freeman, un joven ambicioso con ansias de fama, se propuso solucionar los problemas de la psiquiatría de la época de la manera más rápida y económica posible. Para ello, ideó un procedimiento conocido como la “lobotomía del picahielos”, que serviría para curar enfermedades mentales consideradas como graves en esa época, como la psicosis, la depresión, el suicidio, la homosexualidad y el comunismo.
El proceso se iniciaba anestesiando al paciente por unos minutos, luego se introducía un punzón por encima del ojo hasta llegar a la base del cráneo. Una vez allí, se lo golpeaba con un martillo de goma hasta llegar al área cerebral buscada. Moviendo el punzón de un lado a otro se seccionaban parte de los lóbulos frontales. Todo el procedimiento no llevaba más de diez minutos y una vez terminado, se le daban unos anteojos de sol al paciente para ocultar los hematomas alrededor del ojo.
Definido por sus colegas como “mitad médico-mitad showman”, Freeman había hecho de esa técnica un fenómeno mediático para el cual convocaba a los medios de comunicación para que presenciaran lo que él llamaba un método milagroso, que lograría curar una “enfermedad mental” grave de forma tan sencilla como lo sería curar un dolor de muelas.
Recorriendo diferentes estados de los Estados Unidos en su camioneta (denominada por él mismo como Lobotomobile), llegó a realizar el procedimiento en cuartos de hotel y hasta incluso de a dos pacientes en simultáneo. “El Henry Ford de la lobotomía” consiguió efectuar 228 intervenciones en solo dos semanas en uno de sus viajes. Entre 1936 y 1950, sólo en ese país se realizaron aproximadamente 5.000 lobotomías, 19 de las cuales fueron cometidas sobre menores de 18 años, y hasta se le realizó una a un niño de 4 años.
Actualmente, en la comunidad médica se lo recuerda como uno de los neurólogos más crueles e inhumanos que han existido –asemejándolo a los médicos que participaban de los experimentos nazis– debido a los pocos recaudos tomados y la utilización de esta sesión de tortura en nombre de la ciencia, con fines auto-promocionales.
Esta técnica dejó de utilizarse promediando la década del 60 por los malos resultados obtenidos sobre las personas intervenidas: muchas de ellas fallecieron sobre la mesa de cirugía, mientras que otras quedaron con secuelas tan grandes que nunca pudieron recuperar ni la autonomía ni la dignidad robadas por hombres de guardapolvo blanco.
Sometidos a un trato degradante y sin ningún respeto por sus Derechos Humanos, la gran mayoría de las personas lobotomizadas en el mundo han quedado al cuidado de su familia o recluidos en hospitales psiquiátricos de por vida.
De la Lobotomía a los psicofármacos: un freno a la autonomía
Esta pseudo-terapia fue gradualmente reemplazada por la Clorpromazina, un psicofármaco que era vendido como una lobotomía química, ya que producía los mismos efectos pero sin los riesgos que suponía la intervención quirúrgica. Con la invención de este químico se produciría una revolución paradigmática en la historia de la psiquiatría: el inicio a la psicofarmacología, la cual empezaría a tener predominancia sobre los métodos que históricamente se habían implementado.
Más allá de lo importancia de aquel descubrimiento para el mundo médico-científico, vale la pena preguntarse cuánto se humanizó la concepción de la “enfermedad mental” con ese cambio y si no se siguió privilegiando y castigando los mismos aspectos de la conducta a través de la medicalización de las subjetividades.
Lo mismo que sucedió con la lobotomía a lo largo de su historia se produce hoy con el uso de psicofármacos: se intenta contener y reprimir la subjetividad de los pacientes, volverlos dóciles y funcionales para que puedan adaptarse a los sistemas de salud mental.
Si nos situamos en el campo de la psiquiatría biológica, podemos vislumbrar que los tratamientos solo se reducen a la supresión de las conductas consideradas como manifestaciones sintomáticas de la “enfermedad mental” sin tener en cuenta el significado que éstas pueden tener para quien las realiza, enmarcándolas necesariamente dentro de su historia personal.
Si los síntomas subjetivos del padecimiento psíquico son tratados solamente como parte del proceso de una enfermedad de origen orgánico, entonces el trabajo interdisciplinario que debe realizarse no tendrá sentido y solo deberían ser atendidos por psiquiatras y neurólogos quienes se encargarán de eliminarlos a base de psicofármacos ahora y de intervenciones como la lobotomía décadas atrás.
Así como aquellos que han sido víctimas de la lobotomía, un gran número de personas con padecimiento psíquico han sufrido (y siguen sufriendo aún hoy) los intentos de la ciencia médica por mejorar la problemática de este grupo poblacional, sin tener en cuenta que la salud mental es un proceso multideterminado, por lo tanto debería ser tratado como tal y no con una visión puramente organicista que lleva a creer que seccionando o inhibiendo determinada área cerebral solucionaría de manera íntegra las dificultades, desconociendo las diferentes variables que la determinan.
El uso dado a este tipo de técnicas (entre ellas se pueden incluir el electroshock, las camisas de fuerza, el aislamiento en celdas pequeñas, etc.) al igual que gran parte de la medicación psiquiátrica han sido utilizadas en pos de mejorar determinadas situaciones de crisis, sin embargo solo han logrado empeorar aún más la situación inicial de estas personas, agudizando su vulnerabilidad y creando más dependencia y sufrimiento.
A más de 150 años del accidente de Phineas Gage, la pregunta formulada por el filósofo Jorge Larrosa sobre qué tipo de vida vale la pena vivir debiera ser escuchada por los hombres y mujeres de la ciencia para empezar a cuestionarse acerca de los métodos utilizados sobre personas que padecen problemáticas de ese tipo, respetando indefectiblemente su derecho a la autonomía, a tener una mejor calidad de vida y a no ser sometidas a un trato cruel y despreciable.